Uno de los recuerdos más antiguos que tengo por la cabeza, -no sé la época, pero debe ser de hacia 1953- fue una visita que con mi tía hice a los jardines del palacio de la Condesa de la Vega del Pozo, a los que se entraba por el callejón de San Sebastián, por un portalón que hay poco más arriba de la torre del mismo nombre. Rodeaban por el sur y levante el gran palacio que mandara agrandar y dejar en suculento uso doña María Diega Desmaissières, a finales del siglo XIX. Rodeados de una alta muralla, constituían un tupido mundo de arrates, caminos, arroyos y cascadas, cenadores, bancos, emparradas y matas de boj. Cómo se conseguía humedecer y regar todo aquello en un clima tan seco como
Este mínimo y remoto
recuerdo lo traigo (a pesar de confesar con él que son ya bastantes los años
desde los que guardo recuerdos) a propósito de un repaso que quiero dar, en
vuelapluma somera, por los que fueron, o aún son, jardines y parques de nuestra
tierra alcarreña. A propósito, todo ello, de un libro que ha caído en mis manos
estos días y que, rara avis, viene
colmado de documentación inédita, de apreciaciones y noticias sobre entornos
desaparecidos. El libro lo ha escrito el investigador toledano Francisco García Martín, y lleva por
título “Paseos y Jardines históricos de la provincia de Guadalajara”. Con
muchas fotos y planos, con mucho testimonio directo de lugares apenas
conocidos, el autor nos va desgranando docenas y docenas de sitios que tiene, o
tuvieron, jardines y parques.
Entre los más conocidos, sin
duda aparecen los “jardines versallescos” de Brihuega. En el costado sur de la
Fábrica de Paños, y a instancias de quien compró el conjunto fabril, a mediados
del siglo XIX, don Justo Hernández Pareja, sobre una amplia terraza con
magníficas vistas al valle del Tajuña, se encuentran los jardines de la
fábrica, construidos hacia 1850 al estilo francés, con un gusto versallesco y una elegancia que
hoy proporcionan unos minutos de relajación a quienes en cualquier época del
año los visita. De ellos escribía Camilo José Cela en su «Viaje a la Alcarria»,
aún con la emoción de su hallazgo prendida a la pluma: El jardín de la
fábrica es un jardín romántico, un jardín para morir, en la adolescencia, de
amor, de desesperación, de tisis y de nostalgia. Un lugar increíble, en
cualquier caso, donde parece reposar la sombra de la felicidad, el entrañable
sosiego de los lugares antiguos y humanizados.
De este estilo, aunque más
pequeños todos ellos, y en espacios más cerrados, más privados sin duda, hay
que destacar algunos jardines neoclásicos: entre ellos mencionar el jardín del
palacio de los marqueses de Chiloeches, en la cercana población alcarreña.
Sirve por su parte trasera a la dimensión señorial de la construcción, y consta
de un jardín central y una serie de bancadas que en una mezcla de jardín y
huerto aprovecha el pronunciado declive del terreno hasta el cercano arroyo. En
su centro, una monumental fuente de tallada piedra, con una aguda pirámide en
su centro, evocadora de antiguas sabidurías. Son interesantes del mismo modo
los jardines del palacio de los Almenara en Galápagos, que se pusieron
laterales al barroco edificio, pero se extendieron, comunitarios, al gran
plazal que le precede.
En Tendilla hubo también
jardines, privados: concretamente los que los Solano y López Cogolludo pusieron
en la parte posterior de su gran palacio barroco, en una extensión enorme que
llega hasta el arroyo del Pra. Hoy están abandonados, como el propio palacio, y
perdidos, como ocurrió con los cercanos jardines del palacio que algo más
arriba construyera en el siglo XVIII don Manuel de la Cerda y Soto, incluyendo
en ellos un molino. Todo vino al suelo y aparcó en el olvido. Como los jardines
que mandó poner en su palacio de Mandayona el obispo Francisco Delgado y
Venegas, o los que en torno a su palacio, primero hundido y luego derribado,
puso en Illana don Juan de Goyeneche, ministro de Hacienda y uno de los ilustrados
más dinámicos que ha tenido este país.
