martes, 12 de junio de 2012

Una guía para turistas con propuestas fuera de lo acostumbrado


“El turista es alguien que viaja con la comprensible necesidad de estar cómodo donde va, de reposar la experiencia de estar lejos”

Sigüenza, Madrid, Diputación de Guadalajara (Guías Cómodas de Guadalajara), 2011, 48 pp. (Textos de Alberto Fernández Otto y diseño gráfico y fotografía de Máximo Recio).

... En efecto, leo el pensamiento del lector, y digo con él que no comentamos hoy un libro, sino un folleto. Y además un folleto interesante que nos habla de lo que un turista -que no un viajero- tiene que “ver” cuando llega a un lugar concreto y determinado. Por que no es lo mismo ser viajero que ser turista, como muy bien aclara el autor de los textos que componen esta sencilla guía, más orientadora que otra cosa, puesto que no es otro su fin.
“Qué es una Guía Cómoda? Contestación: “Una guía sentimental para mostrar lo cómodo que es lo desconocido”. Totalmente de acuerdo.
Cuando comencé a leer este folleto, uno de los tres que hasta el momento se han editado por la Diputación Provincial de Guadalajara con ayuda de los fondos FEDER -los otros dos, que comentaremos en otra ocasión, llevan por título Pueblos de la Arquitectura Negra y Torija- noté que no se trataba de un simple folleto al uso, de esos que se cogen en FITUR de stand en stand, y que, cuando vas a tomarte una cerveza “pesan” y se depositan, por no decir se tiran o arrojan, a la papelera más cercana (con mucha educación, eso sí), que tienen muchas fotografías, generalmente de muy reducido tamaño, repetidas hasta la saciedad y sin apenas imaginación.

