YBARRA,
Carmen de, Leyendas Vascas,
Guadalajara, Aache Ediciones, 2008, 74 pp.
Leyendas Vascas es un libro
escrito con cariño. Lo he disfrutado antes de leerlo, cuando su autora, Carmen
de Ybarra, me hablaba de él con esa
misma pasión que los padres ponen cuando hablan de sus hijos, porque al fin y
al cabo este libro, como los que lo han precedido, son hijos de su creador.
Pasión no solo en explicarme las leyendas, esas seis pequeñas joyas que
contiene entre sus páginas, sino también al irme describiendo los pequeños
detalles de la edición, los dibujos, las ilustraciones perfectamente elegidas
por su editor, las letras capitales del inicio de cada cuento, todo lo que ha
contribuido a que este libro sea precisamente el arca esmaltada que sirve para
contener los cuentos Carmen de Ybarra es autora de una gavilla de libros,
generalmente infantiles, como no podía ser de otra forma, dada su sencillez, la
candidez casi infantil que la caracteriza.
Así,
de su pluma surgieron piezas para hacer feliz a la grey infantil como El pájaro azul, de bellísimo nombre que,
aparte de recordarme a Stravisky, también me trae a la mente aquellos sonoros
nombres, tan cromáticos, del expresionismo alemán “Der blauer raiter” (“El
jinete azul”); Nicolás en Marte, porque
Nicolás, curiosamente, siempre me pareció un nombre muy adecuado para el
protagonista de un cuento para niños; Saskia
y otros cuentos, con delicado sabor ruso y color de nieve, además de Las mujeres de la Biblia.
Pero
los hombres a veces también somos niños y no era justo que no hubiera cuentos
para nosotros, cuentos para niños que todavía no han dejado de serlo, y surgió
una colección amena y entrañable que fue Chaqueta
Teófila; por cierto, uno de cuyos cuentos, “Juanillo”, fue incluido en la Antología de Cuentos y Poesía Infantil de Castilla-La Mancha.
El
libro que comento, Leyendas Vascas,
es diferente a los libros mencionados anteriormente. Es un ramillete sencillo
de seis narraciones, más cercanas al mundo de lo mitológico, extraídas del
imaginario vasco.
Leyendas
tradicionales ampliamente conocidas aunque en parte transformadas y adaptadas a
los tiempos que corren, o que corrían cuando formaban parte de la vida
cotidiana de los pueblos, porque no es lo mismo leer una leyenda o un cuento,
que escucharlo, ya que junto al oído también interviene la gestualidad del
narrador que pondrá cara de miedo o de dulzura cuando corresponda y la
narración lo requiera, que moverá los brazos y jugará con los espacios de
silencio, como si de una pieza musical se tratara, puesto que también eso
formaba y aun forma parte del proceso
narrativo y por eso quedaba más profundamente grabado en la mente infantil,
aunque, como todos ustedes sabrán, a veces los cuentos no fueran en exclusiva
para niños.
Pero
si los tiempos cambian, también las leyendas lo hacen y se adaptan a estos
tiempos y se narran de otra forma, mucho más abreviada, mucho más sincopada,
quedando apenas unos trazos, unas escuetas pinceladas de aquella narración
original que, en ocasiones, cuesta reconocer.
No
es este al caso de las leyendas que recoge Carmen de Ybarra en su libro, en
estas Leyendas Vascas, que llegan a
nosotros con su jugosidad anterior, a pesar de haber sido tamizadas por la
mente recreadora que las ha sabido adaptar a la perfección.
Personalmente
encuentro en alguna de estas leyendas formas expresivas que me hacen pensar en
la poesía de García Lorca, quizás exagere, que el lector podrá comprobar
personalmente a través de las siguientes formas que he entresacado de “Las tres
olas”, a modo de ejemplo: “… una nube de
nácar y esmeralda”, “… ola de sangre,
ondulada y roja”, “la playa amaneció
de color carmesí”, todo un mundo de sensaciones coloristas que se le
escapan al lector avezado.