De los jardines que hubo en
el Sitio de Heras, aquella finca palaciega de junto al Henares, que tuvieron
como espacio deleitoso los Mendoza, nada queda. Por allí vivieron largas
temporadas, en los veranos, los duques del Infantado, y allí recibieron y se
alojaron los monarcas que por el Camino de Navarra pasaban, cruzando el
Henares, hacia Sopetrán e Hita. Pascual Madoz los describe en su “Diccionario”
diciendo de ellos que se componían de un gran paseo de plátanos, acacias y
otros árboles, junto a las tierras de cultivo y otros bosquecillos de olivos y
nogales entre las viñas. En el Archivo de la Nobleza que se custodia ahora en
Toledo, el autor del libro que comentamos ha encontrado un estupendo plano que dibuja
el palacio, las casas y os jardines del “Sitio de Heras”. Otro nombre más de
nuestro “Patrimonio Desaparecido”.
Los jardines sacros de los frailes reformados
En La Salceda, un monte alto
y seco, perdido en medio de la Alcarria, entre los términos de Peñalver y
Tendilla, y del que hoy solo quedan ruinas lastimosas, se fraguó la reforma de
los franciscanos, a fines del siglo XIV, con la iniciativa de fray Pedro de
Villacreces. En término de Pastrana, pero ya orillas del Tajo, frente a
Sayatón, en un lugar todavía hoy muy difícil de llegar, los carmelitas
reformados bajo la dirección de fray Diego de Jesús María pusieron su Desierto
de Bolarque. Unas ruinas impresionantes, comidas del bosque, con árboles que
han nacido sobre los muros del templo y del claustro, dan fe de aquella
aventura humana y espiritual. En ambos lugares, y por necesidades de la nueva
visión del encuentro con Dios, los frailes reformados pusieron jardines, en los
que se establecían caminos, sendas que imitaban la subida al cielo, al monte
Tabor, al Calvario, a las alturas sacras, y en ellos se alzaban pequeñas
ermitas, altares minúsculos, carteles y emparrados por donde avanzaban, varias
veces al día, los monjes para reunirse y luego orar en solitario. Han quedado
interesantes descripciones de esos jardines espirituales, pero ni una sola
huella palpable de los mismos.
“Las Cascadas” de Gárgoles
Entre los más impactantes y
desconocidos jardines de la provincia de Guadalajara figura la finca “Las
Cascadas” en término de Gárgoles de Arriba. En el cauce del río Cifuentes, que
nace en este pueblo y desemboca en Trillo al Tajo, con un recorrido de poco más
de 10 kilómetros ,
se colocó hace siglos una fábrica de papel, en la que se producía (dicen los
entendidos) el mejor de España, de tal modo que sirvió para imprimir los
primeros billetes de Banco.
Aprovechó de mil maneras las
aguas del río, que siempre mantiene un buen caudal, y se le desvió en acequias,
túneles y saltos que produjeran el movimiento de las maquinarias y de los
batanes.
Años después, a principios
del siglo XIX, se añadieron a la finca una serie de construcciones y sobre todo
de disposiciones del terreno y la masa vegetal, de tal manera que se intentó
crear un jardín inglés monumental, en el que (frente al constructivismo y equilibrio
francés) se recreara “la Naturaleza virgen”. Es muy difícil crear un jardín de
estilo inglés en España, en Castilla incluso, en la Alcarria todavía. Pero en
esta finca se intentó y se consiguió con creces. Aquí el protagonista es el
agua: hay arroyos, cascadas, estanques, láminas, terrazas, túneles, hasta un
gruta con rocallas tras una gran catarata. En su torno se crearon,
artificialmente, montañas, valles, lagos, y se pusieron edificios adecuados,
encantadoras casitas, un palacete, y hasta unas románticas ruinas góticas. Más
un montón de puentes, caminos, emparrados, subidas, escalinatas…. Muy poco
visitado, no estudiado, y apenas conocido, este Jardín de “Las Cascadas” en
Gárgoles de Arriba es sin duda la estrella de los jardines romáticos de nuestra
tierra.
