sábado, 19 de marzo de 2016

Memorias del Tenorio Mendocino

OREA SANCHEZ, Jesús, Crónicas del Tenorio Mendocino. El mito de Don Juan hecho rito por Gentes de Guadalajara (1984-2015), Guadalajara, Gentes de Guadalajara, 2015, 119 pp. [ISBN: 978-84-608-2987-4].

Muchos años han transcurrido desde que, a mediados de los años ochenta del pasado siglo (1984), un grupo de amigos nos reuniéramos en los bajos del Ventorrero, para después de dar cuenta de unos comistrajos, hablar de los temas que podríamos aportar a aquella Guadalajara que parecía ir despertando del letargo cultural en que parecía haber vivido hasta entonces.
Éramos entonces los socios de la Cofradía de “Amigos de la Capa” de Guadalajara, quienes, dicho sea de paso, tras los postres, procedíamos a “encapar” a los nuevos miembros de la Asociación, para lo que mojábamos en vino, a modo de bautizo, uno de los picos de la capa del “admitido/a”, que después bebía de la jarra y leía una especie de aceptación más en broma que otra cosa, porque de lo que se trataba era de divertirse y pasarlo bien.
También comenzábamos a escenificar alguna que otra parte del Don Juan de Zorrilla, por lo que aquellas cenas pasaron a llamarse de “Ánimas de Don Juan”.
Aconsejo al lector que curiosee en los “Antecedentes del Tenorio Mendocino” (páginas 17-20), donde quedará admirado tras la lectura el acta que, nuestro entonces “Fiel de Fechos” Javier Borobia, redactó a modo de convocatoria a la cena anual que, como siempre, tendría lugar “en la tabla grande del Ventorrero”.
Esta es, por así decir, la prehistoria del Tenorio Mendocino.
Pero también se hicieron muchas cosas serias.
Un buen día se nos ocurrió que el Día de Ánimas sería el más adecuado para recorrer por la noche, -con antorchas, teas, faroles, candiles, velas y otras luminarias-, los principales monumentos de nuestra ciudad, leyendo en cada uno de ellos un texto literario, propio o clásico, alusivo al mismo. Así se hizo y así se cumplió. De modo que, a la del alba, terminamos en casa del Chato, en la Alaminilla, desayunando unos huevos, chorizos y lomos con patatas y pimientos fritos, además de su correspondiente riego de tintorro.
Pasado algún tiempo y analizando la noche vivida, nos dimos cuenta de que el acto, como todo en la vida, se podía mejorar y hacer partícipe del mismo a cuantos quisieran… Eso fue, básicamente, lo que dio lugar, debidamente perfeccionado, al nacimiento de este Tenorio Mendocino, que ya ha cumplido más de treinta años, de los que veinticinco corre a cargo del grupo “Gentes de Guadalajara”.
Sin embargo, este “Tenorio” no estriba únicamente en su peripecia burlesca, sino que a ella, por el lugar donde se comenzaron a desarrollar y aún se desarrollan, se unieron otras de carácter “mendocino”, de donde resultó esa manifestación teatral que denominamos “Tenorio-Mendocino”, hoy ampliamente conocida no sólo en Guadalajara ciudad, sino en muchas otras localidades de la provincia y aún de provincias limítrofes, donde su representación alcanzó notoria resonancia.
Una puesta en escena donde se dan la mano y se aúnan y complementan el romanticismo religioso-fantástico de Zorrilla a través del ambiente nocturno, sombrío y misterioso, del amor imposible y de los finales trágicos, y el renacimiento alcarreño, representado por la familia Mendoza, porque, precisamente, son sus casas, los edificios que dicha saga mandó construir, los lugares donde se desarrolla la acción de este Tenorio Mendocino: el propio palacio del Infantado, el de don Antonio de Mendoza, la plaza de Santa María de la Fuente -frente a la casona del Gran Cardenal y Tercer Rey de España-, la capilla de Luis de Lucena…, como con tanta claridad expone José Antonio Suárez de Puga en su magnífica colaboración “Sentida efeméride” (p. 13), aunque no todo surgiera de golpe, puesto que algunas escenas se fueron añadiendo año tras año, idea tras idea, hasta 1992 en que se hizo la primera representación, cara al público y por única vez, en la cervecería La Cotilla, totalmente abarrotada de público.
Jesús Orea escribió por aquellas fechas en El Decano de Guadalajara (4 de noviembre de 1992) las siguientes palabras, llenas de ilusión:

