En fechas recientes, la editorial Mediterráneo ha sacado a luz un libro que atrae y enseña, un libro de imágenes y textos que ofrece, entero, el río Gallo atravesando el Señorío de Molina. Ese río al que Sánchez Portocarrero, cuando escribió la historia de la comarca, llamó “nuestro padre río” porque sabía que de él, y de sus aguas, habían nacido los pueblos, las ganas de la gente, los huertos, y los paisajes. Habían nacido, del Gallo, las estatuas y los pilares que hay debajo de la tierra en aquella altura, los cimientos que sujetan desde hace siglos la grandiosidad molinesa.
El autor de los textos es Carlos Sanz Establés, y las fotos se deben a Paco Gracia. En gran tamaño, con todas sus fotografías en color, “El río Gallo” que es como se llama la obra, nos presenta, quizás por vez primera, el recorrido del río, y los lugares, todos (son más de 20) por donde va transcurriendo, dejando sobre su espalda puentes, alamedas frondosas a sus lados, riscos inaccesibles, poblados celtibéricos, ermitas sagradas y castillos legendarios. Buena cosecha de motivos para hacerse el recorrido que Sanz Establés nos indica.
En su obra, Sanz pinta ligeramente la historia de la comarca: su sentido de “estado independiente” durante dos largos siglos de la Edad Media. Y el crecimiento de su ganadería, y la pujanza de sus hidalgos en los siglos modernos. Nos cuenta en detalle cuales son los pueblos que va sorteando el río, desde Motos y Alustante, hasta Cuevas Labradas, pasando antes por Prados Redondos y Chera, bañando un paisaje siempre verde y suave, que ofrece en cada loma el recuerdo de su densa población celtíbera, allá por los siglos quinto y cuarto antes de Cristo. En medio de su camino, el Gallo hace ciudad a Molina, la preña de solemnidad y altivez, con su alcazaba mora, de color rojo sangre, que a nadie que la vea deja indiferente. Y en la suave vega que alcanza, en el aire quieto y oscuro de las amanecidas invernales, las temperaturas más bajas de toda la Península, se alzan como de puntillas los pueblos de Rillo, de Corduente, y los caseríos de Santiuste, de Castellote, con sus muros levemente inclinados, cansados de tanto aguantar siglos fríos.
El libro es un perfecto compñero de viaje, porque hay que leerlo antes de subir al páramo molinés, y empaparse de los colores y estampas que muestra. Leyendo lo que en él se dice tendremos una muy concreta imagen de cuanto hay que ver, y con un mapa de carreteras adjunto (es lo único que le falta al libor, un plano) se puede programar más de una excursión por la tierra molinesa. Un ejercicio que debe empezar ya a maquetarse, pues la primavera llama con fuerza en todas las ventanas.
El autor de los textos es Carlos Sanz Establés, y las fotos se deben a Paco Gracia. En gran tamaño, con todas sus fotografías en color, “El río Gallo” que es como se llama la obra, nos presenta, quizás por vez primera, el recorrido del río, y los lugares, todos (son más de 20) por donde va transcurriendo, dejando sobre su espalda puentes, alamedas frondosas a sus lados, riscos inaccesibles, poblados celtibéricos, ermitas sagradas y castillos legendarios. Buena cosecha de motivos para hacerse el recorrido que Sanz Establés nos indica.
En su obra, Sanz pinta ligeramente la historia de la comarca: su sentido de “estado independiente” durante dos largos siglos de la Edad Media. Y el crecimiento de su ganadería, y la pujanza de sus hidalgos en los siglos modernos. Nos cuenta en detalle cuales son los pueblos que va sorteando el río, desde Motos y Alustante, hasta Cuevas Labradas, pasando antes por Prados Redondos y Chera, bañando un paisaje siempre verde y suave, que ofrece en cada loma el recuerdo de su densa población celtíbera, allá por los siglos quinto y cuarto antes de Cristo. En medio de su camino, el Gallo hace ciudad a Molina, la preña de solemnidad y altivez, con su alcazaba mora, de color rojo sangre, que a nadie que la vea deja indiferente. Y en la suave vega que alcanza, en el aire quieto y oscuro de las amanecidas invernales, las temperaturas más bajas de toda la Península, se alzan como de puntillas los pueblos de Rillo, de Corduente, y los caseríos de Santiuste, de Castellote, con sus muros levemente inclinados, cansados de tanto aguantar siglos fríos.
El libro es un perfecto compñero de viaje, porque hay que leerlo antes de subir al páramo molinés, y empaparse de los colores y estampas que muestra. Leyendo lo que en él se dice tendremos una muy concreta imagen de cuanto hay que ver, y con un mapa de carreteras adjunto (es lo único que le falta al libor, un plano) se puede programar más de una excursión por la tierra molinesa. Un ejercicio que debe empezar ya a maquetarse, pues la primavera llama con fuerza en todas las ventanas.
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