sábado, 14 de noviembre de 2015

Arquitectura Barroca en Sigüenza


MARCO MARTÍNEZ, Juan Antonio, Arquitectura Barroca en el antiguo obispado de Sigüenza, Guadalajara, Aache eds.,  2015, Tomo I: Maestros de obras (343 pp.) y Tomo II: Documentario (678 pp.) (I.S.B.N.: 978-84-15537-75-5 y 978-84-15537-76-2, respectivamente).

El impresionante libro que hoy comentamos (1.021 páginas), aparece dividido en dos tomos, el primero de ellos es un estudio de los maestros de obras que trabajaron en los pueblos que pertenecieron a la diócesis de Sigüenza, aunque, en realidad conste de tres capítulos que abarcan cuestiones de carácter general, maestros montañeses y maestros asentados en Sigüenza y, un segundo volumen, en el que se recogen infinidad de documentos acerca las obras llevadas a cabo en los pueblos del antiguo obispado y actualmente encuadrados en la provincia de Guadalajara.
Juan Antonio Marco anuncia que dentro de un tiempo que no cree demasiado lejano, aparecerá otro libro más sobre los maestros asentados en Molina de Aragón, Medinaceli, Almazán y Ayllón, además de un segundo “documentario” con expedientes sobre pueblos que pertenecieron a la diócesis seguntina, pero no a la provincia de Guadalajara.
Y, precisamente, para que ningún lector se pierda, dedica el primer apartado de tomo primero a ciertas aclaraciones geográficas y cronológicas acerca de la diócesis de Sigüenza antes de 1955, en que se hizo coincidir la diócesis y la provincia, y que en 1959 pasó a denominarse de Sigüenza-Guadalajara, puesto que la restauración de la diócesis seguntina tuvo lugar en el siglo XII, extendiéndose por los arciprestazgos de Ayllón, en lo que hoy es tierra de Segovia; Caracena, Berlanga de Duero, Medinaceli y Almazán, en Soria; Ariza, en Zaragoza, y Atienza, Sigüenza, Cifuentes y Molina de Aragón, en Guadalajara, por lo que quedan excluidos los pueblos que pertenecieron a Cuenca y Toledo. Una diócesis constituida mayoritariamente por núcleos rurales de escasa de población, en los muy raramente pudieron construirse grandes obras arquitectónicas, a excepción de Abanco, Terzaga y Velamazán.
La cronología del estudio parte de los decenios centrales del siglo XVII, puesto que en esos años se produce la conjunción de cuatro circunstancias: la aplicación de las doctrinas emanadas del Concilio de Trento sobre contribución a la cilla, perceptores de diezmos, conservación y reedificación de templos sin recursos (sesión 21, capítulo 7); la promulgación en 1647 de nuevas Sinodales, que se concretarán más en 1660; la llegada a Sigüenza entre 1651 y 1654 de gran cantidad de maestros de obras montañeses (para la traslación del antiguo Colegio San Antonio de Portacoeli y la edificación de la nueva Universidad), y finalmente, la idea -también surgida en Trento- de ennoblecer la capilla mayor de las iglesias, puesto que son “el alma del templo” por ser el espacio arquitectónico donde tiene lugar el Santo Sacrificio, y se cierra con la llegada del siglo XIX, que también queda marcado por una serie de acontecimientos como la invasión francesa, las sucesivas desamortizaciones y el fin del sistema de diezmos, que hará que la mayor parte de las iglesias, al quedar sin recursos, puedan afrontar obras de cierta envergadura, ya que apenas si podían hacer frente al mantenimiento de las ya  existentes, por lo que en casos de urgencia demostrada no tenían más remedio que acudir al Ministerio correspondiente, cuyas subvenciones caían, si caían, con cuentagotas.
Un apartado interesante es el que se destina a la legislación eclesiástica a seguir, marcada por las Sinodales anteriormente citadas, donde se da fin al fraudulento sistema de tasación, estableciéndose en sustitución el de remate por vía directa, a jornal, o mediante subasta a “candela encendida” -es decir, cuando la obra quedaba rematada en el maestro que realizase baja justo antes de que se apagase una candela que previamente se había encendido-. Nace aquí la figura del “maestro del obispado”, que se encargará de dar uniformidad y coherencia a lo que se vaya haciendo en toda la diócesis.
Termina este apartado con el procedimiento que se debía seguir: un proceso judicial ante el Provisor, que constaba de siete pasos: petición de licencia, nombramiento del maestro que elaborase las trazas y condiciones de la obra (que debía revisar el “maestro del obispado”), sacar la obra “a pregón”; remate “a candela encendida”; escritura notarial; pago de tercios, y declaración final (papeles que en su conjunto constituían un expediente y que debidamente cosidos por el Archivador General, formaban un legajo).
Evidentemente las condiciones de las obras debían adaptarse lo mejor posible a tres principios arquitectónicos básicos: solidez (de cimientos y armadura, fundamentalmente), comodidad (el criterio de los tratadistas era que, en los edificios públicos, se debía guardar una vara en cuadro por persona mayor), además de la orientación de las iglesias y el empleo de “lunetos” en las bóvedas con el fin de aislar el templo y ahorrar en cera y aceite y, belleza, aunque esta no era indispensable para la existencia de las dos anteriores, basada en la simetría, la euritmia y el ornato.