“Don Juan Tenorio (…) fue fiel a la cita con Butarelli en la Hostería del Laurel, junto a las Carmelitas de Abajo; habló por ovillejos con Lucía en La Cotilla, el viejo caserón de los padres del Conde de Romanones; raptó a una Inés -¿por qué no profesa en la orden franciscana que se enclaustró en el Convento de la Piedad?- en el “viejo Brianda”; reposó en su quinta del Palacio del Infantado y encontró salvación frente a la magnífica fachada de Covarrubias, de nuevo en la Piedad, junto a esa verja que da a Correos, en el panteón que antes palacio fue”.

Pero, para ello, Borobia contó con el apoyo de ciertas personas amantes del teatro como lo era él, entre las que es necesario mencionar a Fernando Borlán, poeta y profesor en el instituto “Brianda de Mendoza”, quien, además de su ilusión y conocimientos, inculcó el amor por el teatro a una buena parte de sus alumnos, y también a José Luis Matienzo, creador del Teatro Joven de Brihuega. Aunque, a pesar de todo, como señala Jesús Orea en su libro, Javier Borobia tuvo muchas dudas antes de poner en marcha, definitivamente, el Tenorio Mendocino, no sólo por la complejidad del proyecto y la falta de recursos económicos que entonces se padecía, sino, sobre todo, por la falta de ensayos suficientes; pero al final, cerrando los ojos, decidió a llevarlo a cabo por no defraudar las ilusiones de tantos jóvenes y menos jóvenes que se habían implicado en el proyecto y para contribuir, en buena medida, a que los alcarreños de Guadalajara supieran valorar su historia y su patrimonio.
“Así, el mito de Don Juan comenzó a hacerse también rito en Guadalajara”.
Hoy, el libro que comentamos, es, se ha convertido de la noche a la mañana,  como así se indica en su título, en una especie de crónica, es decir, en un escrito en el que se recogen los hechos más sobresalientes que fueron teniendo lugar, dispuestos de forma cronológica, y que, por lo tanto, ha devenido a convertirse en un documento que, sin duda, podríamos calificar como “histórico”.
En él pueden encontrarse los escenarios que se siguen en cada una de las representaciones: desde la capilla de Luis de Lucena (hostería del Laurel), el atrio de la concatedral de Santa María, el palacio de la Cotilla (casa de doña Ana de Pantoja) y el claustro del convento de la Piedad (celda de doña Inés), pasando por el patio de los Leones del palacio del Infantado (quinta de don Juan) y la iglesia de los Remedios (aposento de don Juan), hasta la del convento de la Piedad (panteón de la familia Tenorio).
Ruta que da paso a la crónica propiamente dicha de cada una de las representaciones del Tenorio Mendocino, desde su creación en 1992 hasta 2014, año en que se dijo que “el Tenorio Mendocino se seguirá haciendo aunque fuera con velas”. Una explicación previa, el elenco de los actores participantes, la fotografía del cartel del año y otras fotografías de los aspectos más destacados, además de notas de prensa.
Sin duda, Jesús Orea ha recogido la huella del Tenorio Mendocino, incluso desde antes de convertirse en representación pública, en este bello libro que, desde ahora mismo, forma parte de la intrahistoria de la Guadalajara capitalina.
Y sí, es cierto aquello que dijera Borobia: las gentes de Guadalajara parece que tras conocerlo, van sabiendo amar lo suyo, especialmente ese patrimonio que acoge algunas escenas y sirve de fondo a tantas otras.


sábado, 12 de marzo de 2016

La entrañable historia de Tartanedo

ALONSO CONCHA, Teodoro, Historia de Tartanedo. Una aldea en el Mundo (1366-2016), Guadalajara, Excmo. Ayuntamiento de Tartanedo/Aache Ediciones, 2015, 351 pp. ISBN 978-84-15537-80-9.

