Dibujos y textos fundidos en un útil y atractivo libro
ANTÓN ÁVILA, José María (Dibujos) y HERRERA CASADO, Antonio (Textos), Cuaderno de viaje por la provincia de Guadalajara, Guadalajara, Diputación de Guadalajara, 2011, sin paginar.
Parece que en lo que respecta a la calidad de los libros que se editan en Guadalajara, se va avanzando a pasos de gigante. Hay buenos ejemplos que podrían aducirse de inmediato, sin embargo, este que hoy comentamos quizás constituya la mejor muestra de lo que decimos.
Se editan libros sencillos en colecciones más o menos populares, es decir, que pueden llegar con facilidad a toda la gente, libros eminentemente divulgativos que, además, siguen manteniendo un alto nivel en su contenido y, junto a esos libros que tanto contribuyen al conocimiento de parcelas puntuales de la Historia, el Arte y el Folklore de los pueblos de Guadalajara, también se hacen algunos otros de “lujo”, evidentemente en menor cantidad, en los que prima más la imagen, las fotografías espectaculares y llamativas, a todo color, que el texto, que suele centrarse en breves introducciones a temas o capítulos concretos, o a pies de foto que suelen comentarse someramente.
Son éstos últimos libros “de regalo”, esos que ahora, por aquello de la moda, se han dado en llamar “de protocolo” y que, a pesar de su no muy larga tirada y de su alto precio, suelen llamar la atención de los bibliófilos y coleccionistas de libros de temática provincial.
Además de los anteriores, hay también otros libros que no son lo uno ni lo otro y que aúnan en sí una gran belleza, lograda a través de unos maravillosos y artísticos dibujos generalmente realizados en exclusiva para la ocasión y que van acompañados de unos textos, igualmente bellos, no sólo por lo que en ellos se dice, sino por los tipos de letra que se usaron en su edición.
Es el caso de nuestro libro que, tan sólo por dos días entró en el año actual en lugar de hacerlo en el anterior, para el que estaba proyectada su salida.
En realidad es un libro de viajes. Un libro de viajes pequeños, no muy largos ni en tiempo ni en extensión, de modo que el lector o el viajero o ambos al unísono, que es mejor, tienen a su alcance una serie de rutas donde la simbiosis entre la imagen y la palabra, unidas en feliz abrazo, hacen que la imaginación no pare de volar sobre cualquiera tiempo, sea el pasado o el presente que, por serlo, no queda en olvido.
Comienza el libro con “Un paseo por la Ciudad de Guadalajara” y sus principales, casi todas, joyas arquitectónicas: el Palacio del Infantado, con varios dibujos de su fachada principal, de los leones afrontados entre los que se advierte la tolva como divisa mendocina casi abrazada entre sus garras, mientras sobre cada columna de la galería inferior pueden apreciarse al detalle los escudos de Mendoza, con el “Ave María gratia plena” y de Luna, los mismos que páginas antes habían servido como detalle decorativo del tímpano de la puerta de acceso a dicho palacio, en la que alguien parece ser que leyó hace tiempo: “esta casa mandó labrar su dueño, el segundo duque don Íñigo López de Mendoza, y lo hizo en 1483, para la mayor honra y gloria de su linaje”. Y quizás también para alimentar su vanagloria personal y decir a los cuatro vientos su poder y riqueza, que tanto monta.
El viaje urbano continúa por la iglesia de Santiago, esa joya mudéjar en la que la piedra, a modo de aparejo toledano, se conjunta tan bellamente como lo hacen en el propio libro el texto que lo explica y el dibujo que lo aclara; la capilla de Luis de Lucena no podía faltar. Ahí la vemos, en parte, junto a la torre de la iglesia concatedral de Santa María, que también aparece, como muestra y símbolo de aquella Guadalajara conventual, mística y ascensional, junto al torreón del Alamín, donde se adivina el puente “de las Infantas”.
