SUÁREZ DE PUGA, José Antonio, Betleem, Guadalajara, Fundación “Su peso
en miel”, (col. Cuadernos Mendocinos), 2008, 32 pp.
Betleem lleva por título este
ramillete de poemas de José Antonio Suárez de Puga y a Belén, su hija, está
dedicado, al igual que el soneto “A una niña que se llama Belén”, una niña
echada en un rebozo, con sus brazos abiertos y sus ojos durmientes… un Belén de
carne recién hecho.
Es curioso que quien estas notas
escribe, lo haga recién comenzado el verano, cuando los meses son más cálidos y
apartados de los fríos invernales en que la Navidad y los belenes constituyen
la expresión más genuina de una forma de ser y de pensar.
Quizá sea ese el contrapunto que
me ha hecho volver a este libro, escaso de páginas, como deben ser los libros
de poesía, puesto que la poesía -como todo, pero más aún si cabe- debe
degustarse con lentitud, paladearse hasta conseguir separar los sabores que la
componen.
Este libro, sencillo en todo su
ser material, al que acompañan unos dibujos del propio autor de las poesías, es
un buen ejemplo de lo anterior. El lector puede encontrar una gavilla de dieciocho
poemas que tienen por hilo conductor a la Navidad, poemas aparentemente fáciles
de construir, en los que el ritmo se ajusta al ojo y hace que su lectura sea
tan agradable.
Hay cierto regusto por la poesía
barroquizante de siglos pasados: ¿Quién
sobre el ocio de mi pobre mesa, / la navideña caridad ha puesto / con infantil
y pastoril manera / el nuevo nacimiento?, cierta forma de acercarse a lo
sencillo, al portal de belén con sus figuritas ingenuas y artesanas.
Hay algunos villancicos; uno es
el de la luna, otro el de la nieve y el llanto. La luna es la que pegábamos
sobre el cielo azul de papel. La nieve es la que tenuemente cae sobre los
caminos que hasta el nacimiento llegan, y el llanto es el de querer llorar
porque las flores del camino se han vestido de blanco: ¿Qué flor del campo quieres que lleve si solo soy sembrador de lágrimas
en la nieve?
Y también hay poemas para
pueblos, para pueblos que son belenes de verdad, y que lo son más en el tiempo
de la Navidad, cuando los Reyes Magos asoman por las cumbres, cuando el campo
se torna de armiño y un niño pequeño llora en la lejanía. Es una “Navidad en
Pastrana”, la Pastrana amada de José Antonio Suárez de Puga, poeta, y la
“Navidad en Majaelrayo”, en la cumbre del padre Ocejón: “Qué blancos tiende el jaral / lienzos de fino algodón / y pañales de
cristal.”
Versos rotundos, sonoros, delicados…
Yo he oído a Suárez de Puga,
amigo, recitar sus versos, enamorado, y ahora es como si él los leyera,
temperadamente, con sobriedad, modulando la voz con latidos como los del
corazón que siente amor a raudales y la piel se torna de ave de corral y los ojos
parecen relucir de forma no tan natural
como suelen. Es que se siente el poema en la propia carne ¿en la carne, que es
materia, o en el alma, que flota en las etéreas galerías como aletea una
mariposa blanca, que recuerda la nieve, y el pensamiento que se eleva
psicopompo?
Hay querencias, quizá oraciones
que piden algo a Dios; una necesidad de lejanía para estar más cerca. Hay dejes
místicos… como, por ejemplo, esa “Llama
encendida de un hogar helado. / Faro aflictivo de la noche oscura. / Ocaso
terminal de la envoltura / que nadie ha abierto ni jamás tocado.”
Una llama de ilusión, de luz que
se atisba a lo lejos, entre la oscuridad de la vida, como una especie de
re-nacimiento, un volver a nacer, que no otra cosa es la muerte para el que
cree. La noche oscura y serena del alma que lleva hasta el Ser Supremo a través
de esa escala ascendente que es la vida, de modo que mientras morimos vamos
naciendo.
Versos plenos de enjundia.
Versos que sirven de cauce, de
vereda, a la vacilación y a la duda de quien es caminante en el belén de la
vida, en ese tránsito más o menos largo y duradero que comienza en un pobre portal
y conduce a las estrellas que apenas si se pueden ver con claridad porque los
copos de nieve lo impiden.
En “Navidad en el cristal” hay
unos versos, dos, que juegan alegremente y hacen que el poema cobre una vida
chisporroteante y gozosa: “Arde de gozo
el cristal / aunque la noche está fría. / Delicada lejanía /asoma al cristal
que vela / la curiosa duermevela / pálida de una bujía / encendida en el
portal. / Arde de gozo el cristal / aunque la noche está fría…”.
Hay también un bellísimo
“Retablillo de la adoración de los Reyes” en el que cada uno de ellos, hablando
en primera persona, adora al Niño recién nacido y le ofrece su regalo: oro,
incienso o mirra.
Es, en fin, un libro que alegra
la vida, un libro que aporta ilusión, que hace pensar en la humildad y que
quizá, quizá, nos vuelva un tanto niños (porque un niño es un hombre que
todavía no ha dejado de serlo).
Por eso este libro no necesita
prólogo, prefacio, ni pórtico alguno. Su autor habla por él.
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