RODRÍGUEZ CASTILLO, José Ignacio, Historia de Medranda, Guadalajara, Aache Ediciones (col. Tierra de Guadalajara, 77), 2011, 240 pp.
I
Creo que los libros que componen la colección Tierra de Guadalajara, al que pertenece el que ahora comento, tienen una gran importancia, quizá mayor de la que se les ha dado, puesto que, de una forma divulgativa -pero sin caer en la vulgaridad- se pueden conocer numerosos pueblos que, de otra manera, hubiese sido casi imposible, o muy difícil, conocer.
Tienen, además, el valor añadido, de recoger entre sus páginas los más variados aspectos de todo aquello que alude, por pequeño que pueda parecer, al pueblo concreto, o al tema de que se trate.
Tal es el caso de la Historia de Medranda, un pueblo que bien podría haber pasado desapercibido por su actual pequeñez, o por eso otro -tantas veces escuchado- que viene a decir que “mi pueblo es muy pequeño y no tiene historia”. Cosa que convendría ir erradicando, puesto que todo pueblo, por pequeño que sea, tiene su historia: nació en un momento determinado, a veces desconocido, y ha venido manteniendo una existencia como todas: unas veces más agitada y rápida que otras, más pausadas, porque no conviene olvidar que son los hombres quienes los hacen y constituyen, quienes les dan vida y quienes se la quitan y que, como ellos, como los hombres, los pueblos también nacen y crecen, y en ocasiones se reproducen y mueren (aunque la memoria arqueológica contribuya a su “resurrección” temporal). Eso es la Historia. Otra Historia es también la de los grandes acontecimientos: las grandes batallas, los matrimonios, las embajadas, la corte y sus cortesanos, pero no hay que echar por la borda esta otra más cercana, la del hombre que siembra con ilusión el grano que espera recoger a la hora de la cosecha, si es que no ha sobrevenido una catástrofe. El hombre que paga sus diezmos y primicias, el que puso nombre a las dehesas donde pastaban sus ganados y a las calles de su pueblo, y también poso motes a sus vecinos para saberlos distinguir.
II
De todo eso, y de muchas cosas más, se habla en esta Historia de Medranda, y de eso mismo viene a hablar en su prólogo el alcalde de dicho pueblo.
Después se van sucediendo los capítulos, desde aquella primitiva aldea de Meydranda que ya figuraba, junto a una docena más, entre las integrantes del “Pontifical de Jadraque”, hasta la Edad Contemporánea, más concretamente, hasta el fin de las guerras carlistas.
Pero todo ello paso a paso, centrándose en algunos aspectos puntuales que su autor ha ido recogiendo, mirando con lupa, entresacando de una extensa bibliografía, con el fin de reunirlos en este tomo que, sin duda, contribuirá, al igual que otros como él, a conocer y amar estas tierras antiguas, tan duras.
Vinieron los romanos -unas páginas antes se ha hablado de la posibilidad de ubicar cierta Metoranda celtibérica en este mismo lugar o, más bien, en sus alrededores-, una de cuyas vías de comunicación pasaba cercana al pueblo, y más tarde llegaron los árabes, algunos de cuyos enclaves sirvieron de vigías a los pasos naturales, “atravesando de norte a sur todo el término de Medranda hasta lo que fue el emplazamiento del castillo de Castilblanco de Henares...”, aunque a veces la toponimia juegue malas pasadas, ya que el topónimo “Castillejo”, que aparece a miles en nuestra provincia como en tantas otras, no se refiere única y exclusivamente al concepto de castillo fortificado que se suele tener, y bien pudiera tratarse, simplemente, de un cerro amesetado que pudo, o no, haber sido utilizado para otear (cosa que corresponde demostrar con datos fehacientes a los arqueólogos), y aunque también es cierto que esta zona enclavada en la entonces “marca media”, la frontera media, sirvió a Ordoño II para sus correrías bélicas.