Y los tiempos modernos y sus obras. La huella viva de un pasado más presente, que se refleja en la calle Mayor y en las gentes que la transitan, multicolores en su vestimenta, vista casi desde la casa de la Banca Alvira, en un no muy largo espacio que acaba en la fachada de la iglesia de San Nicolás el Real, frente al Banco de España, un edificio precioso y poco entendido y al que, como sucede con el bosque, los árboles no lo dejaban ver. Y al lado, el Banco y la fachada de la iglesia antes aludida, dando espacio al “Jardinillo” en tiempo de verano, como así lo indican esas sombrillas que parecen proteger a los animados conversadores de los rayos del sol. Un “Jardinillo” anterior al remodelado recientemente, con la fuente presidida por el dios Neptuno, todavía apoyado en su tridente.
Otros dibujos y otros textos, que siempre han de ir de la mano, nos enseñan el Palacio de la Diputación Provincial, el Teatro Auditorio “Buero Vallejo”, las extraordinarias galerías del palacio de don Antonio de Mendoza (aquel primer Instituto de Enseñanza Media “Brianda de Mendoza”), donde se custodia el escudo que coronaba la puerta del Mercado de la muralla de la ciudad, al comienzo de la calle Mayor.
Y, nuevamente, la torre de Santa María y una maravillosa conjunción de tejados que nos habla de la antigua y de la nueva Guadalajara, o lo que es lo mismo, de aquella Guadalajara de casas bajas, cubiertas a dos vertientes con teja roja árabe, que va siendo sustituida por la nueva Guadalajara, en la que las torres de cemento se elevan muy hacia lo alto como queriendo huir de la tierra que las sustenta.
La iglesia de San Ginés, el puente sobre el Henares, las “Adoratrices” y el esbelto Panteón de la condesa de la Vega del Pozo, que remata la cruz sobre la corona, nuevo símbolo que no debe pasar desapercibido al lector atento y amigo del detalle. Como tampoco debe pasar desapercibido el bellísimo dibujo que describe el conjunto formado por la artística reja que sigue en toda su extensión al Paseo de San Roque, la ermita, y los dos edificios antes citados.
A este primer apartado, que sirve de amable entrada, sigue la “Ruta por la Alcarria”: Torija, Trijueque, Brihuega, Cifuentes, Trillo, Budia, Alcocer, Casasana, Pastrana, Zorita, Tendilla, Horche, Lupiana... con sus más bellas obras de arte y sus paisajes, sus señas de identidad, en una palabra. Unos pueblos ya aparecieron en el Viaje a la Alcarria, de Cela, otros, no.
El tercer apartado se dedica a la “Ruta del románico”, con imágenes de gran belleza que representan las iglesias más destacadas, así como detalles de las mismas.
Destacaría de entre todos los dibujos los correspondientes a la fachada de la iglesia de Campisábalos, aneja a la portada de la capilla de San Galindo, donde aparece esculpido el famoso friso que, junto al de la iglesia de Beleña de Sorbe, éste en su arquivolta, representan en sendos mensarios (o menologios) las actividades humanas propias de cada mes, tanto en el trabajo como en la fiesta.
No podían faltar las iglesias de Villacadima y Albendiego, ni tampoco las tres portadas de la catedral de Sigüenza. Ni ese otro románico “rural” de Carabias y Sauca. Ni los demoníacos vicios y las amables virtudes tallados en la puerta “del Salvador” de la iglesia de Cifuentes, quizá todo un catecismo para los peregrinos, muchos de ellos iletrados, que siguieron -y aún hoy siguen- la antigua “Ruta de la Lana”, convertida en Camino de Santiago.
Sigue la “Ruta de los castillos” con dibujos tan bellos como los de Jadraque, Riba de Santiuste, Sigüenza (con el castillo a un lado y la iglesia mayor al otro, dos moles de piedra sobresaliendo por entre los tejados de la obispal ciudad), Atienza (cuyo dibujo, que parece inacabado, tiene especial gracia y soltura), Zorita de los Canes (cuyos pies lame el Tajo) y Pioz., Cifuentes, Brihuega y Torija, con las huellas y transformaciones que el tiempo y la incuria del hombre infligieron a sus castillos a cada momento. Zafra, Anguix y, claro, Molina de Aragón, el mayor de cuantos existen en la geografía guadalajareña.
Gavilla de caminos, pueblos y artes que acaba con la “Ruta de la Arquitectura Popular”, en la que junto a los tradicionales “pairones” molineses, aparecen algunas calles de los pueblos del Ocejón, de Campillo de Ranas, Valverde de los Arroyos o La Vereda, junto a otras manifestaciones de esa otra arquitectura, tan diferenciada, de los pueblos de la sierra atencina, de Hijes o Galve de Sorbe.
