domingo, 2 de octubre de 2011

Treinta y tres rutas para conocer mejor Guadalajara



HERRERA CASADO, Antonio, La Ruta del Arcipreste y otros viajes extraordinarios, Guadalajara, Aache Ediciones (col. Tierra de Guadalajara, 80), 2011, 180 pp.

Este libro es una caja de sorpresas. Por un lado, la Ruta del Arcipreste le sirve de “aperitivo”, para abrir boca a una degustación posterior a base de pequeños y variados “platillos”, que son otras tantas rutas, que seguramente harán las delicias de los aficionados a viajar, puesto que tras aquella, son muchas más las que se destinan a dar a conocer los más apartados rincones de nuestra geografía provincial.
Seis viajes por la Campiña del Henares, diez por la Alcarria, otros diez por la Serranía y media docena más por el Señorio de Molina. Total, treinta y tres rutas recoge esta guía con la que poder disfrutar “a pie, en coche, o simplemente soñando con los lugares, las épocas y los temas que en él se describen”.
Seguramente llamará la atención del lector la cantidad de rutas que puede elegir sobre los aspectos más variados; desde los tradicionales, que van siguiendo una ruta predeterminada, a esos otros más puntuales como una visita al Torreón del Alamín, al “Desierto” de Bolarque (tan desconocido), a la “Ciudad Encantada” de Tamajón, o a la “Peña Escrita” de Canales de Molina, e incluso otras, menos en cantidad, pero aún más puntuales y específicas, puesto que el viaje se debe adaptar a una fecha concreta: así los viajes destinados a conocer “in situ” las “Botargas” del Henares, a la “Caballada” de Atienza, o a los “Diablos” de Luzón.
Es de suponer que nuestro querido Cronista Provincial podría haber añadido otras muchas rutas y viajes a las que aquí, en este “rutero”, se recogen, pero es preferible ir dosificando las posibilidades.
Aparte de la Ruta que presta su nombre al libro, la del Arcipreste, quisiéramos dejar constancia del resto, ese extenso abanico, con las que el viajero pueda hacerse su propia composición de lugar, y tome buena nota de las que más le gustan o por las que tiene especial preferencia.
Viajes por la Campiña, a los castillos del Henares; a las “botargas” del Henares; al Torreón del Alamín, de Guadalajara; al palacio de Dávalos, de Guadalajara; al Monasterio de Lupiana, y al mudéjar de Guadalajara.
Viajes por la Alcarria, al aljibe del castillo de Valfermoso (de Tajuña); a Durón; al “Desierto” de Bolarque; a la ciudad visigótica de Recópolis; a las fuentes de Guadalajara; a las picotas de la Alcarria; a los puentes del Tajo; a los campanarios de la Alcarria, a las Cendejas, y a las plazas mayores de la Alcarria.
Viajes por la Serranía, a la “Arquitectura Negra”; a Valverde de los Arroyos; a la “Ciudad Encantada”, de Tamajón; a la nieve de Galve de Sorbe, a la “Caballada” de Atienza; al sitio de Peñamira; al “Doncel” de Sigüenza; al románico de Sauca; por el barranco del río Dulce, y a los “Diablos” de Luzón.
Viajes por el Señorío de Molina, al Río Gallo, al románico de Molina, a la “Peña Escrita” de Canales, a las “Casas Grandes” de Milmarcos, a la Sierra de Caldereros y a Cobeta y Montesinos.
Como puede apreciarse tras la lectura de toda esa amplia variedad de rutas, los temas que se presentan son también inmensos y para todos los gustos, para los amantes de la naturaleza monda y lironda y para los amantes de la huella cultural del hombre a través de los siglos.
Ríos, barrancos, rocas de formas caprichosas, la nieve..., por un lado, y, por otro, castillos y monasterios y el estilo artístico en que fueron construidos, fuentes, picotas y puentes, plazas mayores..., junto a fiestas tradicionales que conviene ver cuanto antes puesto que los tiempos cambian y con ellos los gustos.
Muchas de estas rutas, deberían llevarse a cabo con algún que otro libro en las manos y, por ello, Herrera Casado nos aconseja, al final de cada una de ellas, a través de una muy selecta mención bibliográfica, qué libros pueden sernos más útiles a la hora de completar los conocimientos que vayamos adquiriendo ya que, junto al viaje en sí mismo, generalmente se suelen encontrar otros placeres o, si queremos, satisfacciones complementarias, como la gastronomía o las visitas a museos, castillos, iglesias y ermitas; o todavía mucho mejor, todo ello junto y en alegre y gratificante revoltijo.
