El cólera en
Guadalajara (1834-1885)
Antonio Herrera Casado
La última, por ahora, de las obras escritas por
Tomás Gismera Velasco, es una monumental historia de la asistencia sanitaria en
la provincia de Guadalajara, a lo largo del siglo XIX, llevada de la mano de un
hecho casi anecdótico, pero siempre temido y realmente sobrecogedor en sus
días: las diversas epidemias de “cólera morbo” que asolaron pueblos y campiñas,
dejando por todas partes muertos y desolación.
Este libro, editado por el propio autor, tiene un
total de 256 páginas y no lleva más ilustraciones que los cuadros sinópticos
imprescindibles para entender cantidades y evoluciones de epidemias y muertos.
La presentación del libro, a modo de prólogo, corre a cargo del doctor Sanz
Serrulla, académico correspondiente de la Real de Medicina, y seguntino
estudioso en otros varios libros de esos temas cruciales de la sociedad como es
la evolución de la medicina, sus formas de practicarla y sus beneficios
progresivos sobre la población. Ya en sus palabras el Dr. Sanz nos da la
dimensión real de este libro, y es el estudio con pormenor de cifras y
abundancia de anécdotas, de las cuatro epidemias de cólera que asolaron nuestra
provincia: en 1834 la primera, y las del 53,60 y 85 después, dejando entre todas
un cúmulo de provisiones, de prevenciones y de normas que hicieron avanzar la
medicina y, sobre todo, la profilaxis ambiental, alcanzando a partir de finales
del siglo un muy halagador sistema de conducciones de agua, depuraciones,
limpiezas de calles, de casas y de personas que abocaron en el moderno concepto
de la higiene como factor determinante en la evitación de epidemias.
La obra de Gismera Velasco es ingente. Con este
libro quedó finalista en el premio de Historia “Provincia de Guadalajara” de
2011. Aunque no ganó, el interés del tema, y lo bien ejecutado de la
investigación suponía una pena no poder contar con la obra editada. Esta tarea,
con lo que supone de esfuerzo y sobre todo de riesgo económico, la ha asumido
el autor, y por ello recibe ya nuestro primer aplauso. Después llega el valor
de lo que cuenta, que tratamos aquí de resumir y dejar en sucinta visión,
invitando a cuantos estén interesados por conocer todos los aspectos de la
historia de nuestra tierra a que se hagan con un ejemplar de esta obra, que a
nuestra Revista ha entregado, amablemente dedicada, el autor.
Situación de la provincia
Cuatro fueron las grandes epidemias que padeció
España a causa del cólera, la primera en 1834, cuando era todavía una
enfermedad por completo desconocida en una gran parte de Europa, se desconocía
su propagación y se confundían sus efectos. A España, esas cuatro grandes
epidemias, 1834-35, 1855-56, 1865 y 1884-85, le costaron cerca de millón y
medio de muertos, a Guadalajara cerca de 15.000, lo que vendría a suponer el 8
o el 10 por ciento de su población.
Uno a uno, Gismera hace un recorrido por todos y
cada uno de los pueblos en los que se dieron casos de cólera: cerca de 40 en
1834; alrededor de 300 en 1855; 9 en 1865 y 36 en 1885; relatando las vivencias
ocurridas en cada uno, con historias que hoy en día nos parecerían
espeluznantes.
Cuando en 1833 el cólera hizo su aparición por el
puerto de Vigo, conforme relata Gismera en su obra, tan solo podía hacerse una
cosa: “rezar”. Fue el consejo, y la Real orden, que dictó Fernando VII.
Seguiría siendo, el rezo y la encomienda a Dios, el remedio general a lo largo
del siglo, “el ministro del ramo, en 1855, aconsejó al Gobernador de Avila
(relata Gismera), encomendarse a su paisana Santa Teresa, que no permitiría que
su provincia se viese afectada”. Las iglesias permanecían abiertas noche y día,
con la exposición permanente del Santísimo, y las procesiones y rogativas
fueron habituales en cualquier parte. En algunos casos esas rogativas pasaron a
convertirse en tradición “como el caso de Horche y la procesión del medio real,
en recuerdo del que cada vecino puso para costear la iluminación de la Virgen
de la Soledad”.
Como se ve, el libro es no solo la crónica de unos
hechos, la constatación de unos testimonios, sino la expresión de una
mentalidad, viva y latiente en ese siglo, no tan lejano todavía.
La Serranía de Atienza fue una de las comarcas que, tradicionalmente, quedaron libres en su mayor parte, en las cuatro invasiones. El clima frío y la escasez de aguas estancadas, (principal foco de infección), favorecieron ese salvamento. En la primera oledada, el cólera pasó casi de largo por la Serranía, alcanzando tan sólo a Tamajón, Sigüenza, Negredo e Imón, ya avanzado el mes de octubre.
La Serranía de Atienza fue una de las comarcas que, tradicionalmente, quedaron libres en su mayor parte, en las cuatro invasiones. El clima frío y la escasez de aguas estancadas, (principal foco de infección), favorecieron ese salvamento. En la primera oledada, el cólera pasó casi de largo por la Serranía, alcanzando tan sólo a Tamajón, Sigüenza, Negredo e Imón, ya avanzado el mes de octubre.
