BARELLA
MARTÍNEZ, Paz (Texto) y MORENO LÓPEZ, Alberto (Fotografía), Valhermoso, memoria de nuestros mayores
1920-1950, Valencia, El Autor, 2013, 172 pp.
El
libro que comentamos hoy tiene mucho mérito si pensamos que los tiempos que
corren no están como para tirar cohetes con pólvora propia, puesto que ha sido
editado por su autora en recuerdo y homenaje a las personas mayores de
Valhermoso, ese pueblecito enclavado en el Señorío de Molina que así ve como un
trozo de su historia interna se asoma al mundo exterior y es el resultado de un interesante
experimento que Paz Barella ha elaborado a partir de los testimonios recogidos
de cinco hombres y diez mujeres del pueblo, nacidos entre los años 1917 y 1942,
a los que reunió y dejó hablar libremente, de modo que a las palabras de unos
se añadían los recuerdos de otros, de forma fluida. Viene a ser, por tanto, un
libro hablado entre todos ellos, pero pulido y “formateado” por la autora del
trabajo.
Las
ideas, los recuerdos, son muchísimos. Algunos ya los esperábamos antes de leerlo,
puesto que la vida en el medio rural -agrícola y ganadero, mayoritariamente-
venía a ser muy parecido al de otros muchos pueblos; otros nos son nuevos y
distintos. Y ese puede que sea el mérito del libro, además de que siempre está
bien recordar viejas formas de ver las cosas, de vivirlas y, en muchos casos,
hasta de sufrirlas, como en estas hojas queda patente.
El
primer apartado se dedica a la propia comunidad social y a sus
infraestructuras, situando en sus coordenadas histórico-geográficas a
Valhermoso, en la sesma del Sabinar. En él se habla de la convivencia entre sus
gentes, desde el alcalde y demás autoridades, hasta la vida en familia, que se
caracterizaba por tres valores a los que siempre se les dio (y debe darse) la
mayor importancia: nobleza, humildad y armonía, como ponen de manifiesto
algunas las siguientes expresiones: “los
vecinos se ayudaban en las tareas del campo”, “la palabra de entonces era sagrada”, “existía mucha armonía”… Todo lo que contribuía a que las labores
comunales, como la “zofra” o “azofra” (es decir, la prestación personal de
trabajo no remunerada, por ejemplo para limpiar las fuentes y arreglar los
caminos), se llevaran generosamente -“sin escurrir el bulto”-. Llama la
atención la variedad de usos que se le daba al edificio del Ayuntamiento, en el
que se albergaba la carnicería, se hacía el baile dominical, o se celebraban
las bodas, además de sus propias funciones administrativas. Un apartado
especial se dedica a describir la casa tradicional y, otro más, a la denominada
Casa Grande, para finalizar con los abastecimientos de agua, leña y
electricidad que, como recordarán muchos lectores, llegaba con total
deficiencia, teniendo que apagar una bombilla para encender otra. Un gran alivio
fue cavar el pozo del tío Román, cuya
agua se utilizaba principalmente para dar de beber a las bestias, pagando el
correspondiente canon o iguala, hasta que más tarde el Ayuntamiento costeó el
pozo de la plaza. Otro aspecto singular, aunque no exclusivo de Valhermoso, era
la existencia de la Fuente de los Enfermos, donde se lavaba la ropa de los
enfermos y de los fallecidos. Curiosamente el cartero, que era un vecino de
Teroleja, llegaba diariamente y el correo, más bien escaso, consistía por lo
general en la prensa que recibía el señor maestro.
Un
segundo apartado se dedica a la vida cotidiana, centrándose en la alimentación
y en la matanza, también al cuidado de la salud.
Las
mujeres solían dar a luz seis o siete veces; la que menos tenía tres hijos y la
que más nueve. Luego, los niños se mandaban a la escuela -si era invierno con
una pequeña contribución de leña-. Los relatores hacen mucho hincapié en lo
bien o mal que enseñaba el maestro o maestra, recordando que el libro de
lecturas era nada menos que El Quijote,
motivo por el después, con el paso de los años, muchos perdieron las ganas de
leer.
