miércoles, 19 de enero de 2011

Otra vez Circo de Fieras: un pequeña gran novela.



Lo hemos leído en el blog 1y1y1 y nos ha gustado. Por eso lo reproducimos aquí.


Hoy toca una de esas críticas en las que voy a divagar, porque la novela a criticar abre varias líneas de pensamiento, la mayoría literarias pero alguna también metaliteraria. Porque “Circo de fieras“ es un libro singular, y no digo esto como antónimo de plural, no sea que el gobierno detenga a su autor por no ser demócrata y tolerante. Más que nada porque conozco al autor, me cae bien, y prefiero verlo tomando una caña en un bar que hablando a través del cristal de la sala de visitas de Alcalá-Meco. Llamadme sibarita.
Empezaré, pues, por ahí. Conozco al autor, digo, y eso siempre es un problema cuando uno tiene que valorar una obra. Porque la objetividad se va al garete antes incluso de leer el título. Involuntariamente (y eso lo sé también por experiencia propia) el lector que conoce al autor intenta “buscar al autor” en la obra. Se pregunta de dónde habrá sacado esa idea, en quién se habrá inspirado para ese personaje, por qué dice eso que dice cuando uno sabe que no lo piensa realmente. O sí. El caso es, sea como fuere, que uno lee la novela como si fuera la carta de un amigo, y por supuesto no lo es. Es de un amigo, sí, pero no es una carta. Es ficción. El autor no intenta enviarnos un mensaje personal a cada uno de sus amiguetes.
Con “Circo de fieras” creo, no obstante, que he sido capaz de mirar la obra con ojos bastante neutrales. Sobre todo porque desde la primera página fui incapaz de imaginarme al autor con leotardos, o con látigo de domador, o lanzando cuchillos a una bella partenaire. Eso me ayudó mucho a leer la novela como lo que es, que es eso, una novela. Y, repito lo que decía al principio, una novela singular.
Empecemos por un frío dato: la obra tiene 30 páginas escasas de texto. ¡Toma castaña! ¿Es posible contar algo en 30 páginas? Por supuesto. No sólo eso: es posible montar una novela de intriga en la que participan no uno ni dos, sino varios (tantos que tendría que ponerme a contar para decir exactamente cuántos) personajes. Y digo bien, personajes, no simples nombres ni figurantes. Personajes a los que somos capaces de imaginar, y a los que reconocemos cuando reaparecen en escenas posteriores. “Circo de fieras” es una novela. Pero es una novela de 30 páginas.
¿Dónde está el truco (ya que la novela está ambientada en un circo)? No hay truco. Hay técnica. Fernando Marañón no hace vino literario, hace aguardiente. Recoge las uvas, por supuesto, y pisa las uvas, por supuesto, y las deja fermentar, por supuesto, pero en lugar de embotellar ya el resultado y producir toneladas de vino, él coge el bullo (lo que queda después de pisar las uvas, para los que nunca hayan visto hacer aguardiente), lo mete en un pote, lo calienta, le planta el alambique, vigila el fuego horas y horas, y espera a que vayan cayendo una por una las gotas que llenan algunas botellas del preciado líquido. Preciadísimo por mí, me permito añadir. Me refiero al aguardiente. Bueno, y al libro.
El resultado del proceso es, como el aguardiente, un líquido intenso. Fuerte. Para beber a tragos pequeños, porque cada palabra cuenta, cada adjetivo pesa, cada detalle añade. Empezamos leyendo una comedia ligera, nos damos pronto cuenta de que es más bien una comedia negra, y sin tiempo para pensar más nos vemos metidos en una novela de intriga. Que sigue siendo una comedia. Que sigue siendo negra.
Cuando terminamos de leer “Circo de fieras” tenemos una sonrisa en la boca. Por la parte cómica, seguro, pero también porque ya le hemos cogido el gusto al aguardiente. Entendemos entonces todo, y pensamos: qué cabrón. Nos ha contado una historia en 30 páginas. Ha montado un crimen y lo ha resuelto en 30 páginas. Nos ha escrito una comedia en 30 páginas. Plas, plas, plas (esto son aplausos, pero el blog no tiene sonido, ya perdonaréis, es la crisis, la culpa es de Zapatero).
Divago ahora (más) para preguntarme a mí mismo: en estos tiempos donde abundan los escritores incontinentes, que se recrean en sí mismos y nos cuentan historias de 10 páginas usando 300, ¿por qué no destacan más, aunque sólo sea por contraste, las obras como “Circo de fieras”? Y añado: en estos tiempos donde la gente “está tan superliada, tío” que “no tiene tiempo para nada”, y por supuesto leer no es para ellos tan importante como ir a esquiar, ¿no tendría todo el sentido editar más libros como “Circo de fieras”, que incluso esos seres superiores tan superliados podrían leerse en los (poquísimos) ratos libres que sus (importantísimos) trabajos les dejan, y llevarse a pesar de todo eso una lectura divertida, una historia intrigante, y una novela bien escrita, todo en uno, y todo en 30 páginas?
Respondo yo mismo a mi pregunta anterior, porque el blog no tiene canal de retorno (bueno sí tenía, pero habréis notado que he eliminado los comentarios, ya perdonaréis, pero se me importa un pimiento lo que opinéis de lo que escribo, sólo faltaría que siendo yo quien paga y mantiene todo esto tuviera que escuchar críticas a mis críticas). Pues me contesto, digo, diciéndome que la “industria editorial” es un puto desastre. Y esto, también, lo digo por experiencia. Y que conste que yo siempre le estaré muy agradecido a Ellago Ediciones por haberme publicado sin conocerme de nada, simplemente porque a su editor le pareció que yo escribía bien. Pero, aun así, el panorama es desolador. Conozco casos de escritores cuyo único talento es saber moverse en el selecto mundo de los consejeros delegados que han conseguido publicar novelas lamentables con títulos rimbombantes. Asín son las cosas, lo cualo. Y mientras tanto, “Circo de fieras” (y seguro que muchas otras) se presentan en sociedad ante un puñado de amigos y fieles, y se distribuyen de tapadillo en librerías de esas en las que parece que más que libros se venda droja para echarle al colacao.
Eso es todo. Este es uno de esos casos en los que la crítica es casi más larga que la obra, pero es lo que tiene el aguardiente: la sobremesa es mucho más larga que el tiempo que tarda uno en beberse la botella. El proceso es lento, requiere mucha técnica, y exije renunciar al resultado fácil que sería embotellar el vino. Pero, ¡ah, amijos!, cuando uno cata un buen aguardiente, lo único que puede hacer es estarle agradecido al artesano que lo produjo. El vino está rico. Pero, cada vez más, es para esnobs. Los auténticos bichos peludos bebemos aguardiente. En literatura, también.

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