lunes, 13 de agosto de 2012

Castilla y otras islas


CAMPO, Jesús del, Castilla y otras islas, Barcelona, Editorial Minúscula (col. Paisajes narrados, 22), febrero 2008, 200 pp. (ISBN: 978-84-95587-38-1).

Salió este libro en el año 2008 y es ahora cuando lo he descubierto, casi de casualidad.
Se trata de un libro de narrativa interesante y bellísimamente escrito, más bien de viajes que de historia, donde ésta última aparece como telón de fondo o como motivo principal que alcanzar a través de diversos viajes en busca de algunos pueblos de Castilla.
Su autor, ya curtido en esto de la escritura, sigue la premisa de que “la rebeldía ante las convenciones del llamado mundo real es el primer mandamiento del viajero”.
Aquí, en esta obra, aparecen historias y pueblos, evocados con gran finura literaria, que se entremezclan con personajes de otras tierras y lugares, muchas veces lejanos, que se asoman a ella como por arte de magia, por asociación de ideas en algunos casos, como apariciones momentáneas o rellenando un paisaje.
Es interesante destacar que los viajes se hacen, normalmente, en tiempo de otoño, cuando los campos no son tan pesados y la historia se agazapa entre los pliegues del terreno, muchas veces bajo la lluvia y cuando los árboles, desnudándose, agitan sus ramas al viento.

Suena una música de fondo. Música que suele acompañar al viajero y a su evocación con los antiguos sones a lo Mudarra, a lo Gaspar Sanz o a lo Tomás Luis de Vitoria, en contraposición a ese otro mundo ¿popular? -o simplemente hortera- que se encuentra cuando llega, pongamos por caso, a un determinado pueblo, donde la radio emite una de las muchas “creaciones” de Los Chunguitos o del Fary.
Las gentes suelen ser amables, aunque hay veces que sus ocupaciones no les dejan tiempo suficiente como para entablar contacto con el viajero que, al parecer, quiere contemplar in situ aquellos lugares que fueron determinantes en tal o cual batalla o acampada cidiana.
O simplemente pasear por la plaza donde se instaló la horca donde un día no muy lejano pendió el cuerpo de D. Juan Martín “el Empecinado”, en Roa, después de haber sido muerto a bayonetazos en la jaula donde era expuesto y en la que no pudo defenderse. Bajo los soportales hay bares y tiendas de electromésticos.  
El Cid, con su recorrido del destierro; el Empecinado, con su larga peripecia bélica; Carlos II, con su viaje; lord Wellington en tierras salmantinas, cuando lo de los Arapiles… Tantas evocaciones y recuerdos, que la historia, tantas veces, trata de retorcer y desfigurar.
Por eso, la lectura de este libro se  hace rápida y fácilmente comprensible, puesto que los paisajes, las calles, plazas y palacios, las casas sencillas, los caminos y carreteras, los ríos que convergen en un punto, están tan bien definidos que su descripción no permite irse por otros derroteros, aunque siempre cabría la posibilidad…
Y si el lector también es viajero, miel sobre hojuelas, porque comprenderá con mayor facilidad los pensamientos que le surgen al autor: mientras conduce (atento a la posible Guardia Civil camuflada a la caza de paganos), o mientras camina por senderos embarrados en busca de tal o cual paraje que “el paisano” o “la paisana” de turno, aborígenes ambos, no han sabido indicar con claridad, o mientras un amable lugareño le hace un croquis en una hoja de papel bajo una lluvia pertinaz que no empece para que el viajero se adentre en el paisaje que sirvió de escenario de la batalla o del recuerdo o de la simple evocación.
Salen a la palestra otros personajes más alejados, como el señor de Montaigne, d’Artagnan, Ricardo Corazón de León y tantos otros que se engarzan en la historia literaria del viaje y hacen que se cumpla lo que éste persigue y que no es otra que el mismo hecho de viajar, puesto que cuando se acaba el viaje, comienza lo literario o, mucho mejor, se entremezclan y dan (o pueden dar) como resultado este sencillo libro, ameno y amable, que tanto es de agradecer, ya que no son muchos los de esta temática -de viajes- que se asoman a los escaparates de las librerías y sí, muchos más, los que avasallan al lector con infinitos datos de cómo llegar y qué ver, sin apenas dejar paso a la libertad de imaginación que se logra con el callejeo.
Por eso, a veces, merece tanto la pena viajar a la buena de Dios, a donde a uno le lleve el coche, sin fines concretos y cuando se llegue a un sitio que le diga algo, pararse y ruar lentamente, degustando las cosas sencillas: un llamador, un alero, el humo que sale de una chimenea, la gente que camina presurosa bajo la lluvia o bajo el sol abrasador de la tarde de verano… y si se va a Santiago de Compostela, se va cuando llueve y si se va a Almería, en agosto cuando el calor… para ver la realidad que hará que todo se convierta en más irreal.
En fin, un libro este de Jesús del Campo que alegra la vida, que hace pensar por contrapunto y comparación, que significa un balón de oxígeno ante tanto libro que llena muchas páginas y nada dice, y que conduce al lector por los mismos caminos que siguió el autor, haciéndole alcanzar las mismas metas, pues que el paisaje y la historia se hacen viaje y al revés.
Me ha gustado tanto este libro que se me olvidaba decirles que las páginas 138 a 143 se dedican a la villa atencina en día neblinoso.
El autor recorre sus callejas y contempla las iglesias: “A mi derecha distingo la iglesia de Santa María del Rey, y el cementerio de bien ordenadas tumbas que hacen ver que los vivos han aprendido con el tiempo a enterrar a sus muertos con más fuste y mejor disposición que a arreglar la propia existencia”, y habla con Don Agustín, ese hombre culto que se empeñó en hacer de Atienza una auténtico museo de arte, arqueología y paleontología.
Aparecen los recuerdos del rey Alfonso “el de las Navas” y de DuGuesclín, y también de Don Álvaro de Luna, el condestable y del comunero Juan Bravo.
Y al final, el viajero pregunta por la ermita de la Virgen de la Estrella, cerca de la señal que indica el Camino del Cid…

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