GARCÍA MARQUINA, Francisco, Cartas a deshora, Alicante, Editorial Agua Clara, S. L., (col.
Anaquel poesía 85), marzo 2011, 40 pp.
Un jurado compuesto por Luis Alberto de Cuenca,
Rosario Gutiérrez, Joan Margarit y María Vicenta Montoliu concedió a este
libro, que consta de once poemas, el 16é
Premi “Tardor” de Poesia. Castelló de la Plana 2010.
Son unos poemas, para quien esto escribe,
bellísimos, si consideramos “belleza” o al menos una parte de ella, todo
aquello que subyace en lo que aparentemente se ha olvidado y se regresa al
pensamiento y aún a la realidad, como sin querer llegar a ella, de una manera
remolona, hasta llegar a eso tan definitivo que no queríamos alcanzar. Hay una
doble visión del mundo en estos poemas, cierta aparente dejadez: “te mando una
postal de cualquier plaza” (me da igual); “Te pongo unas palabras que me
encontré en la plaza” (no eran mías, no eran mis palabras, pero después de
haberlas encontrado, de haberlas oído en boca de otros, ya lo son, son mi propiedad,
las asumo como mías, porque estaban flotantes a la espera de otra boca que las
dijera)...
Y esa dejadez tan cercana, ese estado que me
recuerda a la sensación de aturdimiento que se tiene cuando se ha dormido
profundamente y se despierta de repente: “Te confieso mi nombre, la pura
realidad que siempre llevo como un fracaso crónico pues no he podido ser en
esta vida otra cosa que yo”. Sí, eso es sólo lo que tengo, lo único que poseo:
mi fracaso crónico, puesto que a pesar de no querer ser yo, lo soy desde
siempre.
Y el destiempo, -esa carta de Alejandro Pushkin a Marina
Tsvietáieva- en que las fechas juegan el más importante factor común (los más
de noventa años de diferencia), o el tiempo que pasa para ambos, para la amada
y el amado, a la vez, aún a sabiendas que “hay un muro de fechas que me aleja
de los días que corren por la tuya?” Esa disfunción de tiempos: ¿cómo hacer
presente el amor que viví ayer y tu estás a la espera de sentir? Me queda
esperar “en el andén atardecido como un lugar de cita” tu llegada, que tras “el
último resol, cuaja la noche y sé que he de partir sin que tú hayas llegado
todavía”.
La espera infinita de algo que se recuerda y se
sufre y se espera desesperadamente hasta que llega la oscuridad de la noche que
es tanto como decir la
muerte. Inexorable.
Esa carta de ayer que escribo hoy, amorosamente,
para que te llegue mañana. Suponiendo que existas en algún lugar, en otro
tiempo y quizá otra dimensión, sin que pueda acariciarte. A ti, que existes
puesto que te pienso.
A ti te nombro, pido, digo, silbo, llamo, compruebo,
anticipo y reclinado atiendo. A ti “Te envío esta gavilla de palabras como una
desbandada de palomas que el sol ha vuelto ciegas...”.
“Así estamos, tú y yo, en caminos inhóspitos y sobre
años ajenos”. Solo al reverso de este mundo se abrirá nuestra luz.
Es esa mi carta, la que nunca recibirás y por tanto
no debes contestar para que las cosas sigan siendo bellas, puras y escondidas.
En fin, las palabras de un hombre que se va a una
mujer que aún está por venir.
Son poemas muy matizados, pensados, construidos,
poemas que hacen pensar, como esta Carta
a una mujer que vive en un cuadro
(inspirado en el óleo de Edward Hopper Casa
al oscurecer, de 1935), donde la casa plomiza y tediosa se convierte en la
pura brasa cuando el declinar del sol la inunda con sus rayos, apenas unos
minutos antes de que se oculte. Esa casa cuya planta baja, junto a la tierra
que la sustenta, se torna suciedad y tiempo detenido, mientras que el segundo
piso se torna más iluminado por una mujer que se afana a contraluz -“un perfil
que se oculta en los visillos-. Alguien yace en el diván azul.
Me imagino muchas cosas de ti. Ahora estarás tal vez
doblando las sábanas o planchándolas mientras la radio emite sus notas al
espacio. O a lo mejor estás sentada en esa alfombra de florecillas rojas.
