LAYNA SERRANO, Francisco, El castillo de Zorita de los Canes, Guadalajara, Aache ediciones (col. Tierra
de Guadalajara, 93), 2015, 96 pp. (I.S.B.N.: 978-84-15537-82-3).
Dos aspectos se aúnan en el presente libro: por una parte la descripción
generalizadora que del castillo de Zorita de los Canes llevó a cabo el doctor
Francisco Layna Serrano, en su obra titulada Castillos de Guadalajara -de la que llegaron a publicarse cuatro
ediciones- y en la que fue el castillo más ampliamente estudiado, dada su
importancia constructiva e histórica, y por otra, una puesta al día, a través
de una selección de imágenes actuales, es decir, en color, tanto del conjunto
como de las partes que lo componen, aspectos recuperados,
así como gran variedad
de planos y apuntes debidos a otros autores más modernos -posteriores a Layna-,
que también profundizaron en el estudio del mismo tema, además de ofrecer al
interesado de hoy una sencilla “guía práctica” que le permita realizar un
recorrido por su interior, destacando en ella los elementos más representativos,
que en ningún caso deberían soslayarse.
Por todo lo anterior se trata, en definitiva, de un libro -un
estudio muy completo-, sobre esta fortaleza medieval alcarreña, que a la vez
sirve como herramienta con la que ilustrar la visita a la misma.
Su índice es breve y sencillo: “Este libro”, a modo de
introducción, que hemos resumido más arriba; “Layna y su época” -Luzón
(Guadalajara), 1893-Madrid, 1971. Cronista Provincial de Guadalajara. Académico
correspondiente de las de Historia y Bellas Artes. Miembro de la Hispanic
Society of America. Premio Fastenrath de la Real Academia Española. Comisario
Provincial de Excavaciones y Presidente de la Comisión Provincial de
Patrimonio. Entre sus muchas publicaciones destacan Castillos de Guadalajara, El
Monasterio de Óvila, y su magna
obra, en cuatro volúmenes, Historia deGuadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI- [datos tomados de la
solapa del libro, que se amplían convenientemente en el correspondiente capítulo];
“El castillo de Zorita de los Canes. Parte I”; “Visita al castillo de Zorita”; “El
castillo de Zorita. Parte II”; “Notas” (38 notas aclaratorias del texto), y un “Apéndice”
(que consiste en las Respuestas [22 y
23] (relativas al castillo fortaleza) al
Interrogatorio hecho por Felipe II, incluidas en la Relación de Zorita fechada
el 8 de mayo de 1576).
Creemos que en los tres apartados centrales es donde reside el
meollo del libro, los datos de mayor interés para el lector.
La primera parte de “El castillo de Zorita de los Canes” alude lo
que podríamos considerar como su entorno geográfico y descriptivo, de donde
resulta que, a pesar la importancia de su pasado histórico, especialmente
durante la Edad Media, y del valor artístico de sus ruinas arquitectónicas, no
se trata de una fortaleza suficientemente conocida por encontrarse ubicada
relativamente lejos de las grandes rutas, hecho que también ha contribuido a la
escasez de sus reproducciones gráficas: fotografías antiguas, grabados,
etcétera, conociéndose -hasta hace poco- gracias a ciertas obras -libros y
descripciones- más literarias que divulgadoras de su Arte e Historia.