Seguidamente se explica la forma de financiación, que podía ser por cuenta de los caudales propios de fábrica o de interesados en la cilla común, además de la intervención del concejo y vecinos o los escasísimos casos de mecenazgo. En el primer caso, fábrica alude o refiere a los recursos económicos de que dispone una parroquia (o una cofradía). El 70% de las obras documentadas se financiaron de esta forma, con recursos procedentes en su mayor parte del terzuelo (la tercera parte de un tercio de los diezmos de las rentas propias: censos y tierras), más de los rompimientos de sepulturas; en el segundo caso, solo un 30% de las obras se financiaron mediante la contribución de los interesados (los perceptores de los diezmos) y en caso de tratarse de una obra necesaria y si la parroquia careciese de recursos. Solía darse en pueblos mínimos, de escasa población ubicados en zonas alejadas, de sierra, por lo común. En el tercer caso, nada más que un 15% de los legajos estudiados contienen una obligación de concejo y vecinos, mediante la que se comprometen a realizar las caleras, portear y poner a pie de obra los materiales y colaborar con peonadas, a cambio de un “agasajo o refresco” posterior, especie de “alboroque” consistente en pan y vino y, en ocasiones, queso. El mecenazgo se da dos veces en Sigüenza: en la capilla-parroquia de San Pedro, aneja a la catedral, financiada por el obispo Pedro Godoy (1672-1677) y en la iglesia del convento franciscano (hoy ursulinas), levantado por el obispo fray José García (y fuera de la capital diocesana: en las iglesias de Abanco (1713), financiada por los “hermanastros” Miguel Martínez y José Martínez Aparicio, canónigos de la catedral de León; Torrehermosa (1734), por Pedro Salazar y Águila “caballero del orden de Santiago residente que fue en la ciudad de México y por la especial devoción que tuvo a dicho Sr. San Pascual [Baylón]”, y Terzaga (1781), debida a dos obispos naturales de dicha localidad, Fabían y Fuero y Victoriano López).
En cuanto al modelo de templo barroco, si el autor tuviera que seleccionar los cinco mejores templos parroquiales de la época estudiada (1650-1800), de la antigua diócesis seguntina, elegiría, siguiendo un orden cronológico, la catedralicia capilla de “San Pedro” (1675, por tratarse de la última creación montañesa) y las iglesias de Jadraque (1692, el modelo perfecto de iglesia barroca), Torrehermosa (1734, por la exuberancia ornamental de su interior), Terzaga (1781, como mejor muestra del barroco europeo en la diócesis seguntina) y Miedes de Atienza (1792, plenamente academicista).
La funcionalidad litúrgica del templo barroco poco o nada tiene que ver con las nuevas normas surgidas del Concilio Vaticano II, mediante las que el altar debe quedar separado del retablo y, por tanto, del sagrario; el sacerdote pasa a oficiar de cara a los fieles, y los textos se leen en castellano, para que todos los asistentes los puedan entender (altar, ambón y sede), puesto que en aquella época -la barroca- el elemento principal, objeto de atención siempre a resaltar, es la Eucaristía, en torno a la que surge la cultura del retablo con grandes expositores en su capilla mayor. Un arte para epatar y para llamar a la fe del creyente en un momento tan conflictivo como la Contra-Reforma.
Y junto a la funcionalidad, sus espacios básicos que, como ya queda dicho, son la capilla mayor, ya vista, la nave y la espadaña, que también aparecen en cualquier otra iglesia no barroca, pero a las que el proceso de barroquización afectó, así al cuerpo o nave, concretamente en su abovedado, que típicamente es de medio cañón con lunetos, que divide el espacio en varios tramos, generalmente tres, mediante pilastras y sus correspondientes arcos fajones; mientras que por lo que respecta a la espadaña -que no torre, que es de planta cuadrada- predomina el gusto por estructuras piramidales, líneas de impostas, pilastras entre los vanos y roleos a los lados. De manera que el modelo descrito como característico: capilla mayor elevada y a cuatro aguas, cuerpo a dos y espadaña con garita, era el más frecuente en aquellos pueblos que no llegaban a los 500 habitantes, mientras que para localidades con mayor población se dio una segunda forma: cabecero en cruz compuesto por el presbiterio, con capilla mayor sobreelevada y dos capillas laterales, formando el crucero, y torre en lugar de espadaña. Se mantiene el uso de la piedra labrada en esquinas, ventanas y cornisas y portadas, que no suelen ser muy llamativas, generalmente en arco de medio punto o adinteladas con marco acodillado; a los pies de nave el coro y el órgano, en su caso, y debajo el cuarto destinado a la pila bautismal, cuya cubierta sigue siendo de carpintería, en muchos casos cubierta con un abovedado de yeso con lunetos, más barato que la crucería de piedra, o simplemente vista.
