Plá escribió un diario conciso, irónico y sin retórica vana.
PLÁ, Josep, Madrid. El advenimiento de la República, Barcelona, Diario Público (Biblioteca de la República), 2011, 158 pp. (La primera edición es de 1933).
Cuando el autor del libro llegó a Madrid por primera vez tenía veintidós años. La segunda, treinta y cuatro. Más o menos, así comienza este libro que hoy traemos a nuestro Baúl, y en el que Plá ofrece al lector una mirada, la suya particular, de los días previos y posteriores a la proclamación de la República. Lo hace a modo de diario “agudo, crítico y sarcástico”, de forma periodística, ya que Plá, cuando viajaba a Madrid, no tenía nada que hacer o muy poco. De ahí que para no aburrirse, por así decir, comenzase a anotar detalladamente los hechos más importantes, algunos meramente anecdóticos, de cada uno de los días que estuvo en la capital de España.
Leer este libro, “conciso, irónico y alejado de cualquier veleidad retórica” es una delicia. Es de esos libros que no se caen de las manos y que al terminar una página pide la lectura de la siguiente. Tal es la belleza del lenguaje que utiliza Plá, para quien esto escribe, sin lugar a dudas uno de los mejores escritores en castellano, a pesar de ser catalán, o quizá por eso.
Poco es, sin embargo, lo que hay entre sus páginas, que tenga una relación directa con Guadalajara y su tierra, apenas dos menciones que son las que vamos a trasladar a nuestros lectores. La primera de ellas nos llamó la atención -suponemos que a quien lea este texto también le sucederá lo mismo-, puesto que estamos, dice Plá, ante un paisaje castellano entendido desde un punto de vista político, que el libro recoge así:
“14 de abril de 1931. Siete de la mañana. Me despierto, sacudido por el coche cama, me visto y me voy a desayunar al vagón restaurante. El señor Cambó, en la mesa del fondo, habla con un señor desconocido. Me hace una señal, me acerco y tras la presentación de rigor me siento para desayunar. El señor es un gran hombre de la burguesía catalana, un industrial importante.
En el vagón, todos hablan de lo que va a ocurrir. Nos envuelve un ambiente de profecía. El industrial sufre. Querría plantearle una cuestión al señor Cambó, pero no se atreve. Hablan del tiempo, de Barcelona, de Madrid, de la crisis mundial… El señor Cambó, que tal vez haya dormido poco, está muy pálido, esquiva las alusiones políticas con sus estiramientos de cuello -el tic de su juventud-. En ésas, pasamos Guadalajara. Las extensiones de los campos de Castilla, tan ligadas a las formas políticas tradicionales, tan característicamente unidas al monarquismo castellano, se pierden de vista franjeadas por las verdes fajas del trigo tempranero, bajo un cielo enorme, puro, claro, azul.
El industrial contempla un rato el paisaje que huye y, de repente, la cara le sonríe.”
La verdad es que, a pesar de que el texto sea un tanto extenso, merece la pena leerlo. Nos recuerda, por momentos, alguna de aquellas descripciones del Cela del primer Viaje a la Alcarria. Pero, a pesar de todo seguimos pensando en la diferencia que pudiera existir entre estos paisajes, estos campos castellanos, de la Castilla Nueva de Guadalajara, que nos hablan de pasadas monarquías, con otros campos de allende Castilla. Paisajes tal vez de La Mancha, o de La Rioja, o acaso del Baix Camp…
Y es cierto lo que dice Plá, estas tierras castellanas tienen algo que no tienen otras tierras, aún siento también castellanas. Hay cierto “inconsciente colectivo” que indefectiblemente nos conduce a tiempos ya lejanos: sangre, sudor y lágrimas…, tierras que cruzaron los caminos del Arcipreste; tierras de pan llevar, bajo el mandato supremo de los monjes; tierras ennegrecidas por la sangre, tras el asesinato del padre, como las de Antonio Machado en su Alvargonzález; o simples tierras onduladas, soleadas, también machadianas o tal vez orteguianas, donde las eras refulgen su dorada cosecha bajo sol inmisericorde del verano, mientras, a lo lejos, se vislumbra el que quizá sea el otero más perfecto del mundo coronado por el castillo de Jadraque. Tierras que llegaros a manos nobles tras la guerra o la simple escaramuza… Tierras monárquicas al fin y al cabo.
La otra cita, cargada de gracia, parece uno de esos chistes que, todavía después de tantos años, se siguen contando sobre el conde de Romanones:
“Romanones es un conversador inagotable, con un picante delicioso, sin respetabilidad, sin cobardía. Hoy los periodistas le referían la consideración que tiene a derecha y a izquierda. El conde encogía los hombros y contaba la siguiente anécdota:
Hace unos días iba a Guadalajara con su secretario, Brocas. Viajaban en coche. En un momento dado, se les acaba la gasolina y tienen que detenerse en un despoblado. Avería de pobre. Descubren a un chaval que apacentaba a unas cabras veinte pasos más allá. Lo llaman y le preguntan si estaría dispuesto a ir, cobrando lo que fuera, al pueblo más cercano, a por unos bidones de gasolina. El chaval no puede ir, pero sugiere la posibilidad de llamar a un labrador que trabaja en el otro extremo del campo. Brocas le dice que lo llame.
- ¡Romanones” -grita el chaval.
- ¿Y por qué le llamaís Romanones al labrador?
- ¿Qué por qué le llamamos Romanones? -dice el chaval-. Pues porque es un hijo de p…
Romanones ríe sin parar mientras cuenta la anécdota a voz en grito.”
