martes, 9 de octubre de 2018

La presencia de Brihuega en América


Ida Altman. Relaciones transatlánticas en el Imperio español. Brihuega, España. Puebla, México, 1560-1620. Edición de Teresa Valdehita Mayoral. Traducción de Ignacio Ruiz Martínez. Intermedio Ediciones, Guadalajara, 2018. 301 pp. ISBN: 978-84-942961-0-9.

Queda claro desde la cubierta de este libro que es una tesis doctoral publicada por la prestigiosa universidad californiana de Stanford hace ya de esto diez y ocho años. Pero qué importa el retraso si ahora podemos leerla gracias a la impecable traducción de Ignacio Ruiz Martínez, la diligencia de Teresa Valdehita Mayoral y el interés de Luis Manuel Viejo Esteban, alcalde además de buen lector que ha sabido rodearse de valiosos colaboradores.   

Ya puede intuir el lector que esta reseña será un entusiasmado juicio sobre la integridad intelectual de la doctora Ida Altman por su esmerada investigación y, en definitiva, por la obra que cuenta lo que fue Brihuega en tiempos difíciles, años en que muchos briocenses se vieron obligados a emigrar al sur de España o a cruzar el mar y buscarse la vida en la Nueva, en México. La Brihuega de hoy ha sido parte de mi vida.

Pero hay más. Brihuega en la historia. Brihuega y las guerras: la «Guerra de Sucesión», 1710 (con Villaviciosa); y la «Batalla de Guadalajara», 1937. Quien firma esta reseña ha visto Brihuega abatida por los bombardeos, viejas iglesias demolidas, San Miguel, por ejemplo, y en las paredes de las casas a la entrada del pueblo, en la revuelta después del repecho, unas imágenes toscamente pintadas con plantillas y en color negro que todavía hoy, más de setenta años después, no he olvidado: eran lemas e imágenes franquistas. Luego de la cuesta, la Flora Villa paraba el renqueante coche de línea justo delante de la fuente, con su chorro abundante y su pilón.  Como mi viaje empezaba en Cobeta o en Zaorejas, estirar las piernas y beber a morro unos buches de agua eran una bendición.[1] Después, de joven, aquella alameda fue campo de fiestas veraniegas. Y cómo no recordar el impacto mediático del helicóptero el día 12 de junio de 1965 anunciando el espectáculo taurino en «La Muralla».  Después, mucho después, llegó Manu, Leguineche, y en su refugio de «La Casa de los Gramáticos» hemos vivido inolvidables reuniones. Es decir, que hubo una Brihuega de las guerras que renació de su ruina para volver a ser una de las joyas de nuestra provincia. Brihuega: Jardín de la Alcarria. Una gran satisfacción para mí. También, allá lejos, he disfrutado de la cuadriculada Ciudad de Puebla, visitado sus hermosas iglesias y admirado su poderosa estructura industrial.

 Ahora, la publicación oportuna de este libro nos devuelve a aquellos años pasados y nos explica cómo vivían sus habitantes. Ida Altman nos retrotrae a la segunda mitad del siglo XVI, ciertamente calamitosa, y nos adentra veinte años en el siglo siguiente: de Felipe II a Felipe III, hasta un año antes de su fallecimiento en 1621. Pero no nos engañemos, este libro no trata de dinastías ni de efemérides épicas; todo lo contrario. Es un estudio dedicado a lo que el maestro Unamuno llamaba intrahistoria. No da Altman una interpretación de los hechos narrados por escribanos oficiales sobre esas gestas gloriosas que entran en los libros de historia. La autora documenta las peripecias de la vida de unas personas que no tiene aparente importancia para los historiadores: gente común, sana y trabajadora con hechos vulgares y diarios: alegres unos, como bodas, nacimientos, reencuentros, y otras veces son situaciones difíciles, traumáticas, que obligaban a la separación de un matrimonio o al desplazamiento de familiares y vecinos para buscar sustento, mejorar, vivir, sobrevivir y, con suerte, progresar económica y socialmente: «No solo las esposas, también los hijos sufrieron el estrés, el trastorno de la separación y el abandono» (p. 49).  A veces la lectura del libro ruboriza cuando nos adentra en la intimidad de cada una de las muchas familias briocenses, con sus dificultades y esperanzas.

Hace tiempo, en la siempre socorrida Cuesta de Moyano hallé unos tomitos sueltos parte de una extensa colección de cartas enviadas por emigrantes de toda España desde el Nuevo Mundo. Compré los que me interesaban por traer noticias de nuestros paisanos alcarreños. Años después compré en Estados Unidos la edición en inglés del minucioso y bien estructurado estudio de Ida Altman. Me serví de mis tomitos usados el año 2012 para preparar una serie de artículos solicitados por la revista Alcarria Alta, extinta hoy, pero ¡cómo unía a los alcarreños aquel esfuerzo del periodista José García de la Torre, su director cifontino! En el número 207 (tercer trimestre 2012) titulé mi artículo «Carta desde México a Brihuega: el oro de América, el hambre de España» (pp. 10-11); en el siguiente escribí: «Oro y lágrimas: Alcarreños haciendo las Américas» (pp. 10-11, cuarto trimestre 2012). Preparé algunos más ampliando el panorama, pero nunca llegaron a publicarse: recuerdo uno que dediqué a la emigración de las mujeres: viudas, casadas, doncellas, esclavas; ahora la edición del libro que tengo delante suple mi silencio.

