FRANCISCO CHICHARRO, María del Rosario de, Rienda. Historias y Tradiciones,
Guadalajara, Aache Ediciones (col. Tierra de Guadalajara, 98), 2016, 177 pp.
(I.S.B.N.: 978-84-92886-86-9).
María del Rosario de Francisco lleva su pueblo en el
alma y en el pensamiento y por eso ha escrito este libro, sencillo y cargado de
recuerdos y viejas nostalgias.
Un libro con el que quiere dejar constancia, cara a
quienes deseen o necesiten leerlo en el futuro, de la forma de ser y de vivir
de un pueblo, casi escondido y peor comunicado, -por lo que generalmente no
figura en los mapas de carreteras-, actualmente agregado a Paredes de Sigüenza
y ya casi deshabitado -ya que nunca pasó de los treinta vecinos (suponemos que
“almas”) y, que a partir de los años sesenta siempre ha ido decayendo- ,
próximo a los confines de Guadalajara, lindando ya con la provincia de Soria a
través de los Altos de Barahona y las estribaciones de Sierra Ministra, a una
altura sobre el nivel del mar de 1.015 metros -por lo que las condiciones
climáticas tampoco es que le hayan sido muy favorables, históricamente hablando-.
Un pueblo cuyos posibles orígenes se remonten a la
Reconquista, pasando a pertenecer en primer lugar a la Villa de Atienza y
después formar parte de las tierras del Ducado de Medinaceli, del que se
independizó a mediados del siglo XIX.
Por todo lo anterior, María del Rosario de Francisco
ha querido recoger, como así ha venido haciendo a lo largo de su vida, todas
las vivencias que recuerda, contando para ello con la ayuda de las personas
mayores del pueblo, algunas centenarias, para que no se pierdan, para que
“queden registrados cosas, tareas, costumbres y tradiciones, que debido al
avance de la técnica y al paso del tiempo se están olvidando”, manifestaciones,
casi todas, similares si no iguales a las de otros pueblos netamente
castellanos, recogidas con anterioridad en diversos libros y publicaciones.
Pero una cosa, señala, es ¡cómo se vivía el pueblo! y
otra, quizá diferente, aunque complementaria, ¡cómo se sentía! Ese es al fin el
testimonio que la autora del libro nos quiere transmitir.
Y para conocer su pueblo, Rienda, nada mejor que
comenzar recorriendo, ruando sus calles, que sólo son cuatro, a cuyos lados se
construyeron casas de caliza y arenisca que suelen constar de dos plantas y
cámara, cubiertas con techumbre de teja árabe roja y vertiente a dos aguas.
El edificio más importante es, como suele suceder en
el resto de los pueblos, la iglesia parroquial de Santa Marta. Su arquitectura contiene elementos
románicos junto a otros datados en los siglos XVII y XVIII, correspondientes a
posteriores ampliaciones. Su ábside es de planta cuadrada y, coronando sus
muros, pueden verse modillones decorados geométricamente, canecillos, figuras
antropomorfas y un friso decorado con elementos vegetales y que remata una
espadaña del siglo XVII, con dos vanos y campanil. También son importantes,
especialmente como centros de actividad social, la escuela, el ayuntamiento, el
horno, los lavaderos, la fragua y la taberna.
Algo alejada del pueblo está la ermita de San Blas y
San Marcos que, a no mucho tardar se convertirá en un montón de ruinas amorfas,
aunque todavía es posible ver en ella sus arcos adovelados.
También pueden verse las ruinas de sus salinas, de las
que, hasta hace pocos años, se abastecían varios pueblos de la zona.
Datos parecidos y complementarios de los anteriores
son los que figuran en la certificación de un tal Juan de Nicolás, en la que
puede leerse lo siguiente:
“Certifico no haber tenido otro nombre este lugar, que el de
Rienda, intendencia de Guadalajara y señorío del conde de Paredes, consta de
dieciocho vecinos y sesenta personas de comunión [3,33 almas por vecino, casa o fuego], hay una fundación pía para huérfanas,
pobres, hay maestro para niños, una iglesia parroquial y una ermita, sujeta en
todo al Ilustrísimo Señor de Sigüenza, sin confinar con otro obispado. Es
cuanto puedo informar de lo prevenido de V. S. I. y para que conste lo firmo en
Rienda a dieciséis de octubre de mil setecientos ochenta y nueve”,
posiblemente correspondientes a alguno de los “catastros”, tan frecuentes en estos
años del XVIII.
