Dos libros me llegan en pleno verano, y los
dos hablan de pueblos y memorias de nuestra tierra. Se leen rápido, y nos
ilustran de pálpitos antiguos, y de esencias ciertas. El uno es Alcarria
comprimida, relativo a Yélamos el de Arriba. El otro es serranía celtíbera en
estado puro, y nos habla de Luzaga, y de sus gentes.
Emilio Valero Díez se muestra en el primero de
ellos, que titula “Cien coplas para una
Ronda” como un concienzudo recopilador del folclore alcarreño y un creador
sutil y elegante de coplas populares, que por muy “del pueblo” que sean,
siempre salen de alguna mano en concreto. Me pidió que, antes de editarlo, se
lo prologase, y en las dos páginas iniciales van mis opiniones y mis
impresiones. Y en ellas digo cómo me gusta este tipo de recopilaciones, de
salvaciones y rescates, porque escondidas en el papel de las páginas de un
libro, que es la mejor tabla de salvación para las viejas historias, aparecen
sonrientes, con pinta de sanas y lúdicas, más de un centenar de coplas que
sonaron acompañadas de la guitarra y del laúd, del almirez y el violín chico.
En esta ocasión es el folclore sonoro y
poético de Yélamos de Arriba el que se salva del olvido. Y un alcarreño como
Emilio Valero es el encargado, por propia voluntad, y en mérito que debe ser
reconocido, de reservar para el futuro estas canciones, y estas alegrías, que
en todo caso podrán ser reproducidas, y –al estilo antiguo- preservadas de
abuelos a nietos, en la admiración y el temblor de repetir las consejas
tradicionales.
El otro librillo, de similar paginación y
tamaño, está dedicado al entorno celtíbero. Lo escribe María Josefa García
Callado y se titula “Luzaga. Magia de
horizontes en el Alto Tajuña”. Surge de la evocación de una vida, a trazos
de tiempo, en aquel lugar rodeado de pinares y de castros primitivos. Con un
lenguaje claramente literario, sin un orden expreso de temas, pero
incluyéndolos todos, la autora nos dice de historias y tradiciones, de
excavaciones y paseos, de rutas y descubrimientos. Sin duda que es una mezcla
compleja de datos y fotografías, pero en todo caso nos resulta muy útil para
saber más de aquel municipio y, sobre todo, para alentar de nuevo su visita, a
pie siempre, porque todo está cerca, y porque la riqueza paisajística y la
posibilidad de hallazgos solo se puede disfrutar en base a un caminar reposado.
García Callado nos cuenta historias y
tradiciones, y nos describe los paisajes de Luzaga. En un croquis muy sencillo
nos propone al inicio cómo acceder, desde la plaza del pueblo, a las ermitas
que en los cuatro puntos cardenales se la localidad se alzan: la ermita de
Océn, la capilla del campamento, la de San Bartolomé, y la de San Roque, en el
viejo término de Albalate. A todas se acerca, pasando entre tanto por antiguos
castros de los que el Castejón, en lo alto del cerro en que asienta el pueblo,
es el más señalado e importante de restos y hallazgos. Poco dice de historia y
dimensión artística de las cosas, pero en todo caso nos incita a visitarlo, a
no perdérnoslo, y después a sacar nuestra propias conclusiones y atesorar
nuestras emociones, como ha hecho ella.
Me ha gustado especialmente, aunque sea
somero, el recuerdo que hace del Campamento “El Doncel” del Frente de
Juventudes, que asentó en la calva del pinar a la que llamaban “la pradera del
Tejar”. Y me ha gustado su paseo hasta la empinada ermita (de origen románico
muy nítido) de San Bartolomé, en el camino a Villaverde. Y me ha gustado su
visita a Océn, la ermita y castillo frente a la Hortezuela, que fue límite del
señorío molinés en tiempos medievales. Y aún me ha sorprendido la descripción
del viejo castillete de Albalate. Por sus caminos discurre, una vez y otra, la
autora, y nos describe las rocas que encuentra (las Peñarrubias, el pico del
Cuerno…) o las choperas y fuentes, los restos siempre severos de los castros y
necrópolis. Sin duda emociona saber que quien anda por Luzaga lo está haciendo
por el corazón de un territorio rico en recuerdos y fuerzas, por el corazón de
la Celtiberia.
En definitiva, y para amenizar los largos días
del verano, recapacitar sobre nuestra tierra, y alentar nuevas caminatas, estos
libros que tan amablemente me han hecho llegar sus autores, Emilio Valero Díez
y María Josefa García Callado, son útiles y sabios. Generosos, en fin, como lo
son todos los buenos libros.
Antonio
Herrera Casado
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