La evolución hace que, con el paso del tiempo y el afianzamiento de las fronteras, Medranda pasase a pertenecer al Común de Villa y Tierra de Atienza, lo que conllevó cierto grado de repoblación. Es momento en que el nombre propio de nuestra aldea, Meydranda, aparece -al parecer, por primera vez- en un documento (1189), que es el ya citado “Pontifical”, junto a una docena de aldeas como Sidrac, Çayas, Sant felices, Valdespigro, Tejer, Carrascosa, Condemios, Caracenilla, Mermellera, Castriello, La puebla y Bragadera. Luego, el nombre aparecerá en multitud de documentos más.
Siguen los estudios de la Edad Moderna, en que Medranda pasa a poder de los Mendoza y, posteriormente, en 1580, cuando el pueblo -que contaba con 30 vecinos “poco más o menos- redacta su contestación al cuestionario enviado por Felipe II, (las mal denominadas Relaciones Topográficas, en las que se ofrece una amplia idea del lugar, que más atendía al interés del monarca por las riquezas, que a todo lo demás), y los de la Contemporánea que, lógicamente, comienza con los sucesos de la guerra de la Independencia en 1808, que no llegaron a afectar profundamente a Medranda, salvo en lo referente a ciertos avituallamientos para las tropas que atravesaban sus caminos, siguiendo, extrañamente, por aquello de mantener las fechas, con los de la Guerra de Sucesión, también con escasa repercusión en Medranda, salvo en la necesidad que hubo de vender algunos bienes concejiles, que se habían prestado a la cofradía del Santísimo, con el mismo fin que anteriormente: poder suministrar a las tropas, finalizando con las Guerras Carlistas.
Hay más un apéndice documental y una bibliografía, como sucederá en el resto de los capítulos.
Un apartado completo se dedica a la martiniega, tributo medieval que aún figura en las contestaciones a los Autos Generales y a las Haciendas de Legos del Catastro del Marqués de la Ensenada (que se trascriben), así como otros datos que aparecen en distintos diccionarios, como los de Miñano (1826), Madoz (1848-50) y en el Nomenclátor del Obispado de Sigüenza (1886, que copia descaradamente a Madoz).
En una segunda parte, por así decir, se da cumplida cuenta del patrimonio artístico y espiritual de Medranda, comenzando por su edificio más emblemático que, sin duda, era y sigue siendo la iglesia parroquial, del siglo XVI, dedicada a la Natividad de Nuestra Señora, de la que se describe tanto su interior: capillas, altares, lápidas sepulcrales (sirva de ejemplo la del clérigo Francisco Calderón, del siglo XVII), como su exterior: espadaña, campanas, amén, claro está, de otras piezas de gran valor artístico como la pila bautismal o el órgano.
Del mismo modo sucede con la ermita de la Soledad, sus características y reformas sucesivas, además del hospital para pobres peregrinos.
Algunos aspectos llaman la atención del lector, como pueden ser los ritos funerarios y los milagros y otros sucesos religiosos acaecidos a lo largo del tiempo.
Se recogen, más adelante, datos acerca de las cinco cofradías que existieron y se da paso a las fiestas del lugar: San Sebastián, el Carnaval, la Semana Santa, los mayos, la Cruz de Mayo, San Isidro, el Corpus, la romería a la ermita de la Virgen de Valbuena, San Juan -que son las patronales-, a las y costumbres tradicionales: la elección de pastores y criados el día de San Pedro, junto a manifestaciones culturales de reciente creación, como el Club Deportivo Medranda, la Asociación Cultural “Río Cañamares”, la fiesta veraniega de la paella.
No faltan tampoco algunas notas sobre la arquitectura tradicional local.
Finaliza el libro con otros muchos e interesantes datos sobre los molinos de Medranda, desde la antigüedad, “La Laguna” y las fuentes, pasando por las dehesas y el camposanto.
En fin, un libro sencillo en su tratamiento, asequible a cualquier público interesado, que de una manera fluida contribuye a divulgar numerosos datos que, de otra manera, quedarían exclusivamente escritos en las páginas de los eruditos, es decir, de unos pocos.
