GISMERA VELASCO, Tomás, La Migaña o Mingaña: Jerga o jerigonza de los tratantes, muleteros y
esquiladores de Milmarcos y Fuentelsaz, en Guadalajara, Wroclaw (Poland), Amazon Fulfillment Poland,
2016, 78 pp. [ISBN: 9781523471348].
Hace años, el tema de las fablas o hablas molinesas, o
al menos de alguna de ellas, estuvo en auge, así la migaña o mingaña de
Milmarcos [José Sanz y Díaz, “Fablas del Señorío de Molina. Geografía
lingüística y jergas regionales. (Extinción de la Llamada “migaña”)”, Revista de Folklore, 67 (1896), pp.
11-12]. Después le llegaría el turno a
Fuentelsaz y, finalmente, aunque en menor escala, a Maranchón.
Sobre la migaña
de Milmarcos se escribió con cierta frecuencia en la Revista Cultural e
Informativa de la Asociación de Amigos, Mill-Marcos.
Así, por ejemplo en su número 1 (Diciembre 1979), Fernando Merchán Moreno
publicó un trabajo titulado “En Migaña: La lucera que se dicaron los manfuros”;
en el número 2 (Abril 1980), fue Justo Morales Atienza quien siguió dando a
conocer el habla local con su artículo “En Migaña: Cuando el limes acurvaba
delara”, y en el mismo número, firmado por Un Juanmonda toñis pero no delara,
“En Migaña: Acurbando de Juan monda”; en el número 4 (Abril 1981), Fernando
Merchán continuó por el camino emprendido anteriormente, con “En Migaña: Lucera
gallardo en el noque de los limes” y, para finalizar los ejemplos, en el número
10 (Diciembre 1984), el anteriormente citado Justo Morales hizo una “Traducción
libre a la Migaña”.
Los trabajos sobre esta jerga volverán a aparecer en
las páginas de la revista Mill-Marcos,
pero en su segunda época (véase, por ejemplo, el número 1 (2007), donde se
publicó una explicación sobre “El Regreso” [la 2ª etapa o época], escrita en migaña, que comienza: “A los que chafan
el Calmarza…”, además de una poesía, “Falacia que se las lia”, debida a pluma
de Un cordachero juanmondas -Justo Morales Atienza-).
Quizá más interesante que los trabajos publicados en
la revista Mill-Marcos y arriba
mencionados, sea la publicación de un librito en cuarto menor, que editó la
propia Asociación de Amigos de Milmarcos, titulado Vocabulario de la Mingaña (1979), sin paginar, o el trabajo “La
Migaña de Milmarcos: vocabulario y textos”, dado a conocer en Cuadernos de Etnología de Guadalajara, 20
(1991-4º.), 85-96.
Fueltelsaz no quedaría a la zaga gracias al estupendo
trabajo de María Rosa Nuño Gutiérrez, “El esquileo. Trabajo, cultura y
comunicación en la serranía de Guadalajara”, publicado en Cuadernos de Etnología de Guadalajara, 14-15 (1990, 2º.-3º.), al
que siguieron las traducciones a la migaña
de Blanca Gotor, quien daría a conocer algunos cuentos tradicionales,
archiconocidos, como La Caperucita Roja (sic) (La Cachorra del Casimiro), entre otros, en
los Textos Didácticos de Folklore, editados por la Diputación Provincial a
través de su Escuela de Folklore, el año 2001, y que después volvieron a
publicarse en 2007, en bilingüe castellano-mingaña, para su mejor comprensión
por el lector, para terminar con las adaptaciones realizadas por dicha autora,
en 2011, sobre “La Caperucita Roja” (sic), “El gato con botas”, “¡Amén!” (¡Así acurba!), “La ratita presumida” (La Ponzoñita Profay) y “Los 7
cabritillos y el lobo” (Los 7 Arochillos
Trapenses y el Chacurra de la Matilla), con traducción de Rafael Gotor e
ilustraciones de Carlos Gambarte, en forma de folletos breves editados en Barcelona,
sin olvidar el interesante artículo de José Serrano Belinchón “La Migaña, una
lengua para hablar fuera de casa”, publicado en Nueva Alcarria (abril de 2010) y recuperado después por la
Asociación de Amigos de Milmarcos.
De Maranchón es poco lo que hay sobre la migaña, si exceptuamos el nombre de su
Asociación Cultural y el del boletín que ésta edita, porque es más lo que se ha
escrito acerca de los muleteros: nosotros escribimos “Posibles
orígenes de la muletería maranchonera”, en Revista
de Folklore, 146 (Valladolid, 1993) y también “Realidad y ficción literaria
del maranchonero: muletero, tratante y rico”, en Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, XLVIII (1993), y Evilasio
Rodríguez García, Aúrea Cascajero Garcés y Manuel García Estrada, escribieron
“Guadalajara y Maranchón: Peculiaridades migratorias”, en Cuadernos de Etnología de Guadalajara, 28 (1996), pero quien más
profundizó en el tema fue Nicanor Fraile, en su libro Maranchón (mi pueblo) (1994), especialmente en el capítulo XXXV. De
las antiguas y de las nuevas actividades de los maranchoneros (La venta
ambulante o “recova”, “El trato”, Una estampa de la vida de nuestros mayores),
aunque no hable de esta jerga en ningún momento.
Hasta aquí lo que podríamos considerar como el “estado
de la cuestión” de la jerga que estudia Tomás Gismera, cuyo libro La Migaña o Mingaña. Jerga o Jorigonza de
tratantes, muleteros y esquiladores de Milmarcos y Fuentelsaz, en Guadalajara,
viene a ser un recordatorio y una interesante puesta al día de esta fabla
molinesa, casi nuevamente olvidada a pesar de su interés para los estudiosos de
la dialectología tradicional.