Ida Altman se ha formado en dos de las mejores universidades de Estados Unidos: Universidad de Michigan y Johns Hopkins, y ha recibido varias becas de las más competitivas en el campo de las Humanidades. Su tesis doctoral Transatlantic ties in the Spanish Empire, además de archivada, por sus méritos ha sido publicada, y ahora traducida para toda la comunidad hispánica mundial. Y, además, a la venta con un fin benéfico. Dieciséis láminas a todo color de Brihuega y de Puebla, mapas, cuadros genealógicos, glosario y una extensa bibliografía enriquecen la cuidada edición. Sus 528 notas para los cinco capítulos y en las nutridas conclusiones apoyan, aclaran y extienden su positiva investigación. Ha cogido el metro de medir y el peso de pesar para ir desgranando y evaluando la documentación existente. En el nuevo libro el viejo aserto traduttore, traditore (traductor, traidor) no afecta en absoluto al inteligente esfuerzo del traductor.

El capítulo primero: «Poblaciones y movimientos migratorios» no puede haberse iniciado por mejor camino: «A finales del XVI, las circunstancias de Brihuega, una localidad de aproximadamente 4000 habitantes […] impulsaron a mil, o quizá más, a emigrar a la Nueva España» (p. 27) y a Las Alpujarras (p. 28).[2] Es muy cierto:

«hubo malas cosechas los años 1560 especialmente en la zona que hoy llamamos Castilla-La Mancha; 1566, lo que provocó una hambruna en el centro de España; 1578, 1581, 1584, 1589, 1593, 1599 (por la sequía). A estas circunstancias hay que sumar, entre otras, dos más muy inmediatas: el traslado de la Corte a Madrid y la terrible epidemia de gripe de la que se salvó Felipe II, pero no Santa Teresa con aquel tabardillo de 1582. La difteria hizo estragos los años 1583 y 1587 a 1589; el tifus apareció en 1599».[3]

«La economía del pueblo no era en absoluto brillante» (p. 29), de modo que «durante tres décadas, desde 1570 hasta 1590, continuaron llegando emigrantes desde Brihuega» a la Ciudad de Puebla. A algunos les fue muy bien, a otros menos bien y algunos terminaron siendo tan pobres en tierras lejanas como alcarreñas. Unos regresaron, para quedarse, en Brihuega; otros volvieron para arrepentirse y regresar; otros, la mayoría, se integró en la cultura poblana, montaron negocios, comparon fincas, se mezclaron con sus vecinos mejicanos y allí formaron familia y allí murieron. Hoy, los descendientes de aquellos alcarreños, acaso se hayan olvidado del Tajuña y, mejicanos ahora, estarán paladeando el mole poblano.

Cruzaron el mar masivamente, con tanto miedo como esperanza: «Los emigrantes de Brihuega, así como los amigos y parientes más cercanos de otras localidades de la Alcarria, como Fuentelencina y Budia fueron masivamente a Nueva España», otros fueron a Perú, los peruleros (p. 54). El éxito de los primeros emigrantes –afirma Altman– a Nueva España entre los años 1550 y 1560 espoleó a sus parientes y a otros paisanos para unírseles», así que en los últimos treinta últimos años del siglo XVI, Puebla se convertiría en la primera ciudad de la industria textil en México. Los retornados a Brihuega fueron pocos, pero hay que recordar al indiano Diego de Anzures, que sí hizo las Américas.

Asentadas las bases en el capítulo inicial, en el siguiente Altman estudia el ámbito económico de los habitantes de la villa. Puede resumirse en el declive económico no solo de la Alcarria sino de toda España: «la fuente de ingresos [textiles] de los residentes de la villa desde la Edad Media, había disminuido. La industria repartida en pequeña producción doméstica enflaquece y aquellas contadas familias con mayor producción aumentaron el negocio. Quedaban siempre, eso sí, las fincas para sembrar trigo y plantar viñas e higueras.[4]

Brihuega era propiedad del arzobispado de Toledo hasta que la Corona se la quitó, la registró a su nombre y la puso en venta para sacar pingües beneficios. La historia se repite. El asunto irritó a las buenas gentes que se aliaron para comprarla, con lo que el municipio «se endeudó demasiado para financiar la compra»,[5] pero el pueblo se libró de la pesadilla de la posible compra de su pueblo por un desalmado. En definitiva, Brihuega cayó de nuevo en la jurisdicción arzobispal. Altman estudia cuidadosamente el complicado sistema administrativo, en el cual solían perpetuarse ciertas familias, algunas de los retornados, de tal modo que la autora indica que «las Indias, especialmente la ciudad de Puebla, casi se había apoderado de Brihuega» (p. 133). Mientras, en Puebla, los emigrantes alcarreños «no consiguieron establecer una presencia importante en el ayuntamiento de la ciudad». Ajenos a la política, los briocenses lograron formar sólida unión bien por lazos familiares o comerciales. Su aportación fue crear una sólida base en la producción textil en Nueva España, producir y ganar dinero.
 