En primer lugar me gustaría dejar constancia de dos aspectos que encuentro de gran valor en este libro: el primero es el interés que se ha tomado el Ayuntamiento de Tartanedo para que una persona docta escriba acerca de su historia con el fin de que sea mejor conocida por todos, y el segundo, que la elección de esa persona haya recaído en Teodoro Alonso Concha, profesor de Filosofía en varios Institutos de Enseñanza Media, pero sobre todo amante de la cultura de su pueblo y de la tierra molinesa, amor y preocupación universal por su patrimonio, que ha puesto de manifiesto a través de varias publicaciones anteriores, como el bellísimo libro Ángeles de Tartanedo y el no menos interesante La Arquitectura Popular en Tierra Molina, una arquitectura que si Dios y la despoblación gradual no lo remedian desaparecerá en pocos años.

Teodoro Alonso, como señala en el prólogo a su libro, tuvo la suerte de vivir los aspectos propios de la vida tradicional de su pueblo: Tartanedo, que tanto le ha servido para escribir el capítulo destinado a la “aldea global”: la explotación de la tierra y la ganadería, los trabajos cotidianos y los comunales, el ciclo festivo y la dolorosa emigración y vivir también ese otro periodo -de transición- hacia una, en teoría, sociedad industrial avanzada.

Y, precisamente, para que ni la historia de la citada “aldea”, ni sus costumbres se cubran con el grisáceo polvo del olvido, ha escrito este libro, que fundamentalmente consta de cuatro apartados, y que abarca desde la época medieval -la aldea de los treinta fuegos-, hasta casi el momento actual, pasando por aquellos momentos, que en tantos lugares dejaron huella imborrable, como fueron las guerras de Sucesión y de la Independencia, las desamortizaciones de Mendizábal y de Madoz, la República, ya que afortunadamente la última Guerra Civil fue algo que quedaba lejos, aunque algunos de sus hijos muriesen en el frente ya que en pueblo no se oyó un solo disparo.

El libro ha sido escrito con una múltiple pretensión: que no se quede en un mero relato “localista”, para lo cual ha incardinado a Tartanedo en un contexto histórico más amplio: el Señorío, la provincia, la región, el país…, tratando, a la vez, de escribir una historia -o, mejor dicho, una aproximación histórica- lo más rigurosa posible, contando con las relativamente escasas fuentes documentales disponibles, sin olvidar al pueblo llano, a los labradores y pastores, ni a los que viven de sus manos -cosa rara de encontrar en las fuentes escritas, puesto que, por lo común, la autoría de dichas fuentes se debe a clérigos y nobles a los que el pueblo sencillo y humilde no importaba demasiado: campaneros, panaderos, sastres, maestros…-, aunque quienes ocupen más páginas sean precisamente personajes destacados en el mundo eclesiástico y en el de la nobleza: la beata María de Jesús López Ribas (la “letradillo” de Santa Teresa de Jesús), el arzobispo Manuel Vicente Martínez y Jiménez, obispo de Astorga y, posteriormente, de Zaragoza, y el de Cádiz y Algeciras, Javier Utrera Pérez, junto a miembros de las familias Rivas y Montesoro, entre otras.

