ALONSO CONCHA,
Teodoro, Historia de Tartanedo. Una aldea
en el Mundo (1366-2016), Guadalajara, Excmo. Ayuntamiento de Tartanedo/Aache
Ediciones, 2015, 351 pp. ISBN 978-84-15537-80-9.
En primer lugar me gustaría dejar constancia de dos
aspectos que encuentro de gran valor en este libro: el primero es el interés
que se ha tomado el Ayuntamiento de Tartanedo para que una persona docta escriba
acerca de su historia con el fin de que sea mejor conocida por todos, y el
segundo, que la elección de esa persona haya recaído en Teodoro Alonso Concha,
profesor de Filosofía en varios Institutos de Enseñanza Media, pero sobre todo
amante de la cultura de su pueblo y de la tierra molinesa, amor y preocupación
universal por su patrimonio, que ha puesto de manifiesto a través de varias
publicaciones anteriores, como el bellísimo libro Ángeles de Tartanedo y el no menos interesante La Arquitectura Popular en Tierra Molina, una arquitectura que si
Dios y la despoblación gradual no lo remedian desaparecerá en pocos años.
Teodoro Alonso, como señala en el prólogo a su libro,
tuvo la suerte de vivir los aspectos propios de la vida tradicional de su
pueblo: Tartanedo, que tanto le ha servido para escribir el capítulo destinado
a la “aldea global”: la explotación de la tierra y la ganadería, los trabajos
cotidianos y los comunales, el ciclo festivo y la dolorosa emigración y vivir
también ese otro periodo -de transición- hacia una, en teoría, sociedad
industrial avanzada.
Y, precisamente, para que ni la historia de la citada “aldea”,
ni sus costumbres se cubran con el grisáceo polvo del olvido, ha escrito este
libro, que fundamentalmente consta de cuatro apartados, y que abarca desde la
época medieval -la aldea de los treinta fuegos-, hasta casi el momento actual,
pasando por aquellos momentos, que en tantos lugares dejaron huella imborrable,
como fueron las guerras de Sucesión y de la Independencia, las
desamortizaciones de Mendizábal y de Madoz, la República, ya que
afortunadamente la última Guerra Civil fue algo que quedaba lejos, aunque
algunos de sus hijos muriesen en el frente ya que en pueblo no se oyó un solo
disparo.
El libro ha sido escrito con una múltiple pretensión:
que no se quede en un mero relato “localista”, para lo cual ha incardinado a
Tartanedo en un contexto histórico más amplio: el Señorío, la provincia, la
región, el país…, tratando, a la vez, de escribir una historia -o, mejor dicho,
una aproximación histórica- lo más rigurosa posible, contando con las
relativamente escasas fuentes documentales disponibles, sin olvidar al pueblo
llano, a los labradores y pastores, ni a los que viven de sus manos -cosa rara
de encontrar en las fuentes escritas, puesto que, por lo común, la autoría de
dichas fuentes se debe a clérigos y nobles a los que el pueblo sencillo y
humilde no importaba demasiado: campaneros, panaderos, sastres, maestros…-,
aunque quienes ocupen más páginas sean precisamente personajes destacados en el
mundo eclesiástico y en el de la nobleza: la beata María de Jesús López Ribas
(la “letradillo” de Santa Teresa de Jesús), el arzobispo Manuel Vicente
Martínez y Jiménez, obispo de Astorga y, posteriormente, de Zaragoza, y el de
Cádiz y Algeciras, Javier Utrera Pérez, junto a miembros de las familias Rivas
y Montesoro, entre otras.
Pero junto a este patrimonio -“humano” y documental o
escrito-, se conservan también otros documentos que son los arquitectónicos
(construcciones) y las obras de arte, como las copias de El juicio de Salomón, de Rubens y El martirio san Bartolomé, de Jusepe Ribera, además de la conocida
serie de los doce Ángeles, llamados de Tartanedo, de origen o influencia
virreinal, tal vez del Cuzco peruano, que se conservan en ese maravilloso “estuche”
que es la iglesia parroquial de san Bartolomé, románica en su origen, claros
ejemplos del arte “culto” universal, aunque el “popular”, construido también en
piedra, esté magníficamente representado a través de viviendas, ermitas y
pairones.
Es, pues, un libro amplio, al que pocas cosas se le
escapan. Desde el nacimiento de Tartanedo como aldea en la Edad Media, va
evolucionando, dejando atrás unas cosas, pero creando otras nuevas, de aquel
románico se pasa al gótico, al renacimiento y al barroco, lo mismo que sucedió
con sus gentes, cuya evolución se analiza entre los siglos XVI y XVIII. Gentes
-“almas”, como entonces se decía- que conformaban “hogares”, “lumbres” o
“vecinos”, que con su fe dieron paso a la creación de tantas cofradías -como
las del Rosario, de San Sebastián y de la Vera Cruz y del Señor-, a
capellanías, mandas y prebendas, tanto para la propia Iglesia, como para el
socorro de vecinos y transeúntes, a través de sencillos hospitales de acogida.