El capítulo IV es un documentadísimo estudio del ambiente religioso tanto en Brihuega como en Puebla. Familias pudientes fundaban conventos y colegios, o ayudaban a las distintas congregaciones establecidas anteriormente. El problema de los conversos judíos continuaba vivo y como arma arrojadiza contra cualquiera. Los cristianos se reunían en cofradías buscando unidad para conseguir sus fines tanto terrenales como celestiales. Emigrados y retornados aspiraban al prestigio social que derivaba de tener un hijo cura o varias hijas en conventos: pertenecer al clero prestigiaba a la familia.

Las relaciones familiares se estudian en el capítulo V. Es lógico que siendo un estudio preparado por una investigadora norteamericana sienta fascinación por las relaciones familiares en España. Ese interés lleva a Altman a considerar «las experiencias personales de los briocenses de la Nueva España» (p. 205). Se ocupa del matrimonio y los lazos afectivos, mezcla de amor e intereses; la mermada aceptación social de los solteros y solteras; de las 150 viudas de Brihuega consignadas en la lista de impuestos, y la tendencia entre los briocenses en Puebla a casarse entre ellos. Dedica Altman un apartado a los hijos, anotando que las familias solían ser numerosas: «que fueran casi la regla» (p. 213); señala que la segunda generación, más enriquecida, tiene mayores posibilidades de elección, sin embargo, no desapareció entre las familias pudientes la inercia de meter a las hijas en conventos ni tampoco los mayorazgos: Francisco de Pacheco regresó rico y compró la villa de Romancos (entiéndase que era dueño y señor de personas y tierras). Dedica otro apartado a la situación de la mujer, considerando la separación y el reencuentro con el marido.

El capítulo sexto aborda las relaciones sociales, centrándose especialmente en la poderosa y déspota familia Diego de Anzures, indianos retornados a la villa; mientras, en Puebla, los briocenses fueron ampliando su presencia en los nuevos barrios de la ciudad y otros lugares cercanos.

Concluye el libro con un conciso capítulo de conclusiones —como corresponde a una tesis doctoral—, un sucinto glosario y una nutrida bibliografía. La tesis que ahora podemos leer en castellano es un libro útil prefaciado por Luis Viejo Esteban, Mª. Teresa Valdehita Mayoral, Ignacio Ruiz Martínez y Carlos Martínez Shaw. Desde la otra orilla Leticia Gamboa Ojeda nos habla desde Puebla y la propia autora Ida Altman, desde Florida prologa la edición española.  Todo un bello ejemplo de hispanismo para una obra cuya lectura interesará tanto a peninsulares como a hispanoamericanos. Un trabajo que bien merece el esfuerzo de ser difundido en los ámbitos hispanistas de todo el mundo.

José Julián Labrador Herraiz
Emérito de la Cleveland State University
Medalla de Oro Premio Vasconcelos, México






[1] Relaciones: «junto al río Tajuña, con numerosos manantiales, Brihuega era una localidad atractiva, bien surtida de agua, lo que la convirtió en favorita de los arzobispos de Toledo», que elegían para sus veraneos (p. 35). Se les alaba el gusto.
[2] Relaciones: «el objetivo de la Corona era mantener la industria de la seda en Las Alpujarras» y los briocenses tenían experiencia textil suficiente para aprender sin dificultad el arte de la seda.
[3] José J. Labrador Herraiz, Discurso del Pan y el Vino del Niño Jesús, Alcalá de Henares, 1600, por Diego Gutiérrez Salinas, Guadalajara, Diputación/Ayuntamiento de Brihuega. Edición en prensa. Su autor, un humanista briocense fue bautizado en la Iglesia de San Miguel (p. 151) el día 27 de septiembre de 1572 y enterrado en Alcalá en 1610. Su tratado de agricultura fue un intento para producir más y mejor trigo y vino mediante la aplicación de nuevas técnicas. Altman se referirá constantemente a esos dos productos esenciales, a sabiendas de que la producción textil produce capital, pero no se come ni se bebe: justo lo que le preocupaba al agrimensor, humanista y conocedor de la ideología moderna.
[4] Relaciones: «Los agricultores de Brihuega cultivaban principalmente trigo y uvas, así como algo de cáñamo y zumaque» [líquido para curtir las pieles] (p. 73); sin embargo, en los años 1590 «los años habían sido estériles y difíciles, y sin cosecha carecían de alimento y no podían criar ganado» (p. 73). Reinaba la necesidad y la pobreza. Pero allá lejos estaba Puebla con su red de familias alcarreñas establecida y segura para emigrar, aprovecharse de las ventajas que aquellas tierras ofrecían (incluyendo abundante agua) y «dejaron su propio sello vigoroso en la economía y sociedad poblana».
[5] Relaciones, capítulo tercero: «Vida pública y política», p. 123.

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