Pero
lo que verdaderamente subyace en estas leyendas, que Carmen de Ybarra
posiblemente seleccionó de entre las que recogió don Juan Venancio de
Araquistaín en su libro Tradiciones
vasco-cántabras (Tolosa, 1866), especialmente en la de “Las tres olas” y
“Hurca Mendi” (“La Montaña de la Horca”), es el terrible misterio y la amenaza
que entraña la ambivalencia amorosa y en la que el deseo y el destino se
emparejan de una manera que suele ser fatal para el protagonista: en la primera
a través del amor entre “primos” y el posterior simbolismo de las tres olas,
nieve, lágrimas y sangre, que son la representación de las propias fuerzas de
la naturaleza encarnadas en la mujer -que en realidad es una “lamia”- y, por
extensión, una bruja, esa que no permitía una buena pesca de besugos y que
después resultó ser la ola de sangre, y en el segundo, aquella mujer que de
niña fue encantada por la hechicera o “astiya”, que conjuró al hombre que la
amase y que, finalmente, se vio abocado a ahorcarse tras haber robado las joyas
de la Virgen de Icíar, con las que poder competir en dote con el señor de
Igueldo, a quien se le había sido entregada en casamiento por su padre.
Tema
que se repite hasta la saciedad en multitud de leyendas en las que la hija rica
no puede casarse con el humilde rústico que ha de superar ciertas pruebas…
Algo
parecido, la muerte por amor y la lejanía, sucede en “La hilandera de la
capilla”.
La
leyenda de “Milena de Irarrazábal” habla de los odios y rencillas surgidos
entre los Bustinzaga y los Iturriola y sus reveses de fortuna amañados por la
vieja Damiana, la casera de los primeros que, gracias a su mal hacer, provocó
la desaparición vengativa de ambas familias.
Pero
donde volvemos a encontrar el tema de la mujer “encantada”, es en “El pastor y
la lamia”.
Una
“lamia” -según la creencia popular-, es una mujer bella y atractiva, esbelta,
de carnes suaves, ojos verdosos y cabellos rubios, sedosos y largos hasta el
suelo, pero que tapaban su cuerpo de manera que no se pudieran distinguir del
resto de las mujeres para que no se le vieran sus repugnantes patas de gallina,
ni sus aceradas garras.
Un
ser mitológico heredado de la cultura clásica, pues no otras eran las sirenas
que atrajeron con sus cánticos a los compañeros de Ulises.
Estas
lamias vivían en la montaña o en las orillas de los ríos esperando la llegada
de su bocado favorito que solían ser los incautos pastores, que es lo que viene
a contarnos esta leyenda que trata de Chema el pastor, enamorado de Teresa, al
que de regreso al caserío con sus ovejas se le apareció una de estas
escultóricas supervedettes, cautivándolo con sus hechicerías picarescas, al que
le propuso casarse con ella, cautivándolo con un anillo de oro que le hizo
desfallecer y olvidarse de su amada Teresa.
Tras
una conversación en el bar con otros aldeanos que le gastaron bromas acerca de
las lamias, no puede dormir y en su duermevela se le aparecen las formas
monstruosas que la gente sencilla tiene de tan atractivas hembras y piensa que
lo mejor, antes de casarse el sábado, sería buscar la forma más adecuada de
verle las piernas, para lo que descubre sus largos cabellos durante un
frenético baile a la luz de la luna encontrándose con unas enormes patas de
gallina, con lo que la lamia se lanza al agua y el pastor vuelve en sí después
de un gran susto, comprendiendo que su amor verdadero es Teresa. Final feliz.
Distinta
a las anteriores en la leyenda del “Gau-illa” o (“Velatorio”) en que la
protagonista es una auténtica “cenicienta”, pero con un final diferente que
debo dejar al lector…
Solo
me queda felicitar a Carmen de Ybarra por habernos hecho entrega de este haz de
leyendas, maravillosas, que, sin duda, contribuirá a que permanezcan
registradas en el tiempo y puedan llegar a un mayor número de personas.
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