Luego, como ya hemos visto, estaban los hidalgos: Los
Rivas (o Ribas) y, asociado a ellos y a los Montesoro, Miguel Sánchez de Traid,
un potentado ganadero fundador en 1557 de una capilla en la iglesia de
Tartanedo, que posteriormente adecentó -en 1741- Carlos Andrés Montesoro y
Ribas, con un altar y su retablo. Además había al menos seis familias que
gozaban del título de hidalguía: Badiola, Utrera, Arias, Guillén, Malo de
Hombrados y Crespo.
En el capítulo cuarto, titulado “La aldea global”, Teodoro
Alonso realiza un estudio, no muy extenso pero suficientemente clarificador, de
la evolución de la propiedad y explotación de la tierra en el siglo XX,
centrándose principalmente en la ganadería como fuente de riqueza desde tiempos
pasados, que da paso al tema de “Los trabajos y los días”, que reparte
siguiendo el ciclo anual, que comienza por el otoño, momento en que tiene lugar
el transporte del grano, el desenterrar de las patatas y la remolacha y el
abastecimiento de leña; el invierno, que se solía destinar a la reparación de
edificios y aperos, al acarreo de la paja y los ciemos, a dar la vuelta a los
muladares y, por fin, a la matanza del cochino, con todo lo que ello entrañaba
para una economía familiar de subsistencia, además de para la comunidad vecinal,
y, ya al final de la estación hiemal, cuando los días alargaban, la siembra de
los cereales de ciclo corto: cebada, avena, legumbres, etc., para continuar con
la primavera, con el barbecheo, la escarda y el binado, necesario para eliminar
malas hierbas y airear la tierra, hasta completar el ciclo con el verano y sus
labores tradicionales de la siega, el acarreo, la trilla y el almacenaje de los
productos resultantes.
Método similar al anterior es el que se emplea a la
hora de dar a conocer las festividades propias de cada estación. Así, en
invierno, la celebración de Nochebuena,
con una hoguera que se hacía con la leña que se pedía casa por casa para
“calentar al Niño Dios”, Navidad y Año Nuevo; seguía el día de los santos Inocentes y el de los Reyes Magos y, después, los carnavales, que daban paso a la cuaresma. En primavera era tradicional
celebrar la Semana Santa, el rezo de las letanías y la cruz de Mayo -con la bendición de campos-, seguidas por el Corpus y la asistencia a determinadas
fiestas que tenían lugar en pueblos aledaños: La Soldadesca, de Hinojosa; San
Juan, en Concha y San Isidro, en
Labros. Ya en verano se celebraba la fiesta del patrón del pueblo, san Bartolomé, el 24 de agosto, que por
razones agrícolas se trasladaba al 20 de septiembre, y también se solía ir a
las ferias de Molina y de Milmarcos. En otoño no se olvidaba el
día de Todos los Santos ni el de los fieles Difuntos y el ocho de
diciembre de recordaba a la Inmaculada,
de rancia tradición en todo el Señorío molinés.
Lejos queda ya la galería de oficios que retrata
Teodoro Alonso, compuesta por el herrero, el hornero, el sacristán, el
zapatero, el boticario, el confitero, el sastre, el capador, los esquiladores y
hasta los húngaros, además del cura y el maestro, que con la evolución de los
tiempos ya no son necesarios, excepto en algunos casos concretos.
Hoy los tiempos han cambiado y el pueblo se ha
modernizado y, aunque cuenta con menos vecinos que en el siglo XIV, la
comodidad y los servicios que gozan, gracias a las correctas actuaciones
políticas y al aporte económico que significa la instalación de los dos parques
eólicos, hubiesen sido inimaginables en los “cercanos” años sesenta o setenta.
Quizá la mejor y más gráfica forma de explicarlo esté en la propia portada del
libro, en la que aparece la torre de la iglesia, como símbolo del pasado, junto
a un molino eólico, representante del momento actual. Ambos se dan la mano en
esta entrada a la Historia de Tartanedo.
Una aldea en el mundo (1366-2015) que ha escrito Teodoro Alonso.
Un libro, reitero, amplio en contenidos, serios y
rigurosos, y que cumple con creces los cometidos que su autor se propuso al
escribirlo, cuya lectura -por si fuera poco- es amena y su edición, llevada a
cabo por Aache, inmejorable.
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