(Pongamos por caso que queremos aprovechar un día para ir a los toros a Brihuega. Para ello conviene salir de mañana, sin madrugar, para callejear visitando las iglesias, las murallas y el castillo de la “Peña Bermeja”, amén del cementerio que guarda en su interior, tan atractivo, tomar algunas tapas, comprar pan, chorizos y algo de miel, comer algún plato autóctono en alguno de sus restaurantes y, para redondear la jornada, quedarse, después de los toros, a ver la procesión -si es fecha-, los desfiles de “gigantes y cabezudos” o asistir a un concierto de música de los hermanos Durón en el santuario de la Patrona. Y miel sobre hojuelas).
Muchas de las rutas que contiene esta estupenda guía ya habían sido publicadas con anterioridad, pero ello mismo, en lugar de restarle importancia, lo que hace es añadírsela y magnificarla, puesto que haberlas recogido todas juntas en un solo volumen, significa poder echar mano de cualquiera de ellas en cualquier momento, sin tener que pararse a pensar donde se leyó tal o cual cosa (y más en estos tiempos de prisas, que tan malas consejeras son para casi todo).
Pero no quisiéramos finalizar este comentario sin ofrecer al lector una idea clara de lo que son y cómo son, más en concreto, estos viajes y, para ello, vamos abrir el libro por donde quiera el azar.
La mano inocente del escribidor acaba de abrirlo por la página 89, que corresponde al “Viaje a los campanarios de la Alcarria”.
Una entradilla en cursivas avisa al posible viajero de las sorpresas que pueden irle surgiendo en el camino, un camino que no tiene necesariamente por qué ser recto y que puede ir ensanchando sus miras a uno y otro lado del camino principal, del primeramente pensado. Así podrá ir anotando en su cuaderno de bitácora otras muchas cosas que le vayan saliendo al paso.
Pero el fin, ahora, a pesar de todo, es concreto. Guadalajara, donde ver en toda su magnificencia y elevación las campanas de la torre de su iglesia-concatedral de Santa María la Mayor de la Fuente, que han servido ya de instrumento musical con el que ofrecer un concierto atrayente y sugestivo. En Sigüenza otras campanas distintas, las de las torres guerreras de su catedral, le darán la bienvenida y más si el sol acompaña al día, que da ese tono entre dorado y rojizo a la piedra con que están construidas. De otra forma, totalmente diferente, en Hontoba, la espadaña de su iglesia románica, frente a la picota de la plaza, ofrecerá al caminante toda una sinfonía de vanos y bronces por los que se filtra la azulada luz celeste. Puede que de fondo suenen los alegres versos masculinos de una vieja canción de “mayo” retratando a la moza amada.
También se vuelve acogedora la espadaña pétrea de la iglesia de Pinilla de Jadraque, donde las campanas viven su soledad acompañadas por la piedra tallada de sus amarillentos bellísimos capiteles, entre los que un hombre pez, con dos colas y mitológica presencia, dará la bienvenida al visitante atrevido. Cercanos quedan, casi arruinados, los restos del antiguo convento de San Salvador, ya sin escudos en su fachada, aguantando el tiempo que, de un momento a otro, lo derribará si Dios y el Patrimonio no lo remedian, y mucho nos tememos que los tiempos no andan muy boyantes para dispendios en materia cultural, ya que -desde siempre- la Cultura ha sido, y sigue siendo, la que ha “pagado el pato” en semejantes circunstancias (será por aquello del “primum vivere, deinde filosofare”, que decía el clásico).
No menos artísticas, no sólo por las campanas en sí, que a lo mejor sirven de excusa para el viaje, son las campanas de la torre mondejana de Santa María Magdalena, presidiendo la plaza cuadrada, y en parte soportalada, en la que se prenden miles de cohetes y carretillas en una lucha, en principio lúdica, entre el hombre y el fuego. Y no muy lejos, Loranca de Tajuña, donde las campanas atraen al viajero que también, de paso, puede ver un interesantísimo óleo de San Cecilia, para así unificar músicas soñadoras. Campanas con las que echar al vuelo la imaginación, aunque se viaje sentado en la misma mecedora que, todas las tardes, a eso de la caída del sol, se sentaba la abuela, en la solana, con la mirada perdida en la plaza, esperando que las campanas tocasen a misa.
Al final del capítulo correspondiente nuestro autor remite al lector interesado a la lectura de algunos documentos y textos con los que poder profundizar en el tema tratado.
Solo deseo al viajero que disfrute tanto con estas rutas, siguiendo su huella poco a poco, sin prisa alguna, como lo ha hecho quien esto escribe para dar cuenta y razón de las mismas.

José Ramón LÓPEZ DE LOS MOZOS

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