Pero junto a este patrimonio -“humano” y documental o escrito-, se conservan también otros documentos que son los arquitectónicos (construcciones) y las obras de arte, como las copias de El juicio de Salomón, de Rubens y El martirio san Bartolomé, de Jusepe Ribera, además de la conocida serie de los doce Ángeles, llamados de Tartanedo, de origen o influencia virreinal, tal vez del Cuzco peruano, que se conservan en ese maravilloso “estuche” que es la iglesia parroquial de san Bartolomé, románica en su origen, claros ejemplos del arte “culto” universal, aunque el “popular”, construido también en piedra, esté magníficamente representado a través de viviendas, ermitas y pairones.
Es, pues, un libro amplio, al que pocas cosas se le escapan. Desde el nacimiento de Tartanedo como aldea en la Edad Media, va evolucionando, dejando atrás unas cosas, pero creando otras nuevas, de aquel románico se pasa al gótico, al renacimiento y al barroco, lo mismo que sucedió con sus gentes, cuya evolución se analiza entre los siglos XVI y XVIII. Gentes -“almas”, como entonces se decía- que conformaban “hogares”, “lumbres” o “vecinos”, que con su fe dieron paso a la creación de tantas cofradías -como las del Rosario, de San Sebastián y de la Vera Cruz y del Señor-, a capellanías, mandas y prebendas, tanto para la propia Iglesia, como para el socorro de vecinos y transeúntes, a través de sencillos hospitales de acogida.

Luego, como ya hemos visto, estaban los hidalgos: Los Rivas (o Ribas) y, asociado a ellos y a los Montesoro, Miguel Sánchez de Traid, un potentado ganadero fundador en 1557 de una capilla en la iglesia de Tartanedo, que posteriormente adecentó -en 1741- Carlos Andrés Montesoro y Ribas, con un altar y su retablo. Además había al menos seis familias que gozaban del título de hidalguía: Badiola, Utrera, Arias, Guillén, Malo de Hombrados y Crespo.

En el capítulo cuarto, titulado “La aldea global”, Teodoro Alonso realiza un estudio, no muy extenso pero suficientemente clarificador, de la evolución de la propiedad y explotación de la tierra en el siglo XX, centrándose principalmente en la ganadería como fuente de riqueza desde tiempos pasados, que da paso al tema de “Los trabajos y los días”, que reparte siguiendo el ciclo anual, que comienza por el otoño, momento en que tiene lugar el transporte del grano, el desenterrar de las patatas y la remolacha y el abastecimiento de leña; el invierno, que se solía destinar a la reparación de edificios y aperos, al acarreo de la paja y los ciemos, a dar la vuelta a los muladares y, por fin, a la matanza del cochino, con todo lo que ello entrañaba para una economía familiar de subsistencia, además de para la comunidad vecinal, y, ya al final de la estación hiemal, cuando los días alargaban, la siembra de los cereales de ciclo corto: cebada, avena, legumbres, etc., para continuar con la primavera, con el barbecheo, la escarda y el binado, necesario para eliminar malas hierbas y airear la tierra, hasta completar el ciclo con el verano y sus labores tradicionales de la siega, el acarreo, la trilla y el almacenaje de los productos resultantes.

Método similar al anterior es el que se emplea a la hora de dar a conocer las festividades propias de cada estación. Así, en invierno, la celebración de Nochebuena, con una hoguera que se hacía con la leña que se pedía casa por casa para “calentar al Niño Dios”, Navidad y Año Nuevo; seguía el día de los santos Inocentes y el de los Reyes Magos y, después, los carnavales, que daban paso a la cuaresma. En primavera era tradicional celebrar la Semana Santa, el rezo de las letanías y la cruz de Mayo -con la bendición de campos-, seguidas por el Corpus y la asistencia a determinadas fiestas que tenían lugar en pueblos aledaños: La Soldadesca, de Hinojosa; San Juan, en Concha y San Isidro, en Labros. Ya en verano se celebraba la fiesta del patrón del pueblo, san Bartolomé, el 24 de agosto, que por razones agrícolas se trasladaba al 20 de septiembre, y también se solía ir a las ferias de Molina y de Milmarcos. En otoño no se olvidaba el día de Todos los Santos ni el de los fieles Difuntos y el ocho de diciembre de recordaba a la Inmaculada, de rancia tradición en todo el Señorío molinés.
Lejos queda ya la galería de oficios que retrata Teodoro Alonso, compuesta por el herrero, el hornero, el sacristán, el zapatero, el boticario, el confitero, el sastre, el capador, los esquiladores y hasta los húngaros, además del cura y el maestro, que con la evolución de los tiempos ya no son necesarios, excepto en algunos casos concretos.

