VAQUERIZO MORENO,
Francisco, Los figurantes,
Guadalajara, El Autor (Aache
Ediciones ), 2011, 208 pp. (I.S.B.N. 978-84-92886-64-7).
Una veintena larga de relatos, a modo de cuentos de
mayor o menor extensión, componen el libro que comentamos, a los que precede
una introducción o exordio cuyo fin lógico no es otro que excitar la atención
del lector hacia lo escrito y que, haciendo caso de la recomendación de los
antiguos retóricos, inicia con una cita clásica que, en esta ocasión,
corresponde a Cicerón: “Honor alit artes,
omnesque incenduntur ad studia, gloria”, que el autor del Lazarillo traduce
escuetamente como: “La honra cría las artes” y que Francisco Vaquerizo
completa para mayor claridad: “El honor alimenta las artes y todos se entregan
a su estudio por la gloria”.
Así, con gran sinceridad, cosa que en estos tiempos
es de agradecer, para en decirnos que detrás de todo, el trabajo o el dinero,
lo que más le interesa al literato -al artista en general- y a él como escritor
en este caso, es el reconocimiento de su obra, la fama, la gloria... a pesar de
esa gota de vanidad que siempre nos acompaña, tan humana.
Tengamos también en cuenta que Vaquerizo no es un
novato en estas lides literarias, que su
obra es ya muy extensa y variada, y que aún le queda mucho camino por recorrer,
pues que el escribir para él significa tanto como el comer.
Si los personajes que aparecen a lo largo de los
veintidós relatos son inventados o no, qué más da. Lo que de verdad le interesa
al lector es que la historia esté bien escrita, que tenga sentido, que resulte
bella y que disfrute tanto con su lectura como el escritor disfrutó al
escribirla. Nada más.
Otra cosa sería el caso de que el lector fuese con
otras intenciones que no sean las de la mera lectura, por ejemplo, en el de que
se tratase de un psiquiatra. Pero más adelante veremos por qué.
Después de todo lo que más llama la atención del
lector es el lenguaje, siempre sencillo, popular a veces -como el de la calle,
el “román paladino” cotidiano- que sirve a la perfección para identificar a
cada uno de los personajes (por su lenguaje los conoceréis), abierto, fluido,
sin recovecos, pero que también contribuye a definir al autor: sacerdote
jubilado, alegre y dicharachero, campechano, abierto y siempre risueño. Y si se
me permite y sin ánimo peyorativo, algo goliardesco y quizá arciprestal (al modo
del de Hita, don Juan Ruiz, archipreste).
Además hay que añadir el que Francisco Vaquerizo
haya nacido en Jirueque, motivo, acaso, por el que en alguno de sus escritos
aparecen menciones a pueblos cercanos y a gentes conocidas, sin que por ello la
narración llegue a ser “provinciana”.
Generalmente son relatos que han surgido,
meditadamente, de hechos pasados, vividos casi siempre, hace tiempo, pero que
-con las naturales transformaciones, añadidos y recortes-, han cobrado la forma
actual para dejar de ser ese recuerdo anclado en el pasado y convertirse en
gozosa literatura.
¿Hay elementos simbólicos? ¿Es, por ejemplo, “El
último cambio de Ambrosio Juberías” una muestra de este quehacer posiblemente
simbólico? No lo sé. No lo creo. Aunque la marcha del tren y sus sucesivas
paradas siempre se han comparado con el desarrollo de la vida, hasta que se
llega a la última estación que es el morir, al igual que los ríos aquellos de
Manrique... Nuestras vidas son los ríos.
Nuevamente el juego de la oca.
Pero yo creo que en general puede decirse que no,
que nada hay de ese simbolismo en estos relatos que pretenden narrar lo que el
autor quiere decir, sin más. Y así puede verse en cualquiera que sea el relato
que se elija.
Reconozco que me ha gustado mucho el libro, que leí
nada más nacer. Hay en él cierto regustillo de nostalgia hacia aquello que de
más jóvenes nos llamó la atención, un simple reloj de pared; una noticia, algo
que se comentó acerca de lo que había sucedido en el pueblo de al lado; tantas
cosas... y el tren.
El tren tiene mucha importancia, por lo que ha
venido significando para los pueblos que atraviesa (o atravesaba) en su camino
hacia tierras sorianas, al igual que aquellas viejas diligencias que fueron
sustituidas con el tiempo por los renqueantes coches de línea (“Memoria de “El
Gascón”) que nos traen al recuerdo otras narraciones de Josep Pla o Camino José
Cela y en los que “el revuelo era gallináceo”.
La muerte aparece con cierta frecuencia. Es la
muerte seria, esa que, precisamente por serlo, se toma un tanto a broma, como
para restarle importancia (“Réquiem por lo civil”).
En “Memorias para el olvido”, Vaquerizo quiere
conducir al lector por los vericuetos de su mente y para ello le informa
previamente, le pone en guardia, le avisa para que tome su relato con mayor
interés si cabe, ya que esta vez, -dice- escribe por prescripción facultativa,
que es su psicóloga la que le ha recomendado escribir todo lo que le venga a la
mente, sin dejar nada en el tintero, con total desembarazo y sin pudor alguno,
puesto que no es culpable de lo que le pasa.
Al fin y al cabo no deja de ser una confesión que
Vaquerizo emplea bajo la forma de un diario un tanto anárquico en cuyas páginas
va soltando el lastre de su depresión, de sus fobias y de su inseguridad.
Pero, aún así, yo creo que estamos ante un libro que
contiene más alegrías que tristezas, con cuya lectura se disfruta de lo lindo y
que está muy bien escrito, sin ampulosidades barrocas que lo desfigurarían, que
utiliza un lenguaje coloquial sencillo, muy actual, y entendible a la vez que
culto, que no se deja atraer por lo chabacano (ahora tan de moda en escritos y
televisiones) y que, sin lugar a dudas, constituye ya un buen ejemplo de lo que
a la narrativa actual de Guadalajara se refiere.
Como puede verse en las páginas finales del libro,
Francisco Vaquerizo incluye un breve currículo de su vida, además de una
relación de sus obras en verso, en prosa y en verso y prosa, amén de varias
otras inéditas, que ya superan el medio centenar.
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