Las descripciones antiguas suelen ser muy confusas y de escaso
valor, aunque quizás se salve la dada a conocer en las ya mencionadas Relaciones Topográficas de Felipe II,
que se insertan en el apéndice final del libro que comentamos. Aun así
ofreceremos al lector alguna muestra de dichas descripciones. Por ejemplo:
“Se alza el castillo de Zorita sobre alargado cerro de áspera pendiente
al que corona una lastra tobiza de paredes verticales y altura media no
inferior a doce metros, el delicioso paraje. Mientras a poniente y mediodía se
extiende una fértil y extensa vega bordeada por el Tajo que lame las plantas
del cerro de Zorita, rodea a este por norte y saliente el estrecho y lindo
valle del arroyo Bodujo, cuyas aguas, luego de fertilizar numerosos
huertecillos y saltar tras la presa de un molino, vierte en el Tajo apenas
contornea la montañuela por Septentrión”. Sigue la descripción, que ahora se
centra en el espacio que conduce hasta el Cerro de la Oliva donde se asentó la
ciudad visigótica de Recópolis. “A lo lejos cierran el horizonte las azuladas
cumbres de la Sierra de Altomira”, en las que priman los adjetivos
calificativos y las expresiones meramente literarias propias del momento:
“alargado cerro de áspera pendiente”, “fértil y extensa vega (…) lame las
plantas del cerro”, “estrecho y lindo valle”, “apenas contornea la montañuela
por Septentrión”…
En el siglo XVI, Ambrosio de Morales decía en su obra Las antigüedades de las ciudades de España
(Crónica, tomo IX), que “Zurita de
los Canes no es más que un castillo”, restando importancia a la villa que,
extendiéndose por la falda occidental del cerro, se acercaba tanto a la ribera
del Tajo que en varias ocasiones vio anegada su parte baja, la iglesia y hasta
arrancados los machones que sustentaban el puente. En realidad es así porque el
pueblo nació gracias al castillo -y, tal vez sin él, no hubiera existido- fue
cabeza de arciprestazgo y capital de provincia de la Orden de Calatrava. Un
castillo que con el paso del tiempo y la acción de los hombres ha sufrido
numerosas transformaciones. Aún pueden
verse restos musulmanes, románicos, góticos, además de “nuevas” construcciones
destinadas al empleo de la artillería, cada día más pujante.
En su origen, el castillo musulmán fue una alcazaba
permanentemente fortificada con escasas habitaciones, mientras que durante el
periodo de ocupación cristiana vio fortalecidos sus muros -rodeándose de un nuevo
cinturón externo y un foso-, y acrecentado el número de sus puertas -en la que
da al barranco del Bodujo se conserva la inscripción: “Rui Diaz me fecit. Era 1328”-. También se construyeron nuevas habitaciones y una iglesia, románica, que ha
llegado hasta nuestros días en no muy mal estado de conservación, sobresaliendo
por su interés un conjunto de catorce capiteles que conserva en su interior,
además de una interesante cripta en la se adoraba la imagen de Nuestra Señora
de la Soterraña.
Precedía a la iglesia un atrio, de diez a doce metros de lado, al
que se accedía atravesando un arco apuntado, que se derrumbó en 1942, que
contenía un escudo con las armas reales de España sostenido por un águila, y
frente a éste, otro arco que daba paso al denominado “Corral de los Condes”, es
decir, al cementerio u osario, donde recientemente se han llevado a cabo
excavaciones arqueológicas que así lo ponen de manifiesto, al igual que algunos
restos de arcosolios que todavía pueden verse empotrados en el muro de la
iglesia, frente a los que se encuentra una estancia redonda cubierta por bóveda
hemisférica, conocida como la “Sala del Moro” quizás por la cara o máscara que
aparece tallada en su clave. Desde una escalera lateral puede accederse a la
“Terraza de la Princesa de Éboli”.
El segundo apartado es la “Visita del castillo de Zorita”. En la
actualidad son dos los accesos por los que se puede llegar al castillo. Por la
vega del arroyo Bodujo es más cómodo, siguiendo la barbacana en la que se
encuentra la impresionante torre albarrana que, una vez atravesada, conduce al
albácar, donde parece ser que se estableció la judería, y desde él, sorteando el
foso mediante un puente levadizo, llegar a una puerta abierta en el muro. La
otra entrada parte desde la propia villa de Zorita y, en un zig-zag, más o
menos acusado, conduce hasta la Puerta del Hierro, de origen califal, que forma
parte del piso inferior de la torre de armas. Subiendo un poco más nos encontraremos
con una gran explanada en cuyo subsuelo se conservan multitud de pasadizos, salas,
celdas, aljibes y almacenes. Conviene pensar que se trata de un castillo pensado
para la guerra del que debía aprovecharse hasta el último rincón.