Hoy los tiempos han cambiado y el pueblo se ha modernizado y, aunque cuenta con menos vecinos que en el siglo XIV, la comodidad y los servicios que gozan, gracias a las correctas actuaciones políticas y al aporte económico que significa la instalación de los dos parques eólicos, hubiesen sido inimaginables en los “cercanos” años sesenta o setenta. Quizá la mejor y más gráfica forma de explicarlo esté en la propia portada del libro, en la que aparece la torre de la iglesia, como símbolo del pasado, junto a un molino eólico, representante del momento actual. Ambos se dan la mano en esta entrada a la Historia de Tartanedo. Una aldea en el mundo (1366-2015) que ha escrito Teodoro Alonso.

Un libro, reitero, amplio en contenidos, serios y rigurosos, y que cumple con creces los cometidos que su autor se propuso al escribirlo, cuya lectura -por si fuera poco- es amena y su edición, llevada a cabo por Aache, inmejorable.

José Ramón López de los Mozos

sábado, 5 de marzo de 2016

La Migaña

GISMERA VELASCO, Tomás, La Migaña o Mingaña: Jerga o jerigonza de los tratantes, muleteros y esquiladores de Milmarcos y Fuentelsaz, en Guadalajara,  Wroclaw (Poland), Amazon Fulfillment Poland, 2016, 78 pp. [ISBN: 9781523471348].