En el entorno del Tajo, y no
lejos de aquí, surgieron otros jardines que se han mantenido vivos en los
planos, en las descripciones de los viajeros, en antiguas fotografías
amarillentas. Porque de ellos nada ha quedado. En este crónica de memorias y
derrumbes, cabe recordar los jardines del Real Sitio de La Isabela, aquel
balneario de junto al Guadiela que se creó para el recreo de Fernando VII y su
familia, pero que finalmente fue utilizado para deleite de viajeros y gentes
varias, acabando durante la guerra como hospital psiquiátrico y centro de
reclusión, y ahora en un charco de escasas aguas al que llaman “Embalse de
Buendía” y que deja ver, en años de sequía, el esquelo pálido de aquel lugar.
Aguas arribas del Tajo
estaban los Reales Baños de Carlos III, junto a Trillo, en los que también hubo
jardines de frondosidades epopéyicas.
El
laberinto y otros jardines de
Guadalajara
Enmarcado en el grupo de la
jardinería renacentista, y dentro de los jardines ducales, Guadalajara tuvo uno
de los más interesantes laberintos del Renacimiento en Europa. Lo pusieron los
Mendoza en su palacio, en el centro de los jardines de poniente, y lo diseñó su
arquitecto Acacio de Orejón, en la segunda mitad del siglo XVI.
Se trataba del “Laberinto
de Creta”, ingeniosamente dispuesto de tal modo que venía a ser un complicado
conjunto de corredores, pasadizos y acequias circulares por las que se accedía
a una estrecha isla central en la que residiría el minotauro. Sobre este
elemento del jardín del palacio del Infantado sólo nos ha quedado la referencia
gráfica que aparece en uno de los croquis que hizo Orejón cuando la gran
reforma palaciega del quinto duque, pero no se conoce otra referencia ni
documento escrito alusivo a él. Su significado se nos muestra fácil y
consecuente con el conjunto manierista del programa implantado por el duque en
su mansión alcarreña: la utilización de un mito cretense como es el del
laberinto, el minotauro y la lucha de Teseo contra este ser, pudiera parecer,
en principio, muy desligada de la tónica general del conjunto, en el que priman
alusiones a la historia romana y a la mitología olímpica. Pero basta con
conocer la general utilización de este elemento «laberíntico» en la mayoría de
los jardines del Renacimiento italiano para comprobar que su utilización en
Guadalajara no hace sino afianzar el clasicismo de todo el programa.
Una vez abandonado el
palacio, utilizado para otros fines, bombardeado, hundido y reconstruido, hacia
1980 se reordenó el vacío espacio de los jardines ducales y se colocó de nuevo
un laberinto, que sin tener nada que ver con el original, sí que le da un plus
de interés a este conjunto ajardinado pseudorenacentista de tan afamado
palacio.
En Guadalajara hubo algunos
jardines de interés. María Diega Desmaissières, condesa de la Vega del Pozo,
muy chapada a la francesa, quiso poner jardines de tipo galo en torno a su
fundación de “San Diego”, lo que hoy es el conjunto de las Adoratrices y el
panteón mortuorio de la
familia. Un hermoso jardín se puso centrando el claustro del
edificio central: un revival románico espléndido, muy poco conocido, en cuyo
centro, además de una fuente, con paseos, paredes de boj y acequias sonoras, se
alza un gigantesco cedro del Líbano. Para acompañar al visitante que desde el
paseo de San Roque, y atravesando la portalada de piedra y hierros que se
encuentra en el costado de este paseo, se dirigía hacia el panteón, la duquesa
encargó a Cirilo Rodríguez que le preparara unos magníficos jardines al estilo
de los del Retiro de Madrid. En ello se puso el jardinero, pero no se llegaron
a construir por la muerte de la
señora. Que , sin embargo, sí logró montar otro tupido y
romántico jardín en su palacio del centro de la ciudad. Ese jardín que
aún rebulle en la memoria de quien esto escribe.
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