No sólo en las casas de toda esta extensa provincia. También en las fuentes, las ermitas, los paradores, ya casi desaparecidos, con fachada de ladrillo de las alcarrias o de canto rodado y barro de la Campiña, además de los dibujos y grabados de exquisito gusto que, el rudo albañil, seguramente el propio labrador, el dueño de la casa, colocó en su hogar a modo de amuleto protector de sus habitantes contra todos los males, de los rayos e incendios principalmente.
Toda una arquitectura sin arquitectos, ruda, contundente y económica, en la que nada sobra, en comparación con la arquitectura de las “casonas” molinesas, con rejas y llamadores artísticamente forjados y escudos de piedra que hablan de pasadas grandezas. Ambas bellísimas, ambas necesarias en su momento y hoy, manifestaciones milagrosamente vivas que poder legar a las generaciones venideras como el importante patrimonio que constituyen.
Concluye este libro, perfecto, ofreciendo unas “Ideas para el caminante”. Un caminante que se quiere culto, que no de “zapatilla”; un caminante que visite, ame y respete lo que vea, no un depredador.
Un contenido inigualable, sin estridencias, sencillo, de lectura fácil, comprensible, en lo que atañe a los textos, con dibujos sistemáticamente elegidos, y que, mediante sola una ojeada, dan idea clara de lo que en el texto se comenta.
Dibujos, acuarelas coloristas, trazados con mano diestra de artista.
Y por si fuera poco una edición insuperable, como queda a la vista, a través de la calidad del papel y las tintas utilizadas, además de por su encuadernación con tapas duras y sobrecubierta. Sin dejar de lado el tamaño, manejable y no muy pesado.
Únicamente nos resta felicitar a ediciones Aache por haber producido y maquetado esta verdadera obra de arte, salida de su “cocina”, digna de las mejores bibliotecas alcarreñistas.
José Ramón LÓPEZ DE LOS MOZOS
ANTÓN ÁVILA, José María (Dibujos) y HERRERA CASADO, Antonio (Textos), Cuaderno de viaje por la provincia de Guadalajara, Guadalajara, Diputación de Guadalajara, 2011, sin paginar.
Parece que en lo que respecta a la calidad de los libros que se editan en Guadalajara, se va avanzando a pasos de gigante. Hay buenos ejemplos que podrían aducirse de inmediato, sin embargo, este que hoy comentamos quizás constituya la mejor muestra de lo que decimos.
Se editan libros sencillos en colecciones más o menos populares, es decir, que pueden llegar con facilidad a toda la gente, libros eminentemente divulgativos que, además, siguen manteniendo un alto nivel en su contenido y, junto a esos libros que tanto contribuyen al conocimiento de parcelas puntuales de la Historia, el Arte y el Folklore de los pueblos de Guadalajara, también se hacen algunos otros de “lujo”, evidentemente en menor cantidad, en los que prima más la imagen, las fotografías espectaculares y llamativas, a todo color, que el texto, que suele centrarse en breves introducciones a temas o capítulos concretos, o a pies de foto que suelen comentarse someramente.
Son éstos últimos libros “de regalo”, esos que ahora, por aquello de la moda, se han dado en llamar “de protocolo” y que, a pesar de su no muy larga tirada y de su alto precio, suelen llamar la atención de los bibliófilos y coleccionistas de libros de temática provincial.
Además de los anteriores, hay también otros libros que no son lo uno ni lo otro y que aúnan en sí una gran belleza, lograda a través de unos maravillosos y artísticos dibujos generalmente realizados en exclusiva para la ocasión y que van acompañados de unos textos, igualmente bellos, no sólo por lo que en ellos se dice, sino por los tipos de letra que se usaron en su edición.
Es el caso de nuestro libro que, tan sólo por dos días entró en el año actual en lugar de hacerlo en el anterior, para el que estaba proyectada su salida.
En realidad es un libro de viajes. Un libro de viajes pequeños, no muy largos ni en tiempo ni en extensión, de modo que el lector o el viajero o ambos al unísono, que es mejor, tienen a su alcance una serie de rutas donde la simbiosis entre la imagen y la palabra, unidas en feliz abrazo, hacen que la imaginación no pare de volar sobre cualquiera tiempo, sea el pasado o el presente que, por serlo, no queda en olvido.