José Ramón LÓPEZ DE LOS MOZOS
I
Creo que los libros que componen la colección Tierra de Guadalajara, al que pertenece el que ahora comento, tienen una gran importancia, quizá mayor de la que se les ha dado, puesto que, de una forma divulgativa -pero sin caer en la vulgaridad- se pueden conocer numerosos pueblos que, de otra manera, hubiese sido casi imposible, o muy difícil, conocer.
Tienen, además, el valor añadido, de recoger entre sus páginas los más variados aspectos de todo aquello que alude, por pequeño que pueda parecer, al pueblo concreto, o al tema de que se trate.
Tal es el caso de la Historia de Medranda, un pueblo que bien podría haber pasado desapercibido por su actual pequeñez, o por eso otro -tantas veces escuchado- que viene a decir que “mi pueblo es muy pequeño y no tiene historia”. Cosa que convendría ir erradicando, puesto que todo pueblo, por pequeño que sea, tiene su historia: nació en un momento determinado, a veces desconocido, y ha venido manteniendo una existencia como todas: unas veces más agitada y rápida que otras, más pausadas, porque no conviene olvidar que son los hombres quienes los hacen y constituyen, quienes les dan vida y quienes se la quitan y que, como ellos, como los hombres, los pueblos también nacen y crecen, y en ocasiones se reproducen y mueren (aunque la memoria arqueológica contribuya a su “resurrección” temporal). Eso es la Historia. Otra Historia es también la de los grandes acontecimientos: las grandes batallas, los matrimonios, las embajadas, la corte y sus cortesanos, pero no hay que echar por la borda esta otra más cercana, la del hombre que siembra con ilusión el grano que espera recoger a la hora de la cosecha, si es que no ha sobrevenido una catástrofe. El hombre que paga sus diezmos y primicias, el que puso nombre a las dehesas donde pastaban sus ganados y a las calles de su pueblo, y también poso motes a sus vecinos para saberlos distinguir.
II
De todo eso, y de muchas cosas más, se habla en esta Historia de Medranda, y de eso mismo viene a hablar en su prólogo el alcalde de dicho pueblo.
Después se van sucediendo los capítulos, desde aquella primitiva aldea de Meydranda que ya figuraba, junto a una docena más, entre las integrantes del “Pontifical de Jadraque”, hasta la Edad Contemporánea, más concretamente, hasta el fin de las guerras carlistas.
Pero todo ello paso a paso, centrándose en algunos aspectos puntuales que su autor ha ido recogiendo, mirando con lupa, entresacando de una extensa bibliografía, con el fin de reunirlos en este tomo que, sin duda, contribuirá, al igual que otros como él, a conocer y amar estas tierras antiguas, tan duras.
Vinieron los romanos -unas páginas antes se ha hablado de la posibilidad de ubicar cierta Metoranda celtibérica en este mismo lugar o, más bien, en sus alrededores-, una de cuyas vías de comunicación pasaba cercana al pueblo, y más tarde llegaron los árabes, algunos de cuyos enclaves sirvieron de vigías a los pasos naturales, “atravesando de norte a sur todo el término de Medranda hasta lo que fue el emplazamiento del castillo de Castilblanco de Henares...”, aunque a veces la toponimia juegue malas pasadas, ya que el topónimo “Castillejo”, que aparece a miles en nuestra provincia como en tantas otras, no se refiere única y exclusivamente al concepto de castillo fortificado que se suele tener, y bien pudiera tratarse, simplemente, de un cerro amesetado que pudo, o no, haber sido utilizado para otear (cosa que corresponde demostrar con datos fehacientes a los arqueólogos), y aunque también es cierto que esta zona enclavada en la entonces “marca media”, la frontera media, sirvió a Ordoño II para sus correrías bélicas.