Se
describen juegos infantiles de niños y de niñas, que en muchos casos terminaban
en métodos para enseñarlas costura y bordados. No podía faltar el vestido
femenino, que se describe con mayor minuciosidad que el masculino, casi siempre
lleno de remiendos, a no ser que fuera el de los domingos y fiestas de guardar.
Destaca la confección y uso de abarcas o albarcas.
El
culto religioso y las ceremonias también aparecen representados: el lugar que
cada uno tenía en la iglesia era muy importante:
“Antiguamente,
cuando había muchos vecinos, las mujeres ocupaban reclinatorios o sillas a
ambos lados del pasillo central. Se agrupaban por familias, y eran las encargadas
del mantenimiento de la sepultura de su familia, nombre que se le daba al lugar
donde se colocaban las velas de sus difuntos”.
Los
hombres y los mozos se ponían en el coro y los niños y niñas, delante de las
mujeres.
Cómo
eran los bautizos, las primeras comuniones, las bodas y los entierros también
se recoge, hasta llegar a ese “rito de paso”, que entonces alteraba la economía
doméstica y que no era otro que el Servicio Militar, la “mili”.
El
campo, los oficios y otras tareas componen el tercer apartado, que se en tantas
cosas se asemejaba a los mismos trabajos de otros lugares: la siembra, la
siega, la trilla, los pesos y medidas, la cría de animales, especialmente de
las ovejas, con el consiguiente esquileo en la fecha acostumbrada, y el
estudio, somero pero interesante, de las “paideras” y, después, los oficios
comunales: el alguacil, el sacristán, el hornero, el carnicero (y el uso de la
“tarja”), la fragua, el dulero -“que se encargaba de llevar a comer al campo a
las caballerías de los vecinos que no tenían suficiente para los animales en su
pesebre, en los días que no tenían faena”-.
En
otros trabajos se alude a los camineros y burreros, jornaleros y alarifes
locales, carpinteros, a la tienda, la posada, el bar de la Checana, y a los trabajos ambulantes: albardero, cacharrero,
resinero, carbonero, y otros como el de los encargados de hacer cal, el yeso,
transformar el cáñamo, cestería y cordelería, el espliego, la caza y la miel.
El
cuarto capítulo, que lleva por título “Los niños de la guerra”, es un amplio
recorrido por el periodo bélico 36-39 y años posteriores. En él se habla del
ambiente previo a la sublevación militar, la persecución política, las llamadas
a filas, el propio tiempo de ocupación -en que los soldados se instalaban en
casas y pajares…- y cuando acabado todo, los niños arrojaban las balas y alguna
que otra granada de mano al fuego, con evidente peligro de sus vidas. Luego
llegarían las cartillas de racionamiento, hasta el año 52, y aquel queso amarillento
y la leche en polvo que trajeron los americanos.
Finaliza
el libro con un quinto apartado dedicado a las fiestas, juegos y tradiciones.
La animación del grupo musical, el único que actuaba en el baile de los
domingos: laúd, violín, guitarras e incluso una flauta (que no combinaba nada
bien con el resto de instrumentos). Y el
deporte por excelencia que era el frontón o pelota a mano. Y ya entre las
fiestas más señaladas, las de Santa Águeda, Carnaval, Cuaresma, el Corpus, los
mayos, la Cruz de Mayo y San Antonio, sin olvidar el fervor a la Virgen de la
Hoz, a cuyo santuario se acudía en
romería el sábado siguiente a San Antonio abad, entre otras más que solían
disfrutarse de lo lindo.
Un
libro ameno en todas su páginas, grato por cuanto nos recuerda y que no deja de
ser una contribución al mejor conocimiento de esta parcela cultural que es el
costumbrismo tradicional popular. Un libro que los vecinos de Valhermoso verán
con alegría, al igual que los amantes del Señorío, aunque quizá no puedan leer
todos los aficionados a la Etnología provincial puesto que mucho nos tememos
que su tirada no haya sido todo lo larga que sería deseable. Pero de todos
modos, nuestra más calurosa bienvenida a este libro, que bien podría servir de
ejemplo para la edición de otros de similares características y contenido de
otros lugares de tan extensa provincia como gozamos.
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