El librito se divide en siete apartados o capítulos, a
cada cual más interesante, partiendo de una pregunta básica: ¿qué es la migaña, cuáles son sus orígenes y cuál
su ámbito? Lo contestación se refiere a lo que no es, es decir, ni un idioma,
ni un dialecto, sino un código críptico empleado por las gentes que se dedican
a un mismo trabajo: tratantes, esquiladores, colchoneros, arrieros y cardadores
de la zona molinesa de Fuentelsaz y Milmarcos, que se fue extendiendo a otras
localidades cercanas e incluso a provincias limítrofes, a las que acudían y de
las que tomaron algunos vocablos que, debidamente, adaptados, unieron a su
código, además de otros propios de diversas jergas y jerigonzas: caló,
germanía, panocho e, incluso, de otras lenguas: francés, bascuence, etc., por
lo que es muy difícil, por no decir imposible, ofrecer una fecha para su origen
o nacimiento, aunque, al parecer, ya se utilizase a mediados del siglo XVIII,
de modo que después se fue extendiendo hasta dejar su huella entre los
alfareros de Priego y de Beteta, así como en las ferias y mercados de Soria y
Segovia.
Su nombre -migaña
o mingaña-, a nivel popular,
quiere decir “me-engaña”, mientras
que el Padre Larramendi lo hace derivar del latín palatum (paladar). Otros señalan su procedencia de “mica” (en valenciano miqueta)
o “migaja”, es decir, cosa
pequeña, ya que la palabra “migadaña”, como “espantajo”, no nos parece muy
convincente.
El segundo apartado describe la forma de vida que
llevaban los muleteros, chalanes, tratantes, esquiladores y colchoneros, muchas
veces desde un punto de vista literario, en el que en distintas ocasiones salen
muy mal tratados, especialmente los maranchoneros, como puede verse a lo largo
del escrito publicado por el diario madrileño -republicano y anticlerical- El Globo (11 de marzo de 1879), cosa
normal en aquella época, dada la envidia que se les tenía por creerlos “ricachones”
(aunque algunos, una minoría, lo fuera). Otro tono más cercano a la realidad es
el que recoge La Ilustración Española y
Americana (10 de enero de 1870). También escribieron sobre los maranchoneros
Pascual Madoz (Diccionario) y Pérez
Galdós (Narváez), aunque hubo otros
lugares donde el trato era una de las formas de vida: Atienza, Sacedón, etc.
Otro grupo importante lo constituían los esquiladores,
que salían de sus pueblos a mediados de abril para regresar hacia el 17 de
mayo, a celebrar la fiesta de San Pascual Baylón, volver a salir y regresar
nuevamente a finales de junio.
Y ya se entra en el estudio del vocabulario migaño, basado en parte, en multitud de
elementos que hoy podríamos considerar arcaísmos, que hemos leído en obras
clásicas ampliamente conocidas como La
lozana andaluza, El Lazarillo de
Tormes, El Buscón o El Quijote, entre otros muchos, además
de adquirir impregnaciones, como ya queda dicho, de otras jergas e idiomas, y
adaptando propiedades o procedencias de algunas cosas y, en general, del
universo particular del grupo: el nombre propio de personas conocidas
(afilador/Evaristo, barbero/Mencía), ciudades y pueblos (buitre/Santamera, por los muchos que hay en sus
barrancas; dureza/Budia, embustero/Tortuera, por ser considerados “mentirosos
compulsivos”; poco/Amayas, “Amayas, sin pan no vayas”; puerta/Somolinos, por ser buenos carpinteros;
sal/Tierzo, por sus afamadas salinas
de Armallá), parajes, animales (conejo/Garcés)
y cosas (peine/Melchor, caldero/Beltrán, dinero/Ruperto, escoba/Bartola),
etc.
El tiempo, es decir, los años y sus fracciones se
cuentan según recuerdos de hechos acaecidos que dejaron huella en la memoria
colectiva: “el año de la guerra”, “el año de la riá”, “el año del hambre”…
Para designar los colores sólo hay dos palabras: palomo/blanco y muino/negro. Y contar se hace siguiendo los tres primeros números y
el cinco, uno, dos, tres y cinco, a los que se les llama único, fajo, trinidad y tarin, de donde resulta que el cuatro son dos fajos, el siete, tarin y
fajo, etc.
Luego sigue una serie de metátesis, prótesis y
aféresis: abajo/abajuelo, arriba/arribudo, claro/Clares, dar/endonar,
esquilar/mondar, mucho/amochales, noche/nite, a la que hay que añadir numerosos vocablos procedentes del
caló: cama/piltra, duro/machacante, guapa/gallarda, gustar/chistar,
nariz/napia, navaja/chaira, peseta/peluquina (aunque en caló, peluco
es relój), de raíz vasca e influencia
francesa, latina e italiana y de gacerías y jerigonzas vecinas.
Finaliza el libro con un amplio vocabulario
castellano-migaña que ocupa las páginas 49 a 76.
Sin duda un trabajo refrescante en su contenido, que
ofrece al lector algunos aspectos poco conocidos de este tipo de hablas
provinciales, tan poco estudiado, a pesar de haberse utilizado suficientemente
en numerosos escritos: cuentos, leyendas, poesías, como vimos al comienzo de
esta reseña.
Sólo me atrevería a ponerle una pega al presente
texto: la falta de una bibliografía sobre el tema, aunque ésta, necesariamente,
fuera breve.
José Ramón LÓPEZ DE LOS MOZOS
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