VAQUERIZO MORENO,Francisco, Demis pasos en la tierra. Poemario, Guadalajara, El Autor / Aache Ediciones,
2014, 265 pp. (ISBN: 978-84-15537-66-3).
El sacerdote -“este
clérigo de buenas letras” (CJC, dixit)-
y poeta Francisco Vaquerizo nos deleita nuevamente con un interesante poemario
que, en esta ocasión, ha dividido temáticamente para su mejor comprensión en
seis apartados dedicados a versos religiosos, versos del Quijote, Memoria de
Italia, versos de los caminos, versos de homenaje y versos de fantasía, que
comienzan con un preámbulo, más o menos extenso, de carácter explicativo.
Poemas, todos, como
indica el propio Vaquerizo, que permanecían aguardando el sueño de los justos,
hasta que ha llegado el momento oportuno de darlos a la estampa -tras una
escrupulosa selección- para su general conocimiento y natural regocijo del
lector. Alguno de los poemas que ahora se publican, una media docena, ya los
había dado a conocer con antelación en otros poemarios, pero no ha sido capaz
de renunciar a repetirlos, y, eso, que sepamos, no es malo, porque el autor
tiene cierto cariño especial hacia ellos, por lo que De mis pasos por la tierra es una muestra clara y precisa,
antológica, de su labor poética, especialmente “por la variedad estructural y
temática y por los múltiples registros que emple(a)”.
Dice más nuestro querido
poeta que, a veces, la escritura de un poema no es más que un lírico arrebato
momentáneo que hay que saber aprovechar, pero que muchos otros poetas
magnifican a su modo, aunque sin engañar a nadie, tal y como decía Cicerón: “No
he conocido a ningún poeta que no se tuviese por óptimo”, que después comentó
Erasmo a su manera: “Muchos poetas creen de buena fe que el espíritu de
Virgilio se ha encarnado en su pecho” (o sea, que como dice Vaquerizo, abundan
los petulantes).
Otra cosa pensaba
Cervantes, quien en El Qujote hace
decir a la sobrina del ilustre hidalgo la siguiente frase: “hacerse poeta era
una enfermedad incurable y pegadiza”, aunque en La Gitanilla proclame que “la poesía es una joya preciosísima… una
bellísima doncella, casta, honesta, discreta, aguda, retirada y que se contiene
en los límites de la discreción más alta”, para concluir, en resumidas cuentas,
que el oficio de poeta es enredoso.
Sin embargo, después de
todo, cuando en cierta ocasión preguntaron al poeta, a Vaquerizo, qué pensaba
que era la poesía o qué era para él, contestó sin dudar que “una forma de
libertad”, cosa que sigue pensando en la actualidad, aunque sea una
contestación un tanto etérea, porque también existen otras formas de libertad
que no son poéticas.
Pero dejemos las cosas
en paz, puesto que -seguimos citando a Vaquerizo- “…si vamos a ver, cada poeta
es su propia poesía y el poeta, en realidad, no tiene otra justificación que su
propio verso” y De mis pasos en la tierra,
es el suyo.
Así, en el preámbulo a
“Versos religiosos” (páginas 13 a 83), indica que su oferta consiste en poemas
acerca de Semana Santa y Navidad, sobre la Eucaristía, de la Virgen María en
general y a través de diversas advocaciones… Poemas que se justifican a sí
mismos, de los que dice que son la mejor dádiva que podía ofrecer a sus
lectores.
Los poemas son muchos y
variados. Sin embargo, para nosotros son los romances los que más nos atraen y
por ello ofrecemos parte de uno de ellos, titulado “Romancillo al Nazareno” que
tanto nos recuerda aquellos poemas alegres y amorosos a un tiempo de aquel
“doñeador” que fuera don Juan Ruiz (de Cisneros), arcipreste de Hita.
“Jesús
Nazareno / de san Nicolás, / dame generoso / tu amor y tu paz; / dame tu
consuelo, / dame tu amistad, / sé la compañía / de mi soledad / y líbrame
siempre / de toda maldad. // Jesús Nazareno / de san Nicolás, / perdón y
clemencia / te vengo a implorar; / prende en mí la llama / de tu caridad, / concédeme
amarte / cada día más / y vivir tus normas / con fidelidad. // Jesús Nazareno /
de san Nicolás, / el mayor orgullo / de esta capital, / pues no hay un vecino /
-me atrevo a pensar- / que una sola noche / deje de invocar / el divino amparo
/ de tu majestad. // …”.
“Versos del Quijote”
constituye un sencillo homenaje del autor a la memoria de Cervantes, que
concreta en alguno de sus personajes, así como en una Nueva Letanía, que sigue
idéntica estructura que la conocida “Letanía de nuestro señor don Quijote” de
Rubén Darío. Una forma de pagar la inmensa deuda que todos los escritores, y
especialmente los hispanohablantes, tienen con el “Manco de Lepanto”. Veamos
una parte de esa Nueva Letanía, a
modo de glosa de la rubeniana:
“Rey de
los hidalgos, estrella colgada / en el ojal claro de la madrugada, / dueño
empedernido de toda ilusión, / caballero invicto de la bonhomía / al que el
orbe entero rinde pleitesía / desde lo más hondo de su corazón. // Adalid
insigne de las andaduras, / que purificaste todas las tristuras / por la gracia
inmensa de tu caridad, / con la lanza en ristre contra los agravios, / y contra
los necios y contra los sabios / y contra los fueros de la autoridad. //
Paradigma egregio de la fantasía, / que honraste en extremo la Caballería, / a
ti la alabanza sea y el honor; / a ti los aplausos y las excelencias / con que
algunos lavan sus malas conciencias / por haber dudado de tu condición. // …”.