El segundo capítulo recoge una gran cantidad de maestros montañeses. Maestros de obras que también piensan, puesto que conocieron el arte de la arquitectura, no necesitaban calculistas para saber qué cimentación debían hacer, ni para dar la medida de los calicantos, conocían la cantería, el proceso de la cal, el asiento de una obra, tenían asimilado el concepto de proporción, de belleza, e incluso citan tratadistas y obras clásicas y de otros lugares, por lo que su posición era muy reconocida y apreciada, tanto que el maestro ganaba 22 reales, el oficial 9 y el peón 4.
Entre los artífices más destacados figuran Fernando Álvarez, la saga de los De Villa (Domingo de Villa, Pedro de Villa Moncalián, Pedro de Villa Ajo y otros más), Antonio del Castillo Sarabia, Antonio Martínez, los cuatro maestros de Noja (Juan Pérez de Vicuña, Andrés Sainz de Cabanzo, Domingo Martínez y José Palacios San Martín), los Ylisastigui y los últimos maestros de carpintería: los De Ajo, además de otros artífices montañeses como los maestros de obras de las Juntas de Siete Villas, Cesto, Ribamontán, Cudeyo y otros lugares, de los que se va haciendo un estudio de sus obras. Así, por ejemplo, vemos a Fernando Álvarez, en 1635, en la colegiata de Pastrana: sacristía y antesacristía; en 1637, en Atienza, en la iglesia de San Juan: obra de las bóvedas; el mismo año en Cogolludo, en la iglesia de San Pedro: nueva planta; en 1642, en Mirabueno: iglesia de nueva planta, etcétera.
El tercer y último capítulo de dedica a los maestros de obras en Sigüenza, maestros que lo más probable es que aprendieran de los montañeses precedentes, tal vez por vía de servidumbre (peón, oficial, maestro) o tal vez por vía familiar, puesto que algunos apellidos tienen antecedentes cántabros.
El método explicativo que sigue nuestro autor es semejante al anterior: Se habla de un maestro de obras y se exponen los datos que se conocen acerca de las obras que llevó a cabo en la diócesis. Por ejemplo, de Manuel Pascual (página 196) se dan a conocer algunos datos biográficos y las obras que realizó, donde, en qué fecha y en qué consistieron (Año 1723, La Torresaviñán: reparos).
El segundo tomo se dedica únicamente a la documentación estudiada por Juan Antonio Marco, o sea, el “Documentario”, consistente en el vaciado de más de un millar de expedientes hallados en el Archivo Diocesano de Sigüenza, a los que hay que añadir los datos sacados de unos 350 protocolos notariales y apuntes de Cuentas de Fábrica procedentes de casi 200 parroquias, siguiendo unos criterios, como el cronológico, es decir, comenzando el estudio de la documentación por el año 1643 y finalizándolo en 1800 (exceptuando la obra de 1619 de la iglesia de La Olmeda de Jadraque, por ser la primera que, siguiendo las doctrinas emanadas de Trento, se acude a interesados en los diezmos para financiarla); la riqueza de los propios documentos, por lo que se excluyen los libros de Cuentas de Fábrica (excepto los de Sotodosos y Valdelcubo, que contienen apuntes muy completos) y los protocolos notariales; recogiendo los expedientes de las parroquias de lo que hoy es, dentro del antiguo obispado, provincia de Guadalajara; centrándose en el pedimiento, las condiciones, el remate y la declaración final, y dejando constancia de las numerosas diatribas surgidas entre maestros, ya sea por cuestiones personales, técnicas o estéticas. Por ejemplo:
Adobes 1767.
Fuente: A. D. secc. Civiles, 1767, 1-10.
Obra: abovedado de cuerpo y media naranja en capilla mayor. Elevación de calicantos. Traza: Francisco Javier Delgado.
Autor: Manuel Gilaberte. Coste-financiación: 13.500 reales por cuenta de la fábrica.
Declaración final: Francisco J. Delgado en 1769.

Resumiendo, podemos decir que estamos ante un libro fundamentalmente documental que, sin lugar a duda, servirá a muchos investigadores como herramienta de trabajo, con datos totalmente contrastados, al tiempo que creemos que constituye un gran avance en los estudios de arquitectura religiosa de la provincia de Guadalajara. Su segundo volumen, muy manejable, al que puede accederse por orden alfabético de localidades, hace más fácil su consulta, especialmente por los profanos en la materia. Un libro que, indudablemente, no se ha hecho en dos días, sino en años, por lo que trata de una obra serena y meditada, terminada, que, a pesar de su tamaño, nos deja con ganas de ver  otros nuevos trabajos que completen esta obra iniciada por Juan Antonio Marco, como así nos anuncia. Una obra que consideramos fundamental para los historiadores del arte en general y del “alcarreño” en particular.

José Ramón López de los Mozos    

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