La evolución hace que, con el paso del tiempo y el afianzamiento de las fronteras, Medranda pasase a pertenecer al Común de Villa y Tierra de Atienza, lo que conllevó cierto grado de repoblación. Es momento en que el nombre propio de nuestra aldea, Meydranda, aparece -al parecer, por primera vez- en un documento (1189), que es el ya citado “Pontifical”, junto a una docena de aldeas como Sidrac, Çayas, Sant felices, Valdespigro, Tejer, Carrascosa, Condemios, Caracenilla, Mermellera, Castriello, La puebla y Bragadera. Luego, el nombre aparecerá en multitud de documentos más.
Siguen los estudios de la Edad Moderna, en que Medranda pasa a poder de los Mendoza y, posteriormente, en 1580, cuando el pueblo -que contaba con 30 vecinos “poco más o menos- redacta su contestación al cuestionario enviado por Felipe II, (las mal denominadas Relaciones Topográficas, en las que se ofrece una amplia idea del lugar, que más atendía al interés del monarca por las riquezas, que a todo lo demás), y los de la Contemporánea que, lógicamente, comienza con los sucesos de la guerra de la Independencia en 1808, que no llegaron a afectar profundamente a Medranda, salvo en lo referente a ciertos avituallamientos para las tropas que atravesaban sus caminos, siguiendo, extrañamente, por aquello de mantener las fechas, con los de la Guerra de Sucesión, también con escasa repercusión en Medranda, salvo en la necesidad que hubo de vender algunos bienes concejiles, que se habían prestado a la cofradía del Santísimo, con el mismo fin que anteriormente: poder suministrar a las tropas, finalizando con las Guerras Carlistas.
Hay más un apéndice documental y una bibliografía, como sucederá en el resto de los capítulos.
Un apartado completo se dedica a la martiniega, tributo medieval que aún figura en las contestaciones a los Autos Generales y a las Haciendas de Legos del Catastro del Marqués de la Ensenada (que se trascriben), así como otros datos que aparecen en distintos diccionarios, como los de Miñano (1826), Madoz (1848-50) y en el Nomenclátor del Obispado de Sigüenza (1886, que copia descaradamente a Madoz).
En una segunda parte, por así decir, se da cumplida cuenta del patrimonio artístico y espiritual de Medranda, comenzando por su edificio más emblemático que, sin duda, era y sigue siendo la iglesia parroquial, del siglo XVI, dedicada a la Natividad de Nuestra Señora, de la que se describe tanto su interior: capillas, altares, lápidas sepulcrales (sirva de ejemplo la del clérigo Francisco Calderón, del siglo XVII), como su exterior: espadaña, campanas, amén, claro está, de otras piezas de gran valor artístico como la pila bautismal o el órgano.
Del mismo modo sucede con la ermita de la Soledad, sus características y reformas sucesivas, además del hospital para pobres peregrinos.
Algunos aspectos llaman la atención del lector, como pueden ser los ritos funerarios y los milagros y otros sucesos religiosos acaecidos a lo largo del tiempo.
Se recogen, más adelante, datos acerca de las cinco cofradías que existieron y se da paso a las fiestas del lugar: San Sebastián, el Carnaval, la Semana Santa, los mayos, la Cruz de Mayo, San Isidro, el Corpus, la romería a la ermita de la Virgen de Valbuena, San Juan -que son las patronales-, a las y costumbres tradicionales: la elección de pastores y criados el día de San Pedro, junto a manifestaciones culturales de reciente creación, como el Club Deportivo Medranda, la Asociación Cultural “Río Cañamares”, la fiesta veraniega de la paella.
No faltan tampoco algunas notas sobre la arquitectura tradicional local.
Finaliza el libro con otros muchos e interesantes datos sobre los molinos de Medranda, desde la antigüedad, “La Laguna” y las fuentes, pasando por las dehesas y el camposanto.
En fin, un libro sencillo en su tratamiento, asequible a cualquier público interesado, que de una manera fluida contribuye a divulgar numerosos datos que, de otra manera, quedarían exclusivamente escritos en las páginas de los eruditos, es decir, de unos pocos.
José Ramón LÓPEZ DE LOS MOZOS
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