En el preámbulo a
“Memoria de Italia”, Francisco Vaquerizo se sincera -no hacía falta, porque en
sus escritos la pone de manifiesto- y dialoga de forma amena con el lector, a
quien da a conocer uno de sus sueños de toda la vida: conocer Estados Unidos e
Italia, en especial Roma, porque “En Roma estaba la huella de Cicerón, de
Virgilio, de Horacio. La herencia latina que alimentó mis lirismos adolescentes
y configuró definitivamente mi estética literaria”.
Los poemas que aquí
inserta rememoran uno de esos viajes a Italia y obedecen a la vieja manía del
autor de cantar todo aquello que le produce satisfacción, interés o admiración.
Una forma de mantener vivas las emociones y poderlas compartir con los demás.
“La Torre de Pisa” es un
poema de esta serie:
“¡Ay,
la Torre de Pisa / qué linda estaba / bajo el sol jubiloso / de la mañana! // ¡Ay,
la blanca ternura / del mármol de Carrara! / ¡Ay, la gente que llega, / ay, la
gente que pasa, / ay, la Torre de Pisa, / ay, la torre inclinada, / burlando
desdeñosa, / al espacio la estática / y haciendo caso omiso / de aplomos y
plomadas! // ¡Ay, la Torre de Pisa / qué linda estaba / bajo el sol jubiloso /
de la mañana! // Torre de Pisa, / torre inclinada, / desequilibrio, / preciosa
trampa, / locura insigne, / triunfal audacia, / límite extremo, / conjura
mágica, / jaque al espacio, / suma acrobacia. // ¡Ay, la Torre de Pisa / qué
linda estaba / bajo el sol luminoso / de la mañana! // Y yo, como un bendito, /
venga a mirarla, / que, cuanto más la miro, / más me entusiasma // (Y ella como
sin darse / por enterada)”.
Siguen unos “Versos de
los caminos”, que responden al amor incondicional que el autor tuvo y aún tiene
a los paisajes en que se desarrolló parte de su infancia, versos de melancólico
lirismo, puesto que fueron escenarios de sus andanzas infantiles, de sus inseguridades
adolescentes y de sus ensueños de juventud, “porque no hay como regresar a un
lugar que no ha cambiado para darte cuenta de cuánto has cambiado tú”.
“Los caminos”, que
seguidamente transcribimos, es una forma bella y alegre, sonora, rítmica -con
su deje de tristeza- de ver y recordar el pueblo en que se nació. Un poema casi
hecho para niños que tanto nos recuerda aquella cancioncilla que nos cantaban
nuestros mayores cuando éramos niños: Cinco lobitos / tiene la loba / cinco
angelitos / detrás de la escoba…
“Quince caminos / tiene
mi pueblo; / quince partidas, / quince regresos, / quince nostalgias, / quince
pretextos, / quince aventuras, / quince argumentos. / Quince caminos / tiene mi
pueblo; / quince suspiros, / quince mementos, / quince alboradas, / quince
luceros, / quince memorias, / quince silencios. / Quince caminos / tiene mi
pueblo; / quince caminos / a los que vuelvo, / de fiesta el alma, / de luto el
cuerpo / y a dar, alegre, / gracias al cielo. / Quince caminos / tiene mi
pueblo; / quince milagros, / quince misterios, / quince esperanzas / en punto
muerto / y quince olvidos / para el recuerdo”.
El preámbulo a “Versos de Homenaje” viene a ser
otra manifestación de sinceridad del autor que, siguiendo al maestro Quevedo,
considera que ser agradecido es parte principal del hombre de bien y él lo
desea y lo procura con estos poemas que, además, rinden también homenaje a los
lugares y cosas por las que siente admiración y cariño.
Hemos elegido este soneto dedicado a “Álvaro
Ruiz Langa” porque es bello y porque Álvaro también es amigo de quien esto
escribe:
“A Álvaro, normalmente,
lo imagino / haciéndole la burla al calendario, / galopando el corcel del
diccionario / y sentado a la vera de un camino. // También veo a este insigne
cifontino, / cambiando, un día y otro, de escenario / y haciendo cuanto fuere
necesario / para esquivar los golpes del destino. // Lo considero, amén de los
amenes, / como el amigo fiel que nunca falla; / de los que dices ven y allí lo
tienes. // Nunca da por perdida una batalla / y, sea con aplausos o desdenes, /
de un modo u otro, siempre da la talla”.
Finaliza este poemario con una gavilla de
“Versos de fantasía”, más literarios que los anteriores y también más alejados
de la realidad; poemas que no contienen mucho de la psique del poeta, pero sí
de su ensoñación, por lo que algunos bordean el esperpento al modo
valleinclanesco, o rozan el absurdo… Sirva de muestra una parte del poema
titulado “Si nuestra vida fuese un
cuento chino”:
“Si nuestra vida fuese
un cuento chino, / nada vendría a cuento. / Pues si la vida fuese un cuento
chino, / ¿a cuento de qué echarle tanto cuento a la vida? / Y peor que el tal
cuento fuese, precisamente, / el de nunca acabar… / Sería el colmo. // De
cualquier modo, si la vida fuese / un cuento chino, / ¿por qué jugarnos tanto
en el envite? / ¿por qué poner el juego
la conciencia / al menor contratiempo?, / ¿por qué dejarnos tantas y tantas
veces / la piel en la gatera?, / ¿y por qué echarle tantas guindas al
pavo?...”.
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