YBARRA, Carmen, La Princesa y el Jardinero y otros relatos,
Guadalajara, La Autora / Aache Ediciones, 2015, 54 pp. (ISBN:
978-84-15537-74-8).
Carmen de Ybarra es
persona conocida en el mundo literario de Guadalajara, dado que son varias las
obras que ha publicado con anterioridad, algunas de las cuales hemos comentado
en estas mismas páginas. Su especialización son los cuentos, aunque ello no quiere
decir que no haya escrito, en alguna ocasión, acerca de otros temas, por lo
general, artículos periodísticos.
Sus tres primeros libros
fueron publicados por Everest: El pájaro
azul y Nicolás en Marte, de los
que se hicieron tres ediciones, y Mujeres
de la Biblia. Posteriormente vieron la luz Saskia y otros cuentos, colección de entre los que el titulado
“Juanillo”, fue seleccionado para su publicación en El pajarito sin cola, antología del cuento infantil en Castilla-La
Mancha.
Hace relativamente poco
salieron a la palestra bibliográfica otros tres libros más: Chaqueta Teófila y otros cuentos, Leyendas vascas, tal vez su libro más
leído, y Añoranzas, en el que
agavilló una selección de brevísimos artículos de prensa; estos tres últimos bajo
el sello editorial de Aache Ediciones.
La Princesa y el Jardinero es un
libro muy breve que contiene tres cuentecillos (en realidad cuatro): el que da
título al libro, Tochín, -del que
depende El sol y la Niebla-, y
El Grillo y el Canario; y otros relatos consistentes en una nota biográfica
sobre Eugenia de Montijo -“Eugenia de
Montijo, Emperatriz y Madre”-, y tres apuntes autobiográficos: Otoño en San Sebastián, En mágico fuego y La segunda juventud. Todo el conjunto está escrito con gran
belleza, esa belleza que caracteriza todos los escritos de Carmen de Ybarra, en
los que se encuentra siempre una gran sencillez, un lenguaje puro -que ya casi
no se habla o es muy difícil oír por la calle- y una tendencia a rodear todo
con ese amor pausado que pone a la hora de escribir sus textos, pues no en vano
el libro comienza con unas palabras de Plinio, alusivas al tema: Amor, qui
magister ist optimus (El amor, que es el
mejor de los maestros) (Plinio, Epístolas, 4, 19,4).
Cabría señalar su
sencillez de los cuentos, una sencillez no exenta de profundidad, porque cuando
Carmen de Ybarra escribe, lo hace casi siempre para dejar algún conocimiento,
alguna conseja, lo que antiguamente se llamaba “la moraleja”. Algo que el
lector podrá observar, por ejemplo, en el cuento titulado El Grillo y el Canario, cuyo final nos recuerda en cierto modo a
las fábulas de Esopo o a las más modernas de Samaniego. Traslademos el diálogo:
“- Señor
grillo -propone a su vecino- (el canario) ¿Por qué no abres mi puerta (la de la
jaula) y nos largamos?
Pero el
grillo le advierte:
-
Piénsalo bien, señor canario, en esta casa estamos seguros, tenemos techo y
comida. Nos pueden matar a los dos.
La
discusión duró horas y al fin llegaron a un acuerdo.
-
Tienes razón no se puede luchar contra el destino.
- Sí,
señor canario, todo consiste en conformarse cada uno con su suerte. No huyamos,
vivamos juntos como hermanos, siempre hasta la muerte.
Y es
así como un canario tan amarillo como la yema de un huevo y un grillo tan verde
como una ciruela comprendieron lo que muchos hombres no entienden”.
Otra cosa que nuestra
escritora hace con frecuencia, como el lector habrá podido comprobar, es el
empleo de símiles, lo más gráfico posible, con el fin de llegar con facilidad a
la mente infantil, además de conllevar siempre cierto sentido pedagógico: por
ejemplo, en el texto anterior se dice: “un canario tan amarillo como la yema de
un huevo” y en otros casos, “piel blanca como la nieve”, “ojos celestes como el
cielo” -casi una tautología-, “dulce como la miel”, etcétera, que se suelen
acompañar con frases que pudieran parecer escritas por niños: “… la reina,
murió muy joven, de viruelas, una enfermedad mala, que desfigura el rostro y lo
deja como si las abejas celebraran un festín en él” o “Si el rey tenía
conocimiento de los amores de su hija y el jardinero de palacio, se hacía el
tonto. Un día se despertó con ganas de tener un nieto y, sin decir ni pío,
concedió la mano de la princesa al príncipe más apetecido…”. Un lenguaje sin
miramientos, que no busca efectos especiales, más o menos barroquizantes, que
no llama la atención por la construcción más o menos enrevesada de sus frases y
párrafos, sino por todo lo contrario, por su sencillez, por no ir en busca de
la palabra adecuada al momento, sino a la que cae a mano y hace que la frase
sea entendible.
Y es que, a veces lo
hemos pensado, Carmen de Ybarra se convierte en la niña que lleva dentro para
ponerse a escribir estos cuentecillos tan amables, tan candorosos y a la vez
tan divertidos. Muchos, como el que comentamos de La Princesa y el Jardinero basados en otros cuentos medievales
donde al final prevalece la idea de la protagonista, contrariamente a lo que
pensaba el rey o el padre -que a veces coinciden-, que termina dándose cuenta
de que no lleva razón ante lo que su hija le pidió haciendo caso a su corazón y
no a su cerebro.
Muy diferentes son los
tres apuntes autobiográficos que van al final del librito. En ellos la autora
ha pasado de los años fáciles de su juventud y se asoma al balcón de la
madurez.
En el primero de ellos
la estampa que presenta de San Sebastián en octubre es de una gran belleza
plástica; hay alegría en el comentario, pero se trata de una alegría triste,
una alegría en la soledad que se piensa:
“Ahora,
cuando las campanas del ángelus se pierden en un eco que llega hasta el cielo y
las sirenas de las fábricas mandan a sus obreros al hogar, yo me encuentro
ensimismada, recordando frente al mar. Es deliciosa toda mi soledad en estos
momentos; el sol que me adormece y mis pensamientos que se alejan”.
En Un mágico fuego, alude a las llamas, bellísimas, que hicieron
pavesas las cuartillas de una especie de diario que la autora realizó en un
tiempo y del que se quiso deshacer, reduciendo a la nada aquel pedazo de su
vida para dejarlo solo a merced del recuerdo. Destacaríamos la siguiente
descripción:
“… las
hojas blancas se han doblado lentamente y avanzado hacia el fuego como vírgenes
heroicas, -maravillosa comparación- se ha transformado en pétalos naranjas con
festones dorados, formando un capullo refulgente de arrogantes llamas que se
elevaban en piruetas de color: Luego, desde la cumbre, han caído desvanecidas,
resistiéndose a morir, hasta hacerse negras y deshacerse en cenizas sobre la
tierra”.
El tercer apunte, La
segunda juventud, es una confesión desde la madurez de algunas ideas, aunque sin perder su línea habitual:
“Yo
camino por el mundo, quizá como una libélula despistada, y en mis relaciones
humanas que frecuento desde la primera hasta la tercera edad, observo las
nostalgias vividas por un respetable número de personas encasilladas en la
segunda edad…”.
Un nuevo libro de Carmen
de Ybarra que, como dijimos al comienzo, ofrece unas páginas de amor y
entretenimiento a quien quiera acercarse a ellas. Quien esto escribe las ha
disfrutado a placer.
José Ramón López de los
Mozos
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