DÍAZ RUIZ, Susana B., La
identidad urbana de Guadalajara: Historia local de una ciudad en clave de
memoria colectiva, Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La
Mancha (Colección Almud, n.º 11), 2011, 322 pp.
Son pocos los libros que se escriben sobre Guadalajara
cuyo recurso de investigación sean las fuentes orales; este que ahora
comentamos es uno de ellos y, al tiempo, ha servido a su autora como tesis de
doctorado sobre Sociología Urbana.
Lo que, quizás, pueda llamar la atención al lector sea eso
de “la memoria colectiva”, Para clarificar conceptos diremos que “es un grupo
visto desde dentro”, es decir, lo que los miembros que lo constituyen ven de sí
mismos y de los demás miembros y que, por lo tanto, se contrapone al concepto
de “memoria histórica”, que sería la visión que tendría un observador externo
al grupo.
Por eso es interesante constatar lo que alguien
perteneciente a ese grupo o incardinado en él, piensa y dice, siempre
-evidentemente- desde un punto de vista subjetivo, en primera persona, de los
demás componentes del grupo o del grupo en su totalidad, de manera que el
estudio de esa memoria colectiva gira en torno a su carácter patrimonial y a su
conformación social, producto de la convivencia cotidiana. Es decir a todo eso
que constituye lo que podríamos denominar como la minicosmovisión que el grupo
ha de desarrollar a través de sus significados y valores, normas y costumbres,
en los que también existen gradaciones y marcos distintos como pueden ser la
familia, la religión o la clase social.
Además, junto a esta memoria colectiva es necesario
utilizar otras herramientas que permitan seguir el recorrido histórico de la
ciudad, es decir, los sucesivos cambios que ésta ha ido sufriendo con el paso
del tiempo y, también, los cambios de sus habitantes.
Este libro, pues, trata de aclararnos esos cambios
sufridos en los modos de vida, en el significado de los espacios urbanos y en
los hechos propios de cada contexto: fiestas, costumbres, lugares emblemáticos
y usos sociales.
Para llevar a cabo este estudio en el tiempo, Susana B.
Díaz analiza tres momentos seguidos, suficientemente amplios en la vida
generacional: la Guadalajara de los años cincuenta: “una ciudad subequipada en
industria, especializada en construcción y servicios y equilibrada en
electricidad, gas y agua, comercio y transportes”, una ciudad de interior que
va sobreviviendo sin cambios notables, a casi cincuenta kilómetros de Madrid y
con una población estancada, lo que entonces, exteriormente, se conocía como
una “agrociudad”, es decir, aquella ciudad cuyo carácter urbano se veía
difuminado por la presencia de elementos propios del campo: tierras de labor,
huertas, vaquerías, animales o carros tirados por mulas, que podían verse a
diario en sus calles; elementos éstos a los que había que añadir otros propios
de su capitalidad de provincia: edificios públicos y organismos oficiales.
Pues bien, este periodo lo analiza a través de la
morfología simbólica del espacio urbano, especialmente del centro (la calle
Mayor) y de los barrios (San Roque, el Alamín, Budierca, la agrupación de casas
de Manolito Taberné, Cacharrerías -Parque Móvil-, Cerro del Pimiento y la
Estación, principalmente), de lo que entonces era considerado como “lo
tradicional” y “lo moderno”, además de los recuerdos y vivencias de la
“juventud de los mayores”.
No hay que olvidar que Guadalajara había salido de una
guerra que se dejó notar con mayor profundidad que en otras provincias.
Resultado de ello era una Guadalajara en la que la vida era dura y todos se
conocían y cuya diversión principal consistía en el paseo (“calle Mayor arriba,
calle Mayor abajo”) y el alterne, puesto que la “vida social” se limitaba a
unas cuantas familias acomodadas. Vida social que queda también a la vista a
través del comercio, el cine y el teatro y en la que no había más remedio que
cumplir unas normas sociales que contribuyesen a lograr y mantener una buena
reputación, cosa fundamental a la hora del noviazgo.