Hemos traído estas dos estampas para dar idea de cómo es este libro que, desde luego, recomiendo al lector, especialmente por lo que de acertado tenía acerca de los sucesos que siguieron a la proclamación de esta República.
Cuando el autor del libro llegó a Madrid por primera vez tenía veintidós años. La segunda, treinta y cuatro. Más o menos, así comienza este libro que hoy traemos a nuestro Baúl, y en el que Plá ofrece al lector una mirada, la suya particular, de los días previos y posteriores a la proclamación de la República. Lo hace a modo de diario “agudo, crítico y sarcástico”, de forma periodística, ya que Plá, cuando viajaba a Madrid, no tenía nada que hacer o muy poco. De ahí que para no aburrirse, por así decir, comenzase a anotar detalladamente los hechos más importantes, algunos meramente anecdóticos, de cada uno de los días que estuvo en la capital de España.
Leer este libro, “conciso, irónico y alejado de cualquier veleidad retórica” es una delicia. Es de esos libros que no se caen de las manos y que al terminar una página pide la lectura de la siguiente. Tal es la belleza del lenguaje que utiliza Plá, para quien esto escribe, sin lugar a dudas uno de los mejores escritores en castellano, a pesar de ser catalán, o quizá por eso.
Poco es, sin embargo, lo que hay entre sus páginas, que tenga una relación directa con Guadalajara y su tierra, apenas dos menciones que son las que vamos a trasladar a nuestros lectores. La primera de ellas nos llamó la atención -suponemos que a quien lea este texto también le sucederá lo mismo-, puesto que estamos, dice Plá, ante un paisaje castellano entendido desde un punto de vista político, que el libro recoge así:
“14 de abril de 1931. Siete de la mañana. Me despierto, sacudido por el coche cama, me visto y me voy a desayunar al vagón restaurante. El señor Cambó, en la mesa del fondo, habla con un señor desconocido. Me hace una señal, me acerco y tras la presentación de rigor me siento para desayunar. El señor es un gran hombre de la burguesía catalana, un industrial importante.
En el vagón, todos hablan de lo que va a ocurrir. Nos envuelve un ambiente de profecía. El industrial sufre. Querría plantearle una cuestión al señor Cambó, pero no se atreve. Hablan del tiempo, de Barcelona, de Madrid, de la crisis mundial… El señor Cambó, que tal vez haya dormido poco, está muy pálido, esquiva las alusiones políticas con sus estiramientos de cuello -el tic de su juventud-. En ésas, pasamos Guadalajara. Las extensiones de los campos de Castilla, tan ligadas a las formas políticas tradicionales, tan característicamente unidas al monarquismo castellano, se pierden de vista franjeadas por las verdes fajas del trigo tempranero, bajo un cielo enorme, puro, claro, azul.
El industrial contempla un rato el paisaje que huye y, de repente, la cara le sonríe.”
La verdad es que, a pesar de que el texto sea un tanto extenso, merece la pena leerlo. Nos recuerda, por momentos, alguna de aquellas descripciones del Cela del primer Viaje a la Alcarria. Pero, a pesar de todo seguimos pensando en la diferencia que pudiera existir entre estos paisajes, estos campos castellanos, de la Castilla Nueva de Guadalajara, que nos hablan de pasadas monarquías, con otros campos de allende Castilla. Paisajes tal vez de La Mancha, o de La Rioja, o acaso del Baix Camp…
Y es cierto lo que dice Plá, estas tierras castellanas tienen algo que no tienen otras tierras, aún siento también castellanas. Hay cierto “inconsciente colectivo” que indefectiblemente nos conduce a tiempos ya lejanos: sangre, sudor y lágrimas…, tierras que cruzaron los caminos del Arcipreste; tierras de pan llevar, bajo el mandato supremo de los monjes; tierras ennegrecidas por la sangre, tras el asesinato del padre, como las de Antonio Machado en su Alvargonzález; o simples tierras onduladas, soleadas, también machadianas o tal vez orteguianas, donde las eras refulgen su dorada cosecha bajo sol inmisericorde del verano, mientras, a lo lejos, se vislumbra el que quizá sea el otero más perfecto del mundo coronado por el castillo de Jadraque. Tierras que llegaros a manos nobles tras la guerra o la simple escaramuza… Tierras monárquicas al fin y al cabo.
La otra cita, cargada de gracia, parece uno de esos chistes que, todavía después de tantos años, se siguen contando sobre el conde de Romanones:
“Romanones es un conversador inagotable, con un picante delicioso, sin respetabilidad, sin cobardía. Hoy los periodistas le referían la consideración que tiene a derecha y a izquierda. El conde encogía los hombros y contaba la siguiente anécdota:
Hace unos días iba a Guadalajara con su secretario, Brocas. Viajaban en coche. En un momento dado, se les acaba la gasolina y tienen que detenerse en un despoblado. Avería de pobre. Descubren a un chaval que apacentaba a unas cabras veinte pasos más allá. Lo llaman y le preguntan si estaría dispuesto a ir, cobrando lo que fuera, al pueblo más cercano, a por unos bidones de gasolina. El chaval no puede ir, pero sugiere la posibilidad de llamar a un labrador que trabaja en el otro extremo del campo. Brocas le dice que lo llame.
- ¡Romanones” -grita el chaval.
- ¿Y por qué le llamaís Romanones al labrador?
- ¿Qué por qué le llamamos Romanones? -dice el chaval-. Pues porque es un hijo de p…
Romanones ríe sin parar mientras cuenta la anécdota a voz en grito.”
Hemos traído estas dos estampas para dar idea de cómo es este libro que, desde luego, recomiendo al lector, especialmente por lo que de acertado tenía acerca de los sucesos que siguieron a la proclamación de esta República.
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