En la calle, “un farol serio alumbra una escalera
que podría llevarme hasta ese bosque donde la oscuridad ya se ha plantado y
calla”. “Yo iría entre los árboles, buscándote...”.
Otro poema, como los demás, de amor, -Declaración de últimas voluntades de William
Shakespeare a W. H.- conjuga la naturaleza con las sensaciones: “No ha
rozado tu piel”, “nada es reconocible”, “los giros de la lluvia, el mar está
confuso”, toda una serie extensa de amorosas sensaciones que hay que dejar de
lado para llegar a lo que se espera tarde o temprano: “Temiendo dar de mano en
los trabajos y en los días que tengo concedidos, dejo estos versos como
testamento de todo lo que amé con esperanza // Esta fue la verdad y ahora la
dicto para que nunca deje de ser cierta: Such
virtue hath my pen. Y el amor queda firmado al pie, para que no prescriba”
(Soneto LXXXI).
Y vuelve Marquina al tema del principio con el Apunte para ninguna mujer: “...Y
perdoná, mi linda licenciada, si acaso me demoro por las prisas”, donde
introduce algunos versos del peruano César Vallejo (Los heraldos negros): “sabernos juntos y sentirnos verdes y estar
contentos y hasta peligrosos”.
Un poema sensorial es Nota
escrita a tus espaldas, donde todo se dice a través de un simple cambio:
“Yo te propongo un trueque equitativo: te regalo mis hombros para que los
descubras con tus dedos... Voy a darte la espalda sin temor para que tú la
explores con tus ojos, tus uñas y tus labios, y sea toda tuya en esta noche”.
¿Se puede pedir algo tan pedagógicamente erótico? Es eso a lo que llega tras un
largo recorrido.
Otros poemas son Cuatro
letras para una chica con su maleta, donde la protagonista es una “ella”
que inventa un futuro en el vacío, que parte sin nada y tiene toda la sencillez,
que va deshaciéndose en minutos, que pasa para quedarse siempre como en el aire
quedan las letras de una despedida; Carta
a Alfonso Carreño y Martine Nöel, “Alfonso, amigo a quien daría parte de mi
vida si aliviase tu muerte. Y tú, Martine, francesa de espíritu desnudo y
cuerpo pleno de un alegre saber..., yo tengo guardado en estas páginas lo que
fuisteis los dos más allá de cada uno”; Testamento
ológrafo; Carta blanca (escrita a
nadie “sino a mi propia majestad ruinosa”, y Esquela para un cuerpo ausente, reflexiones acerca del recuerdo de
aquello que fue y ya no es y que finaliza con una elegante cita a los Himnos a la noche de Novalis:
Siento subir
la rejuvenecedora marea
de la muerte.
Un ramillete de poemas, bien medidos, sin excesos como
deben ser los libros de poesía, donde se dan la mano y se conjugan los tres
tiempos vitales jugando a ser un recuerdo vivo de ayer en hoy que ya ha pasado.
Marquina escribe sueltamente conjugando los contrarios, lo
que es no, siendo, para serlo más aún, o dejar de serlo, aunque nunca
definitivamente. Hay un amor sereno, pausado, por lo general, ese amor que
queda como un rescoldo con el paso del tiempo, que se madura imperceptiblemente
para ennoblecerse, que no necesita de excesivos juegos eróticos más que los
necesarios (los que surgen sin premeditación, como fantasmas de la mente) y que
se basa en la realidad pensada, puesto que todo lo que se piensa es real,
aunque no sea tangible.
Marquina escribe versos para leer en la intimidad, en voz
baja. No para ser declamados a los cuatro vientos. Muchas veces podría decirse
que recuerdan a los escritos en prosa, por eso, más arriba, los hemos entrecomillado sin señalar el fin de un verso
y el comienzo del siguiente.
Da gusto leer libros así, sencillos en su leve complicación,
alejados del barroquismo (aunque con su propia forma de entenderlo), poemas que
hacen pensar.
Y es que Marquina es un gran poeta (aunque no escribiera
esos renglones tan cargados de “elam”).
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