Comienza el libro con “Un paseo por la Ciudad de Guadalajara” y sus principales, casi todas, joyas arquitectónicas: el Palacio del Infantado, con varios dibujos de su fachada principal, de los leones afrontados entre los que se advierte la tolva como divisa mendocina casi abrazada entre sus garras, mientras sobre cada columna de la galería inferior pueden apreciarse al detalle los escudos de Mendoza, con el “Ave María gratia plena” y de Luna, los mismos que páginas antes habían servido como detalle decorativo del tímpano de la puerta de acceso a dicho palacio, en la que alguien parece ser que leyó hace tiempo: “esta casa mandó labrar su dueño, el segundo duque don Íñigo López de Mendoza, y lo hizo en 1483, para la mayor honra y gloria de su linaje”. Y quizás también para alimentar su vanagloria personal y decir a los cuatro vientos su poder y riqueza, que tanto monta.
El viaje urbano continúa por la iglesia de Santiago, esa joya mudéjar en la que la piedra, a modo de aparejo toledano, se conjunta tan bellamente como lo hacen en el propio libro el texto que lo explica y el dibujo que lo aclara; la capilla de Luis de Lucena no podía faltar. Ahí la vemos, en parte, junto a la torre de la iglesia concatedral de Santa María, que también aparece, como muestra y símbolo de aquella Guadalajara conventual, mística y ascensional, junto al torreón del Alamín, donde se adivina el puente “de las Infantas”.
Y los tiempos modernos y sus obras. La huella viva de un pasado más presente, que se refleja en la calle Mayor y en las gentes que la transitan, multicolores en su vestimenta, vista casi desde la casa de la Banca Alvira, en un no muy largo espacio que acaba en la fachada de la iglesia de San Nicolás el Real, frente al Banco de España, un edificio precioso y poco entendido y al que, como sucede con el bosque, los árboles no lo dejaban ver. Y al lado, el Banco y la fachada de la iglesia antes aludida, dando espacio al “Jardinillo” en tiempo de verano, como así lo indican esas sombrillas que parecen proteger a los animados conversadores de los rayos del sol. Un “Jardinillo” anterior al remodelado recientemente, con la fuente presidida por el dios Neptuno, todavía apoyado en su tridente.
Otros dibujos y otros textos, que siempre han de ir de la mano, nos enseñan el Palacio de la Diputación Provincial, el Teatro Auditorio “Buero Vallejo”, las extraordinarias galerías del palacio de don Antonio de Mendoza (aquel primer Instituto de Enseñanza Media “Brianda de Mendoza”), donde se custodia el escudo que coronaba la puerta del Mercado de la muralla de la ciudad, al comienzo de la calle Mayor.
Y, nuevamente, la torre de Santa María y una maravillosa conjunción de tejados que nos habla de la antigua y de la nueva Guadalajara, o lo que es lo mismo, de aquella Guadalajara de casas bajas, cubiertas a dos vertientes con teja roja árabe, que va siendo sustituida por la nueva Guadalajara, en la que las torres de cemento se elevan muy hacia lo alto como queriendo huir de la tierra que las sustenta.
La iglesia de San Ginés, el puente sobre el Henares, las “Adoratrices” y el esbelto Panteón de la condesa de la Vega del Pozo, que remata la cruz sobre la corona, nuevo símbolo que no debe pasar desapercibido al lector atento y amigo del detalle. Como tampoco debe pasar desapercibido el bellísimo dibujo que describe el conjunto formado por la artística reja que sigue en toda su extensión al Paseo de San Roque, la ermita, y los dos edificios antes citados.
A este primer apartado, que sirve de amable entrada, sigue la “Ruta por la Alcarria”: Torija, Trijueque, Brihuega, Cifuentes, Trillo, Budia, Alcocer, Casasana, Pastrana, Zorita, Tendilla, Horche, Lupiana... con sus más bellas obras de arte y sus paisajes, sus señas de identidad, en una palabra. Unos pueblos ya aparecieron en el Viaje a la Alcarria, de Cela, otros, no.
