viernes, 9 de mayo de 2014

Pasión por la Vida

PINEL MARTÍNEZ, José Antonio, Pasión por la vida, Guadalajara, Aache Ediciones (col. Letras Mayúsculas, 39), 2014, 376 pp. (ISBN: 978-84-15537-46-5).

Conocí a Juan Antonio Pinel por el año 2009, cuando acababa de dar a la estampa un bellísimo libro de relatos acerca de Arbancón, su pueblo natal, titulado Arbancón, historias, realidades e ilusiones de un pueblo. Estuvimos hablando un buen rato; me dedicó un ejemplar y tras su lectura, que verdaderamente disfruté, y dejé constancia de lo que aquellos relatos me sugirieron en las páginas de este mismo periódico, a través de una breve reseña.
Me pareció una obra entrañable, escrita con verdadero cariño y es que se nota cuando alguien, acaso un escritor, pone cariño en lo que hace.
Pues bien, ese mismo cariño lo he vuelto a percibir, a comprobar, tras la lectura de Pasión por la vida; la última novela que José Antonio Pinel ha escrito, en la que lo cotidiano rural va convirtiéndose lentamente y como por arte de magia, en narración literaria llena de sentido y profunda belleza.
Leí esta novela hace algún tiempo, cuando aún no era más que un montón de folios, un primer manuscrito ilusionado e íntimo, que José Antonio puso en mis manos para solicitar mi pobre opinión acerca de su contenido, su forma de expresión...
Hoy veo la obra dignamente editada y sigo manteniéndome en mis trece.
El amor que Pinel siente hacia su pueblo se extiende y amplía también hacia sus gentes, las gentes de Arbancón.
Si las descripciones geográficas, pongamos por caso, son deliciosas -el hombre apegado a la tierra que lo vió nacer y que la respeta como a una madre junto a todo lo creado alrededor-, no lo son menos las que dedica a sus convecinos, a los que trata con verdadero respeto y educación, algo poco común en los tiempos actuales. Es el trato que concede la familiaridad que nace de la proximidad vecinal, pero al tiempo, con el respeto que las personas, aunque sea por su edad, o precisamente por ello, merecen.
Pinel lo lleva a rajatabla, puesto que, aunque nació en el cuarenta y siete, aún conserva la huella del tiempo pasado en el pueblo, en Arbancón, y el poso de la educación que recibió en la capital, cuando los tiempos eran tan diferentes y se vivía la postguerra más cercana. El resultado es, como señala Benito Hergueta Barbero en su prólogo, “romántico e intimista”. O, por lo menos, en muchas ocasiones.
Y sí, es posible que existan personajes en esta novela que sean ficticios, aunque creo que no lo serán del todo, porque siempre hay algo del pensamiento del autor en la forma de ser de los personajes que ha ideado. Pero qué más da, si al fin y al cabo, se trata de una obra literaria y aquí sí, aquí están permitidas ciertas licencias. De todas formas son personas y personajes a los que trata con verdadera sensibilidad, esa sensibilidad que permite al escritor situarse ante el sujeto de que se trate en cada momento y analizarlo mentalmente para ver lo que va a suceder antes de que suceda, como si de una partida de ajedrez se tratase. Por eso los diálogos son fluidos, rápidos, no muy alargados, y se pueden leer continuadamente, lo que contribuye a que el lector no pierda su interés por lo escrito.
Paisajes, gentes, tramas que van formando el desarrollo del libro, pero en los que se advierte cierta tendencia a lo nostálgico, al tiempo pasado, a los años que se vivieron en el pueblo y que tanta huella  dejaron después, cuando por circunstancias vitales hubo que alejarse del paraíso cálido y amoroso y formar parte, integrarse, en la vorágine urbana madrileña, tediosa y fría, que, en algunos aspectos, también se puede percibir, especialmente a través de ciertas actuaciones sencillas, cotidianas, de los principales protagonistas de la novela, quizá hoy frecuentes en cualquier película o teatro televisivo:
“Al oír el timbre abrió la puerta con rapidez. En el pasillo el cartero le ofrecía un sobre grande a cambio de una firma en su libreta de control (...) Tras el portazo, controlado con la puntera de su zapato (...) como de costumbre en los momentos de nervios, se dirigió a la nevera, sacó una coca-cola y se metió en su estudio (...) La carta quedó descansando sobre la bandeja.”
Es decir, el detalle, por mínimo que sea, queda patente en lo que Pinel escribe, hasta esos pequeños actos que, por lo general, solemos hacer maquinalmente, como si de un tic nervioso se tratase.