Una Guadalajara donde las clases sociales estaban
perfectamente definidas y “los ricos eran ricos y los pobres eran pobres”.
El estudio se amplía a los años sesenta y setenta, cuando
empiezan a notarse los primeros cambios con la llegada de la industria como
resultado del reconocimiento de Guadalajara como polígono de descongestión de Madrid.
Aquí se dan tres puntos de vista distintos: la ciudad vista desde el campo
(testimonios de inmigrantes), la ciudad evocada (el recuerdo de la infancia y
adolescencia de los entonces adultos) y la ciudad vista por sus habitantes,
además de tenerse en cuenta otros aspectos como las nuevas condiciones de vida,
las salidas al centro (desde el barrio), las estrategias de búsqueda de
privacidad (guateques y buhardillas), además de nuevos locales de alterne como
pubes y discotecas y, algo muy interesante, las diferencias de clase,
generalmente heredadas y que pueden resumirse en aquello de “De Guadalajara de
toda la vida”.
Datos que se amplían más aún con otros acerca de la
Guadalajara de los ochenta: con el nacimiento de un nuevo contexto de ciudad,
con cómo veían los jóvenes la ciudad en su infancia a través de sus propias
vivencias, la percepción de las diferencias sociales y sus etapas vitales, que
terminan en la actualidad y con datos de la valoración estadística de los
cambios que introdujo la industrialización, las críticas (entre ellas la más
extendida de la “tradicional” dependencia de Madrid)... el desplazamiento del
centro urbano, el crecimiento demográfico, los cambios convivenciales y las
diferencias sociales (“ahora todo se ha igualado mas”).
Pero frente a todo lo anterior ha surgido una problemática
urbana, que según sus habitantes, tiene dos aspectos contrapuestos: uno
positivo, consistente en la tranquilidad y la calidad de vida, en que la ciudad
constituye un mundo propio y en la cercanía a Madrid, y otro negativo, que es
aquello que se perdió frente a lo que permanece, la gente que se conocía, el
urbanismo, la pérdida de la identidad colectiva, y también lo que significa la
existencia de la Casa de Guadalajara en Madrid (“Guadalajara, puerta de
Madrid”) y lo que Guadalajara representa en el contexto castellano-manchego.
Finaliza el libro con una serie de conclusiones que
podríamos resumir en el siguiente párrafo:
“En el caso de los habitantes
de Guadalajara, la significación particular que adquiere ésta como ciudad en la
que se vive, se concreta a partir de las vivencias que en ella han tenido
lugar. En este sentido, para todas las generaciones Guadalajara es la ciudad en
la que se arraigan sus lazos y relaciones, su familia y amigos, sus buenos y
malos recuerdos y el escenario, físico y humano, en el que ha transcurrido la
vida. Los siguientes testimonios de cada una de las generaciones diferenciadas
en esta investigación permiten ver el significado que adquiere para ellos la
ciudad como mundo propio”.
Un capítulo final se dedica a Guadalajara entre la
planificación y la realidad, en el que se recogen algunas muestras del
pensamiento de los políticos y de los periodistas, que junto a sus habitantes
“obvian la Guadalajara real y
concreta en la que viven y han vivido y en la que residen los sentimientos de
arraigo e identidad que tienen respecto a ella. En cambio en sus discursos,
alimentan la visión de una ciudad en la que nunca pasa nada y no hay mucho que
ver. Por eso la solución de los problemas identitarios de la ciudad compete a
todos los actores que viven en ella aunque sus implicaciones y
responsabilidades sean distintas”.
Una amplia bibliografía, con buena representación de la
prensa local, cierra el libro.
En fin, una buena aportación al conocimiento de la
historia local de la Guadalajara más reciente, recogida directamente de las
tres generaciones que hoy conviven, a través de sus recuerdos y vivencias,
sobre su pasado y su presente y que de este modo pasan a constituirse en
“memoria colectiva” que compartir -unos como antepasados y otros como
herederos- y en la que la ciudad se ha convertido ya en patrimonio y seña de identidad de sus propios
habitantes, tanto para lo bueno como para lo malo (querencias y críticas), como
mundo propio que es.
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