A la derecha de la última puerta citada se encuentra la iglesia,
bajo la advocación de San Benito, que data del siglo XII. Es de una sola nave cubierta
con bóveda de medio cañón que descansa en arcos fajones que a su vez apoyan en
capiteles a modo de ménsulas, entrada a poniente y ábside semicircular
empotrado en el torreón del Gallo. A los pies del presbiterio y en el centro
del rectángulo se abre la entrada de la cripta. Dos aperturas laterales
conducen a una antigua sacristía y a la terraza del antes citado torreón del
Gallo, sobre el Bodujo. Al sur, como ya se vio más arriba, “el Corral de los
Condes”, donde quedan restos de dos cajas funerarias adornadas con cruces
calatravas, y enfrente la estancia conocida como “Sala del Moro”, desde la que
atravesando un estrecho pasadizo se llega a la “Terraza de la Princesa de
Éboli”, construida para la defensa del castillo mediante artillería y también
para proteger a quienes bajasen al Tajo a por agua.
En el subterráneo del castillo se encuentra una construcción llamativa,
también circular, pero en esta ocasión tallada en roca blanda, en cuyo centro,
en el suelo, aparece la letra ómega y junto a las pareces una especie banco
corrido o poyo para sentarse. No sé sabe a ciencia cierta qué uso se le pudo
dar ¿sala de juras?
Finalizada la visita al castillo de Zorita, el autor propone la
posibilidad de visitar también la ciudad visigótica de Recópolis, situada a dos
kilómetros y a la que llega por camino asfaltado.
La segunda parte de “El castillo de Zorita de los Canes” se dedica
íntegramente a su Historia, comenzando por el posible origen de su nombre. La
tantas veces citada Relación de Zorita
indica que antes de haber allí castillo ni población alguno, el cerro recibía
el nombre de Peñas de Yta y que, yendo de caza por la vega el señor de
Rochafrida (posiblemente la Racupel -Recopolis- del cronista musulmán Rasis) se
le escapó un azor, que rescataron de lo alto de dichas peñas, advirtiendo la
situación estratégica del lugar, muy apta para la construcción de un castillo y
de Peñas de Yta y Peñas del Azor nació el nombre de Zorita… En lo tocante al
apellido “de los Canes”, que al parecer no se usó hasta el siglo XV, los
autores -Ambrosio de Morales, Lucio Marineo Sículo, Radés- concuerdan,
atribuyendo el sobrenombre a los muchos perros de presa -canes- que custodiaban
la fortaleza por la noche.
Tampoco es mucho lo que se sabe acerca de su primigenia
construcción, pues tanto el moro Rasis como El Edrisi dicen que la fortaleza de
Zorita fue construida con las piedras de la destruida Racupel.
Lo que sí se sabe con mayor certeza es que Calib ben Hafsum (886)
fortifica las Tetas de Viana o Peñas Alkaletanas, se apodera del castillo de
Alharilla, aguas abajo de Zorita, y aumenta las defensas de esta última, desde
donde una vez encastillado saquea las tierras de Toledo, hasta que Abderramán
acaba con su rebeldía tomándole el castillo. Alfonso VI, tras la conquista de
Toledo, encarga a Alvar Fáñez el gobierno de Zorita, de la que fue alcaide
junto con Santaver, momento en el que se produce la invasión almorávide que
casi da al traste con la reconquista, puesto que en 1097, el rey Alfonso VI
pierde la batalla de Consuegra y Alvar Fáñez es derrotado y devastada la región
de Zorita, quedando su castillo en ruinas según cita de Menéndez Pidal, en La España del Cid. Una vez reconstruido, permanece en él por
algún tiempo el siguiente Alfonso, el
Emperador, donde firma un documento a favor de Almoguera, arrasada por los
musulmanes. Es entonces cuando viendo la necesidad de repoblar la zona
fronteriza con Cuenca, expide un privilegio a favor de los mozárabes aragoneses
(1156) por el que les dona Zorita y algunas aldeas vecinas. Siguen luego las
banderías entre la familia de los Castro y de los Lara (que se hacen cargo de
Alfonso VIII durante su niñez, hasta los once años, en que es reconocido y
aclamado como rey en Toledo). Alfonso VIII se dedica a pacificar el país y
recuperar las formalezas que por realengo le pertenecían, entre ellas la de
Zorita, en poder de los Castro.