Aunque cosa parecida puede leerse también en el
conocido Diccionario Geográfico,
Histórico y Estadístico de España y posesiones de ultramar de P. Madoz, de
1834:
“Lugar agregado al municipio de Paredes, en la provincia de
Guadalajara, partido judicial de Atienza, audiencia de Sigüenza, de cuyos
puntos dista respectivamente 16, 2 y 4 leguas [calcúlese leguas de 5 Km.]. Se
halla situado en llano, gozando de buena ventilación y teniendo unos treinta
vecinos. Iglesia rural y una escuela dotada con 157 pesetas, casa y
retribuciones. Confina el término con los de Riba de Santiuste, Paredes y
Valdelcubo, donde asiste con Paredes, Sienes, Tobes y La Riba de Santiuste”.
Después, entre sus páginas, pueden leerse aspectos tan
variados como los modos de vida, usos y costumbres, las faenas agrícolas y los
cotidianos quehaceres a lo largo del año, aunque su índice debería haberse
dividido en varios apartados homogáneos en su contenido: quizás primeramente
los medios y modos de vida (las casas y su mobiliario, el ayuntamiento o Casa
del Concejo (“la Casevilla” de otros lugares), la iglesia (el sacerdote, el
sacristán y la visita domiciliaria, los nacimientos y bautizos, comuniones,
bodas y entierros y sepulturas), la escuela, las salinas y la taberna, así como
el médico y los remedios medicinales, el veterinario y el herrero, el barbero,
el lucero (o electricista) y los cacharreros, -que solían ir desde Tajueco
(Soria) y exponían sus producciones en la plaza: platos, mediasfuentes,
cacerolas, pucheros, coberteras, tazas, botijos, tinajas, ollas, cántaros y
cazos, que transportaba en una angueras, entre paja, para evitar su rotura-, y finalizar
con los componedores o lañadores.
Después podrían recordarse los medios de transporte,
el coche del Burgo, que muchas veces se empleaba para realizar algunas compras
especiales.
Seguirían los juegos de niños, acertijos y juguetes,
hasta llegar a la mocedad, en que podría incluirse a los quintos y el
tradicional “pago de la cuartilla” por parte del mozo que emparejaba con una
lugareña (pago que solía hacerse en vino, licores y tabaco, con que debía
“invitar” al resto de los mozos; lo que en otros lugares se conocía como “pagar
la patente”), para posteriormente incluir aspectos propios del hombre como la
molienda, sus diversiones y el uso del tabaco, (ya que el mozo podía fumar con
permiso paterno tras haber cumplido el Servicio Militar), puesto que ya se
había convertido en todo un hombre.
Finalizaríamos, tal vez, con las tareas de las
mujeres: amasar el pan, fregar los cacharros, elaborar jabón y lavar la ropa,
planchar, cuidar de los animales, la limpieza y aseo de la casa y el cuidado de
la lana (deshacer los vellones, escaldarlos para quitarles las impurezas,
lavarla en el lavadero, “esmotarla” y, según el uso que se le fuese a dar,
ahuecarla, si se iba a destinar al relleno de colchones, o hilarla esponjándola
con las “cardas” y enrollándola en la rueca. También tenía gran importancia el
reciclado de todo tipo de materias, desde vestidos a la grasa, la ceniza, etc.
Sin olvidarnos del tiempo y de los pobres.
María del Rosario de Francisco incluye también algunos
elementos paleontológicos y arqueológicos, como las huellas de dinosaurios
(ignitas de Rauisuquios del triásico,
antepasados de los actuales cocodrilos) que aparecieron en el paraje denominado
los Castillejos, insculturas, cuevas,
la piedra jaraíz y la calzada romana, amén de otros restos (lascas de sílex,
puntas de flecha, y “piedras de rayo”) y la memoria del despoblado de Rienda
Atada que, según la tradición, se encontraba muy próximo a la ermita de San
Blas y San Marcos (el nombre del actual Rienda era Rienda Suelta); por eso en
lugar de sacar en procesión a la Virgen del Rosario, que es la que se venera,
sacan a la de los Remedios que, según dicen, procede de Rienda Atada, en cuya
ermita vivía un santero que cuidaba de ella (existe el paraje, también cercano,
conocido por “La Cruz del Santero”. Algo que, señala María del Rosario, habría
que investigar con mayor detenimiento.
En fin, un
libro en el aparece constantemente la sencillez y la claridad existente
en las relaciones humanas de las gentes de Rienda, los gustos y preocupaciones
de sus habitantes, y muchos aspectos más acerca de su forma de enfrentarse a la
vida dentro los escuetos límites del lugar.
José Ramón López de los Mozos
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