El folleto, o si se quiere el librito que hoy comento es otra cosa. Me llamó la atención la distribución fotográfica, ese primer “mosaico” donde se mezclan en colorista amalgama los tarros de miel con las torres de la “pulchra seguntina”, los chorros del agua, con las páginas de un libro abierto, la peluquería de Pepe “el Torero” y la gente, sentada en la terraza de un bar, charlando plácidamente.
Sí, el viajero es más aguerrido que el turista, que es más comodón, más como diría yo: “aquí me lo den todo”, aunque sea pagando. El turista es mucho más sufrido -donde va a parar- persigue una meta, pensada con anterioridad, su santo grial, y por eso le sobra todo lo que podría considerarse como colateral. El fin pensado es su meta. No ve más allá de lo que quiere ver, que generalmente es todo, con ansia muchas veces, en lugar de hacer que ve y quedarse con unas cuantas cosas, selectas eso sí, pero no todas, sino unas cuantas.
Por eso, casi a escondidas, sin levantar mucho la voz, dice Alberto Fernández Otto que las dos son formas de conocer el mundo, pero mientras que el viajero lo recorre a lo largo, el turista lo hace a lo ancho (a sus anchas).
No es una filosofía propiamente dicha que mueva masas, pero es lo que yo también pienso.
Por eso esto es una guía cómoda, es decir, una guía construida expresamente para turistas, y que conste que ser turista no tiene nada de malo. Al revés, ¡cuantas veces queremos escaparnos de nuestra cotidiana realidad, romper con ella por unos días y lanzarnos a la vorágine turística! Pero luego, las cosas que se llevan dentro, y que siempre terminan aflorando a la superficie, a nuestra propia superficie, nos mandan-señalan-indican, o como quiera que sea, que mejor sería dejarse llevar... callejear, entrar donde a uno le apetezca o comer lo que a cada cual le pida el cuerpo. Y que, callejeando, puede pasarse por la puerta de una librería y entrar y ver y comprar aquel libro que de momento interesa o aquel otro que, en el momento se piensa que puede interesar mañana... O pasar por una peluquería y atusarse el flequillo y una vez rejuvenecido refrescarse el gaznate con el agua clara y cantarina de la fuente de los tres chorros y después saborear unas aceitunas aliñadas -bien aliñadas digo- que ya van escaseando. Y ver la iglesia de santa advocación y/o la catedral y dejarse de lo accesorio e ir a lo fundamental, que puede ser un sepulcro, un tapiz o la sonrisa de una imagen mariana, o si se me apura sentarse en un banco, tranquilamente, y prestar atención a esa música, ahora celestial, que surge del viejo órgano casi entumecido de puro viejo.
Y encontrarse con un amigo, o no, y charlar, pues que tras la charla y la amistad surge el conocimiento y el contraste de pareceres lo agudiza.
Pero en fin, se me acaba el papel y todavía no he dicho casi nada de la guía, este librito amigo que hoy comento. Pero... ¿acaso no está ya dicho todo?
Lo demás viene en la guía: los datos prácticos, cómo es una ciudad con esquinas heredadas (o sea, la huella recibida; las piedras que hablan, si sabemos prestarles atención; el deambular aparentemente perdido; el encontrar lo inencontrable que sale al paso); por qué estos muros sagrados (y es que se diga lo que se diga y lo diga quien lo diga, Sigüenza es una ciudad profundamente religiosa en su fisonomía, pues no en vano tantos siglos de clero le han impreso carácter, Sigüenza es una muestra solidificada de un pasado de religiones amalgamadas... Lejos de nosotros ese cuenterete de que las tres religiones del libro -judíos, musulmanes y cristianos (en el orden que quiera el lector, según sus tendencias y creencias)- vivieran en paz, que eso fue a veces, en contadas ocasiones, y siempre la economía, el dinero, que no tiene religión alguna ni credo político, tiró más que los famosos bueyes de la carreta “nacional”); qué se puede encontrar en un paseo cualquiera (pues eso, lo dicho, desde la tienda decimonónica en un callejón estrecho en la que yace un cántaro de barro medio arrinconado, hasta el libro que se buscaba desesperadamente y ahora aparece, como por arte de magia; la fuente, el árbol, la distancia que se acerca, el horizonte, el molino, los torreznos con tinto del país; el mote y la palabra que se escuchan en la conversación que mantienen los dos paisanos de al lado; esa inscripción que se nos pone difícil en la oscuridad catedralicia y el olor del polvo secular; un gato persiguiendo a las palomas; la voz amiga del cincelador, el pincho que ganó el premio gastronómico el año pasado, el sonido de las campanas, el estar sentado junto a los amigos en la terraza del Sánchez -la más literaria de cuántas pueblan Sigüenza, que de casta le viene al galgo-; la exposición de retratos (generalmente malos) de la señora que expone por primera vez y quiere vender todo a un precio inasequible; aquella otra señora, recuerdo, que vendía las entradas en el Museo Diocesano... Tantas cosas. O, mejor, todas); qué hay más allá del asado (¡pide por esa boca que Dios te ha dado y lo verás!, incluso esa bebida propia de Sigüenza, que mezcla el vermú rojo con la cerveza y el sifón, ¡que no sólo de asado vive el turista!), y qué pasa en una noche intramuros (la pregunta está muy bien planteada, porque Sigüenza, la verdadera Sigüenza, siempre ha sido y es -debe de ser- la de intramuros, la que recoge en su interior y oprime esa franja murada de piedra que viene del medievo, la de las Travesañas y los rincones, los arquillos y las parras y los silencios nocturnos, la de las chimeneas humeantes en invierno y la de las terrazas plagadas de “veraneantes” -sonora y ampulosa, a la vez que barroca, palabra henchida de significados de opulencia y buen vivir-, la que comienza a desperezarse a partir de las diez y media o las once de la mañana, recién madrugados, cuando la tortilla de patata del “Fielato” está todavía caliente...
Eso y mucho más es Sigüenza y, al fin y al cabo, mucho de esto que yo digo es lo que dice también la guía cómoda que acabo de comentar.
Me he sentido muy feliz y alegre al ver sus páginas vibrantes de vida. Que el “turista” elija lo que más y mejor le convenga. Amén.

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