Aquí tiene lugar un hecho novelesco de la historia de Zorita, que
recoge el arzobispo de Toledo don Rodrigo Jiménez de Rada en su Crónica, la propia Crónica General y Radés en su Crónica
de la Orden de Calatrava, entre otros: con intención de recuperar el castillo,
desde el que Fernando Ruiz de Castro asolaba la zona con ayuda de la morisma
conquense, se presenta Alfonso VIII ante sus muros (1169) acompañado por una numerosa
hueste entre la que se encontraban diversos miembros de los Lara y penetrando en
la villa sin problema alguno. Pero cuando solicita entrar a la fortaleza, su
alcaide, Lope de Arenas, sólo permite el paso al rey y a dos de sus
acompañantes, que él mismo elegiría, lo que le indignó profundamente y más
considerando que los acompañantes del monarca, Ponce de Minerva y Nuño de Lara,
son apresados al faltar Lope de Arenas a su palabra. Burlado el rey, se propuso
no descansar hasta tomar el castillo, para lo que llama en su ayuda a las
milicias de Alcalá de Henares, Guadalajara, Toledo, Atienza, Soria, Ávila… así
como al maestre de Calatrava Fernando de Escaza con doscientos jinetes, con los
que pone sitio al castillo. Pero el tiempo transcurría y el sitio no avanzaba,
cuando cierta mañana salió, como huido de la fortaleza, un simple llamado Dominguejo,
que se presentó al rey proponiéndole abrir sus puertas, una vez que se ganara
la confianza del alcaide; para ello iría hablando con algún principal de la
hueste hasta acercarse al muro, donde le daría un golpe como si quisiera
matarlo; el caballero debía caer al suelo y cuando los demás fuesen contra el
agresor, éste se metería en el castillo donde sería acogido y premiado.
La comedia se llevó a cabo como se había pensado y Dominguejo
comentó a Lope de Arenas que había matado al caballero por haberle insultado,
por lo que recibió el cargo de guarda mayor de los centinelas del castillo
convirtiéndose en hombre de su confianza, lo que le permitía entrar y salir
libremente de sus habitaciones, hasta que un día, aprovechando que se estaba
afeitando, entró Dominguillo y con un venablo que llevaba oculto traspasó
el pecho del alcaide, quien a la hora de su muerte dio orden de entregar el
castillo al rey. Dominguejo solicitó un premio por su “hazaña”, y el rey le
concedió una renta, pero para que tal hecho no quedara impune, mandó que le
cortaran pies y manos, “quedando así recompensado el servicio y castigada la
deslealtad”.
En 1170, cuando Alfonso VIII firmó sus capitulaciones
matrimoniales con Leonor de Inglaterra, entre las arras ofrecidas figura Zorita,
que cuatro años después dona a la Orden de Calatrava que recompone el castillo
para ser guarnecido por numerosos caballeros y algunos frailes clérigos, con su
prior, viviendo conventualmente como los de Calatrava, bajo el gobierno del
Comendador Martín Pérez.
Tras otros muchos sucesos, es en 1180 cuando el rey Alfonso VIII y
el maestre Martín Pérez de Siones otorgan a Zorita un fuero gracias al que
crece de tal manera, que el rey Fernando III le concede otro nuevo, en gran
parte ampliación del anterior, con numerosas disposiciones favorables a la
población judía y musulmana. Fue tanto el crecimiento que alcanzó Zorita que
tuvo que extenderse por un arrabal nacido al otro extremo del puente viejo, en
la vega.
Muchos más son los datos que contiene este librito, cuya lectura
recomendamos, puesto que ofrece una idea muy amplia, al tiempo que
clarificadora, de los diferentes hechos por los que ha ido atravesando la villa
de Zorita, que, al fin, son su historia, pero preferimos a estas alturas que
sea el propio lector quien las deguste y las vuelva a vivir en su mente.
José Ramón López de los Mozos
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