Hace años, el tema de las fablas o hablas molinesas, o al menos de alguna de ellas, estuvo en auge, así la migaña o mingaña de Milmarcos [José Sanz y Díaz, “Fablas del Señorío de Molina. Geografía lingüística y jergas regionales. (Extinción de la Llamada “migaña”)”, Revista de Folklore, 67 (1896), pp. 11-12].  Después le llegaría el turno a Fuentelsaz y, finalmente, aunque en menor escala, a Maranchón.
Sobre la migaña de Milmarcos se escribió con cierta frecuencia en la Revista Cultural e Informativa de la Asociación de Amigos, Mill-Marcos. Así, por ejemplo en su número 1 (Diciembre 1979), Fernando Merchán Moreno publicó un trabajo titulado “En Migaña: La lucera que se dicaron los manfuros”; en el número 2 (Abril 1980), fue Justo Morales Atienza quien siguió dando a conocer el habla local con su artículo “En Migaña: Cuando el limes acurvaba delara”, y en el mismo número, firmado por Un Juanmonda toñis pero no delara, “En Migaña: Acurbando de Juan monda”; en el número 4 (Abril 1981), Fernando Merchán continuó por el camino emprendido anteriormente, con “En Migaña: Lucera gallardo en el noque de los limes” y, para finalizar los ejemplos, en el número 10 (Diciembre 1984), el anteriormente citado Justo Morales hizo una “Traducción libre a la Migaña”.
Los trabajos sobre esta jerga volverán a aparecer en las páginas de la revista Mill-Marcos, pero en su segunda época (véase, por ejemplo, el número 1 (2007), donde se publicó una explicación sobre “El Regreso” [la 2ª etapa o época], escrita en migaña, que comienza: “A los que chafan el Calmarza…”, además de una poesía, “Falacia que se las lia”, debida a pluma de Un cordachero juanmondas -Justo Morales Atienza-).
Quizá más interesante que los trabajos publicados en la revista Mill-Marcos y arriba mencionados, sea la publicación de un librito en cuarto menor, que editó la propia Asociación de Amigos de Milmarcos, titulado Vocabulario de la Mingaña (1979), sin paginar, o el trabajo “La Migaña de Milmarcos: vocabulario y textos”, dado a conocer en Cuadernos de Etnología de Guadalajara, 20 (1991-4º.), 85-96.
Fueltelsaz no quedaría a la zaga gracias al estupendo trabajo de María Rosa Nuño Gutiérrez, “El esquileo. Trabajo, cultura y comunicación en la serranía de Guadalajara”, publicado en Cuadernos de Etnología de Guadalajara, 14-15 (1990, 2º.-3º.), al que siguieron las traducciones a la migaña de Blanca Gotor, quien daría a conocer algunos cuentos tradicionales, archiconocidos, como La Caperucita Roja (sic) (La Cachorra del Casimiro), entre otros, en los Textos Didácticos de Folklore, editados por la Diputación Provincial a través de su Escuela de Folklore, el año 2001, y que después volvieron a publicarse en 2007, en bilingüe castellano-mingaña, para su mejor comprensión por el lector, para terminar con las adaptaciones realizadas por dicha autora, en 2011, sobre “La Caperucita Roja” (sic), “El gato con botas”, “¡Amén!” (¡Así acurba!), “La ratita presumida” (La Ponzoñita Profay) y “Los 7 cabritillos y el lobo” (Los 7 Arochillos Trapenses y el Chacurra de la Matilla), con traducción de Rafael Gotor e ilustraciones de Carlos Gambarte, en forma de folletos breves editados en Barcelona, sin olvidar el interesante artículo de José Serrano Belinchón “La Migaña, una lengua para hablar fuera de casa”, publicado en Nueva Alcarria (abril de 2010) y recuperado después por la Asociación de Amigos de Milmarcos.
De Maranchón es poco lo que hay sobre la migaña, si exceptuamos el nombre de su Asociación Cultural y el del boletín que ésta edita, porque es más lo que se ha escrito acerca de los muleteros: nosotros escribimos “Posibles orígenes de la muletería maranchonera”, en Revista de Folklore, 146 (Valladolid, 1993) y también “Realidad y ficción literaria del maranchonero: muletero, tratante y rico”, en Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, XLVIII (1993), y Evilasio Rodríguez García, Aúrea Cascajero Garcés y Manuel García Estrada, escribieron “Guadalajara y Maranchón: Peculiaridades migratorias”, en Cuadernos de Etnología de Guadalajara, 28 (1996), pero quien más profundizó en el tema fue Nicanor Fraile, en su libro Maranchón (mi pueblo) (1994), especialmente en el capítulo XXXV. De las antiguas y de las nuevas actividades de los maranchoneros (La venta ambulante o “recova”, “El trato”, Una estampa de la vida de nuestros mayores), aunque no hable de esta jerga en ningún momento.
Hasta aquí lo que podríamos considerar como el “estado de la cuestión” de la jerga que estudia Tomás Gismera, cuyo libro La Migaña o Mingaña. Jerga o Jorigonza de tratantes, muleteros y esquiladores de Milmarcos y Fuentelsaz, en Guadalajara, viene a ser un recordatorio y una interesante puesta al día de esta fabla molinesa, casi nuevamente olvidada a pesar de su interés para los estudiosos de la dialectología tradicional.