El tercer apartado se dedica a la “Ruta del románico”, con imágenes de gran belleza que representan las iglesias más destacadas, así como detalles de las mismas.
Destacaría de entre todos los dibujos los correspondientes a la fachada de la iglesia de Campisábalos, aneja a la portada de la capilla de San Galindo, donde aparece esculpido el famoso friso que, junto al de la iglesia de Beleña de Sorbe, éste en su arquivolta, representan en sendos mensarios (o menologios) las actividades humanas propias de cada mes, tanto en el trabajo como en la fiesta.
No podían faltar las iglesias de Villacadima y Albendiego, ni tampoco las tres portadas de la catedral de Sigüenza. Ni ese otro románico “rural” de Carabias y Sauca. Ni los demoníacos vicios y las amables virtudes tallados en la puerta “del Salvador” de la iglesia de Cifuentes, quizá todo un catecismo para los peregrinos, muchos de ellos iletrados, que siguieron -y aún hoy siguen- la antigua “Ruta de la Lana”, convertida en Camino de Santiago.
Sigue la “Ruta de los castillos” con dibujos tan bellos como los de Jadraque, Riba de Santiuste, Sigüenza (con el castillo a un lado y la iglesia mayor al otro, dos moles de piedra sobresaliendo por entre los tejados de la obispal ciudad), Atienza (cuyo dibujo, que parece inacabado, tiene especial gracia y soltura), Zorita de los Canes (cuyos pies lame el Tajo) y Pioz., Cifuentes, Brihuega y Torija, con las huellas y transformaciones que el tiempo y la incuria del hombre infligieron a sus castillos a cada momento. Zafra, Anguix y, claro, Molina de Aragón, el mayor de cuantos existen en la geografía guadalajareña.
Gavilla de caminos, pueblos y artes que acaba con la “Ruta de la Arquitectura Popular”, en la que junto a los tradicionales “pairones” molineses, aparecen algunas calles de los pueblos del Ocejón, de Campillo de Ranas, Valverde de los Arroyos o La Vereda, junto a otras manifestaciones de esa otra arquitectura, tan diferenciada, de los pueblos de la sierra atencina, de Hijes o Galve de Sorbe.
No sólo en las casas de toda esta extensa provincia. También en las fuentes, las ermitas, los paradores, ya casi desaparecidos, con fachada de ladrillo de las alcarrias o de canto rodado y barro de la Campiña, además de los dibujos y grabados de exquisito gusto que, el rudo albañil, seguramente el propio labrador, el dueño de la casa, colocó en su hogar a modo de amuleto protector de sus habitantes contra todos los males, de los rayos e incendios principalmente.
Toda una arquitectura sin arquitectos, ruda, contundente y económica, en la que nada sobra, en comparación con la arquitectura de las “casonas” molinesas, con rejas y llamadores artísticamente forjados y escudos de piedra que hablan de pasadas grandezas. Ambas bellísimas, ambas necesarias en su momento y hoy, manifestaciones milagrosamente vivas que poder legar a las generaciones venideras como el importante patrimonio que constituyen.
Concluye este libro, perfecto, ofreciendo unas “Ideas para el caminante”. Un caminante que se quiere culto, que no de “zapatilla”; un caminante que visite, ame y respete lo que vea, no un depredador.
Un contenido inigualable, sin estridencias, sencillo, de lectura fácil, comprensible, en lo que atañe a los textos, con dibujos sistemáticamente elegidos, y que, mediante sola una ojeada, dan idea clara de lo que en el texto se comenta.
Dibujos, acuarelas coloristas, trazados con mano diestra de artista.
Y por si fuera poco una edición insuperable, como queda a la vista, a través de la calidad del papel y las tintas utilizadas, además de por su encuadernación con tapas duras y sobrecubierta. Sin dejar de lado el tamaño, manejable y no muy pesado.
Únicamente nos resta felicitar a ediciones Aache por haber producido y maquetado esta verdadera obra de arte, salida de su “cocina”, digna de las mejores bibliotecas alcarreñistas.
José Ramón LÓPEZ DE LOS MOZOS
Gracias a López de los Mozos por este comentario apasionado, generoso y lúcido. Ojalá la riqueza monumental,paisajística, patrimonial y cultural de Guadalajara pueda seguir dando para hacer libros como este.
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