Y, entre medias, vibrando las preocupaciones del autor tendentes a la mejor conservación, prosperidad y desarrollo de su pueblo, que deja ver a lo largo de toda la narración. Los valores heredados de sus antepasados y que el pueblo debe mantener e incluso incrementar, cara a las generaciones que vengan, porque José Antonio Pinel tiene un concepto, digamos histórico, de lo que es la vida actual de Arbancón, como si de un ciclo de tratase, de un constante retornar:
“Enraizados en la cepa castellana jamás pierden (los hombres y mujeres de nuestros pueblos) el rictus de la satisfacción. En las tardes de paseo por tu pueblo, no te olvides, estás andando sobre tu historia y sobre la de ellos. Tus pasos. Tus pasos son de gracia. El camino machadiano que nos acoge a todos”. (Carta del autor).
Y es que hay algo muy importante a tener en cuenta, que también nos señala el autor, para que lo tengamos en cuenta cuando nos dispongamos a leer su libro:
“Sin ellos ¿quién podría atestiguar que el escritor pasó un día por aquí? Suya es, pues, esta novela porque suyo es el camino que se esconde entre callejas, veredas y torrenteras”.
El lector disfrutará de todo lo anterior con la lectura de esta novela que comienza cuando, por culpa de un simple error, una equivocación al teclear el ordenador, en lugar de salir un pueblo sale otro que no podía ser mas que Arbancón 1960, a poca distancia de Madrid, por lo que el protagonista, Ángel, decide hacer una excursión virtual, propuesta por el propio ordenador, que también le ofrece la posibilidad de ir sólo o acompañado: “Con un padre de conductor y su hijo de acompañante”, y la posibilidad de poner nombre a sus acompañantes: Cristóbal y Noé.
A Ángel, todo le llama la atención, los apodos, el que los chavales del pueblo coman pan y quesillo... Y hasta el cartel de la entrada al pueblo que rezaba: “Turismo sexual”, porque los gamberros habían manipulado las letras de “sensual”.
Precisamente esto del “turismo sensual” es lo que da pie a los capítulos que vienen a continuación. La nota decía sí:
“Asistiendo los cinco domingos dispondrá de un bono de pareja para pasar una Noche al Sereno en las Eras de Arriba. Podrá contemplar un mar de estrellas con la boca abierta, oler a trilla, escuchar el cuclillo, conocer la luz de la oscuridad castellana y vivir un sinfín de experiencias. Se le servirá una cena típica de verano. Amará la noche sin descanso: desde que salga Venus hasta que se levante el sol”.
 Cada capítulo se acomoda al programa de una serie de “Degustaciones culinarias” semanales, a saber: el primer domingo toca oler; el segundo saborear, el tercero ver, el cuarto escuchar y, el quinto tocar, finalizando el sexto con el premio indicado en la nota anterior: “Una noche con las estrellas”.
Las semanas se van sucediendo, cada vez con mayor interés. Los descubrimientos que pueden hacerse en un pueblo como Arbancón llaman la atención a un muchacho de la capital que se cree vivir al momento y poco a poco va reconociendo otros valores ocultos que merecen la pena. Entra en el pueblo y en sus protagonistas a través de las cosas que le han ido surgiendo a lo largo de ese mes largo; algunas llamativas, como que el domingo destinado a los olores, sean los de la miel, del taller del abarquero y las especias choriceras, o que el domingo del saboreo comience con pastelillos de “aire frito”, o que el tercero que es de ver, recayera sobre la guía y protección de un ciego... Así domingo tras domingo, con alegrías sanas, a través de las cosas más sencillas, aquellas que vieron nuestros abuelos y nuestros padres, y que nosotros vemos tan alejadas hoy que nos parecen de otro mundo, de un mundo ciertamente perdido. Tan perdido en muchos aspectos que José Antonio Pinel no quiere que desaparezcan del todo, al menos sus nombres y, por eso, ha insertado al final de su novela un amplio “palabrario” en el que ha recogido muchos vocablos que hoy suenan arcaicos y que, seguro, muchos jóvenes (y no tan jóvenes) ya no conocen: acial, adra, bacho, besana, caballón, cabrillas... incluyendo alguna que otra receta de algún que otro dulce.
Un mundo  cercano, al alcance de la mano, al que se llega desde el exterior con buena voluntad y decisión de adaptarse al espacio-tiempo para conocer cosas nuevas, perdidas en algunos sitios y conservadas en otros.
Al fin eso, una novela entrañable que José Antonio Pinel nos regala para alegrarnos, aunque sólo sea por un momento -el de su lectura-, la existencia.


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