El librito se divide en siete apartados o capítulos, a cada cual más interesante, partiendo de una pregunta básica: ¿qué es la migaña, cuáles son sus orígenes y cuál su ámbito? Lo contestación se refiere a lo que no es, es decir, ni un idioma, ni un dialecto, sino un código críptico empleado por las gentes que se dedican a un mismo trabajo: tratantes, esquiladores, colchoneros, arrieros y cardadores de la zona molinesa de Fuentelsaz y Milmarcos, que se fue extendiendo a otras localidades cercanas e incluso a provincias limítrofes, a las que acudían y de las que tomaron algunos vocablos que, debidamente, adaptados, unieron a su código, además de otros propios de diversas jergas y jerigonzas: caló, germanía, panocho e, incluso, de otras lenguas: francés, bascuence, etc., por lo que es muy difícil, por no decir imposible, ofrecer una fecha para su origen o nacimiento, aunque, al parecer, ya se utilizase a mediados del siglo XVIII, de modo que después se fue extendiendo hasta dejar su huella entre los alfareros de Priego y de Beteta, así como en las ferias y mercados de Soria y Segovia.
Su nombre -migaña o mingaña-, a nivel popular, quiere decir “me-engaña”, mientras que el Padre Larramendi lo hace derivar del latín palatum (paladar). Otros señalan su procedencia de “mica” (en valenciano miqueta)  o “migaja”, es decir, cosa pequeña, ya que la palabra “migadaña”, como “espantajo”, no nos parece muy convincente.
El segundo apartado describe la forma de vida que llevaban los muleteros, chalanes, tratantes, esquiladores y colchoneros, muchas veces desde un punto de vista literario, en el que en distintas ocasiones salen muy mal tratados, especialmente los maranchoneros, como puede verse a lo largo del escrito publicado por el diario madrileño -republicano y anticlerical- El Globo (11 de marzo de 1879), cosa normal en aquella época, dada la envidia que se les tenía por creerlos “ricachones” (aunque algunos, una minoría, lo fuera). Otro tono más cercano a la realidad es el que recoge La Ilustración Española y Americana (10 de enero de 1870). También escribieron sobre los maranchoneros Pascual Madoz (Diccionario) y Pérez Galdós (Narváez), aunque hubo otros lugares donde el trato era una de las formas de vida: Atienza, Sacedón, etc.
Otro grupo importante lo constituían los esquiladores, que salían de sus pueblos a mediados de abril para regresar hacia el 17 de mayo, a celebrar la fiesta de San Pascual Baylón, volver a salir y regresar nuevamente a finales de junio.
Y ya se entra en el estudio del vocabulario migaño, basado en parte, en multitud de elementos que hoy podríamos considerar arcaísmos, que hemos leído en obras clásicas ampliamente conocidas como La lozana andaluza, El Lazarillo de Tormes, El Buscón o El Quijote, entre otros muchos, además de adquirir impregnaciones, como ya queda dicho, de otras jergas e idiomas, y adaptando propiedades o procedencias de algunas cosas y, en general, del universo particular del grupo: el nombre propio de personas conocidas (afilador/Evaristo, barbero/Mencía), ciudades y pueblos (buitre/Santamera, por los muchos que hay en sus barrancas; dureza/Budia, embustero/Tortuera, por ser considerados “mentirosos compulsivos”; poco/Amayas, “Amayas, sin pan no vayas”; puerta/Somolinos, por ser buenos carpinteros; sal/Tierzo, por sus afamadas salinas de Armallá), parajes, animales (conejo/Garcés) y cosas (peine/Melchor, caldero/Beltrán, dinero/Ruperto, escoba/Bartola), etc.
El tiempo, es decir, los años y sus fracciones se cuentan según recuerdos de hechos acaecidos que dejaron huella en la memoria colectiva: “el año de la guerra”, “el año de la riá”, “el año del hambre”…
Para designar los colores sólo hay dos palabras: palomo/blanco y muino/negro. Y contar se hace siguiendo los tres primeros números y el cinco, uno, dos, tres y cinco, a los que se les llama único, fajo, trinidad y tarin, de donde resulta que el cuatro son dos fajos, el siete, tarin y fajo, etc.
Luego sigue una serie de metátesis, prótesis y aféresis: abajo/abajuelo, arriba/arribudo, claro/Clares, dar/endonar, esquilar/mondar, mucho/amochales, noche/nite, a la que hay que añadir numerosos vocablos procedentes del caló: cama/piltra, duro/machacante, guapa/gallarda, gustar/chistar, nariz/napia, navaja/chaira, peseta/peluquina (aunque en caló, peluco es relój),  de raíz vasca e influencia francesa, latina e italiana y de gacerías y jerigonzas vecinas.
Finaliza el libro con un amplio vocabulario castellano-migaña que ocupa las páginas 49 a 76.
Sin duda un trabajo refrescante en su contenido, que ofrece al lector algunos aspectos poco conocidos de este tipo de hablas provinciales, tan poco estudiado, a pesar de haberse utilizado suficientemente en numerosos escritos: cuentos, leyendas, poesías, como vimos al comienzo de esta reseña.
Sólo me atrevería a ponerle una pega al presente texto: la falta de una bibliografía sobre el tema, aunque ésta, necesariamente, fuera breve.

José Ramón LÓPEZ DE LOS MOZOS