“El de Imón fue un caso excepcional. Fallecieron
cerca de sesenta personas, la última el 7 de diciembre, (así lo refiere Gismera
en su libro, haciendo relación, uno a uno, de todos los fallecidos), que
comenzaron a enterrarse en la iglesia, como era costumbre, terminando por habilitar
un cementerio junto a la ermita de la Soledad, donde el 12 de noviembre se dio
sepultura al primer cadáver y el día 14 tuvieron que habilitar uno nuevo,
porque se quedaron sin espacio”. El entonces cura del lugar, Miguel Rupérez,
tras la última partida de defunción añadió “que al fin se había detenido el
brazo de la justicia divina”.
En la siguiente epidemia, la de 1855 (cerca de 10.000 muertos en tres meses en la provincia de Guadalajara), afectó a todas las comarcas por igual, si bien Atienza volvió a quedar a salvo, aunque algunos atencinos no se libraron, entre ellos Sinforoso Zúñiga, que se encontraba tomando las aguas en el balneario de Trillo, lugar en el que a pesar de haber tomado medidas preventivas más “modernas”, murieron muchos visitantes.
La última y más documentada epidemia, la de 1885, tras la férrea censura que rodeó la de 1865 que pasó por Guadalajara sin hacer apenas daño “aunque en Madrid se llevó al Gobernador al que tocó sacar a la provincia de la miseria, el briocense Matías Bedoya”, tuvo, según Gismera, un preámbulo en Molina de Aragón en diciembre de 1884: “quienes pudieron abandonaron la ciudad, que quedó totalmente desabastecida, tan sólo una docena de arrieros de Selas se atrevieron a prestar ayuda, llevando cargas de leña”.
En la siguiente epidemia, la de 1855 (cerca de 10.000 muertos en tres meses en la provincia de Guadalajara), afectó a todas las comarcas por igual, si bien Atienza volvió a quedar a salvo, aunque algunos atencinos no se libraron, entre ellos Sinforoso Zúñiga, que se encontraba tomando las aguas en el balneario de Trillo, lugar en el que a pesar de haber tomado medidas preventivas más “modernas”, murieron muchos visitantes.
La última y más documentada epidemia, la de 1885, tras la férrea censura que rodeó la de 1865 que pasó por Guadalajara sin hacer apenas daño “aunque en Madrid se llevó al Gobernador al que tocó sacar a la provincia de la miseria, el briocense Matías Bedoya”, tuvo, según Gismera, un preámbulo en Molina de Aragón en diciembre de 1884: “quienes pudieron abandonaron la ciudad, que quedó totalmente desabastecida, tan sólo una docena de arrieros de Selas se atrevieron a prestar ayuda, llevando cargas de leña”.
Anécdotas provinciales
En el interesante libro de Tomás Gismera, se hace
relación de los motines de Cifuentes, el malestar de los comerciantes de
Molina, el acordonamiento de Milmarcos, los sucesos de Brihuega, los fastos de
Tamajón al concluir la epidemia… Si bien no registra casos de excesiva
deshumanización como en algunas otras provincias sucedieron “en un lugar, no
importa cual, la maestra, atacada del cólera, fue expulsada de la población con
su marido y cinco hijos. La mujer, refugiada en una alcantarilla tuvo que
enterrar al marido, los hijos mayores a la madre. Cuando fueron rescatados
encontraron a dos de ellos, de tres y siete años, que habían enterrado a los
hermanos, y contaron el caso…”
El autor enumera con detalle de investigador minucioso los médicos y farmacéuticos que intervinieron, alcaldes que destacaron, o hermanas de la Caridad “que llevaron a cabo una labor callada y ejemplar por toda la provincia y fuera de ella, algunas desde Guadalajara pasaron a Aranjuez, llamadas por su entonces Alcalde, Rafael Almazán, farmacéutico de profesión y natural de Guadalajara”, y se detiene sobre todo en Jadraque, donde la epidemia se cebó por tres veces con la población, la última, que costó algo más de cien muertos, fue acometida por los médicos Bibiano Contreras y Félix Layna levantando tiendas de campaña, a modo de hospitales, en los cerros, donde eran aislados los enfermos. Layna, padre del historiador y cronista, también se vio acometido por el mal, lo mismo que la familia, que dejó a uno de sus hijos en aquel cementerio.
El autor enumera con detalle de investigador minucioso los médicos y farmacéuticos que intervinieron, alcaldes que destacaron, o hermanas de la Caridad “que llevaron a cabo una labor callada y ejemplar por toda la provincia y fuera de ella, algunas desde Guadalajara pasaron a Aranjuez, llamadas por su entonces Alcalde, Rafael Almazán, farmacéutico de profesión y natural de Guadalajara”, y se detiene sobre todo en Jadraque, donde la epidemia se cebó por tres veces con la población, la última, que costó algo más de cien muertos, fue acometida por los médicos Bibiano Contreras y Félix Layna levantando tiendas de campaña, a modo de hospitales, en los cerros, donde eran aislados los enfermos. Layna, padre del historiador y cronista, también se vio acometido por el mal, lo mismo que la familia, que dejó a uno de sus hijos en aquel cementerio.
Testimonios vivos
De los testimonios hallados por Gismera en su ejemplar investigación, destaca una “Memoria del cólera padecido en Guadalajara en 1855”, redactada por el doctor Román Atienza, prácticamente desconocida e inédita hasta ahora, encontrada en una publicación de 1857 de la Facultad de Medicina de Madrid; sin que falten algunos otros testimonios: la carta de los vecinos de Yebra relatando a la Reina lo acontecido en aquella población, y el servicio de su médico, Clemente Ascarza; los relatos inéditos en los que se da cuenta de los padecimientos de Brihuega; el comportamiento ejemplar del conde de Priego sobre lo sucedido en Castilnuevo, los estudios medicinales de Pascual Bailón Hergueta en Molina de Aragón, o el desarrollo del cólera en Jadraque, según las memorias también inéditas de Félix Layna, médico de Jirueque, Medranda y Jadraque y en las que, -cuenta Gismera- confiesa que allí “morían hasta los gatos”.
El coste de la epidemia de 1855 se tasó para
España en treinta millones de reales, y, para hacernos una idea, un jornalero
ganaba poco más de cinco o seis reales diarios”. La mayoría de los municipios
tuvo que gastar en unos meses el doble del presupuesto municipal para todo el
año. Tan asoladas quedaron las economías, cuenta Gismera, que la suscripción
popular llevada a cabo en la provincia en 1885 para ayudar a los necesitados no
alcanzó a las 4.000 pesetas, cuando meses antes se habían recaudado más de
30.000 para ayudar a las familias de Málaga afectadas por un terremoto.
Si la población padeció sufrimientos y sacrificios sin cuento, viendo morir familias enteras, en este libro queda clara constancia de los principales héroes de estas epidemias, y que no fueron otros que los médicos y farmacéuticos, a los que se debería levantar un monumento, solo por la abnegada participación profesional que en esos duros momentos tuvieron que desarrollar.
Si la población padeció sufrimientos y sacrificios sin cuento, viendo morir familias enteras, en este libro queda clara constancia de los principales héroes de estas epidemias, y que no fueron otros que los médicos y farmacéuticos, a los que se debería levantar un monumento, solo por la abnegada participación profesional que en esos duros momentos tuvieron que desarrollar.
Bastantes de esos médicos y farmacéuticos murieron
desempeñando su trabajo, siéndoles luego reconocidas, a sus familias, que
quedaron totalmente desamparadas, las primeras pensiones vitalicias que se han
dado en España. Por dejar constancia, como lo hace Tomás Gismera en su obra, de
los nombres de aquellos profesionales abnegados, quiero que consten aquí sus
nombres, sus circunstancias escuetas: Domingo Delgado y Telesforo Ambite,
médico y farmacéutico de Loranca de Tajuña; Vicente Ballesteros, de
Campisábalos; Antonio Sagredo, de Prados Redondos; Manuel Pérez Manso, de La
Isabela; Basilio Salido Arteaga, de Brihuega; Joaquín Sierra, de Campillo de
Dueñas; Ignacio Sánchez Yagüe, de Jadraque; Victoriano Ibáñez, de Yebra; Manuel
Gaitor, de Valsalobre; Juan Antonio Torrijos, de Bujalaro; Saturnino Hernández,
de Peñalver; Pedro López, de Villel de Mesa; Andrés Matamala, de Canredondo;
Bernardo Ibarrola, de Tortuera; Pedro del Olmo, de Palazuelos; Francisco
Luilis, de Alustante; Juan Matamala, de Castejón de Henares; Gabriel Cortijo,
de Torre del Burgo o Francisco Hijosa, de Aranzueque; así como los curas de
Campisábalos, Pedro Hernández; el de Sacedón, Benigno García; el de
Huertahernando, José Polo, o el de Ruguilla, Félix Mozandiel.
Si de algo positivo sirvieron esas terribles
epidemias de cólera en la España del siglo XIX, que tanto dolor y tanta pobreza
trajeron al país, cabría reseñar el avance que, sobre todo en materia
preventiva, hizo la Medicina de aquel siglo, con la salida a la palestra de la
Higiene como opción personal y social, y de las medidas de adecuación de
surtido de aguas, de entierro de cadáveres, etc. Desde entonces es la
costumbre, que hoy parece natural, de construir los cementerios fuera de las
poblaciones. Antes a los muertos se les enterraba en la nave principal de las
iglesias, o en los jardines y espacios delante de ellas. Con estas terribles
desgracias sociales, se pasó a encalar los templos y a enterrar a la gente en
la lejanía.
En definitiva, un libro de enorme interés, por sus
curiosidades, y de alto valor histórico, porque con toda nitidez y exactitud
nos da documentación de un periodo (el siglo XIX) y de unos hechos (las
epidemias de cólera) que también verdad, dolorosa verdad, en nuestra provincia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tu opinión sobre este libro nos interesa. Escríbela aquí.