viernes, 9 de agosto de 2013

Valhermoso en el Señorío

BARELLA MARTÍNEZ, Paz (Texto) y MORENO LÓPEZ, Alberto (Fotografía), Valhermoso, memoria de nuestros mayores 1920-1950, Valencia, El Autor, 2013, 172 pp.

El libro que comentamos hoy tiene mucho mérito si pensamos que los tiempos que corren no están como para tirar cohetes con pólvora propia, puesto que ha sido editado por su autora en recuerdo y homenaje a las personas mayores de Valhermoso, ese pueblecito enclavado en el Señorío de Molina que así ve como un trozo de su historia interna se asoma al mundo exterior  y es el resultado de un interesante experimento que Paz Barella ha elaborado a partir de los testimonios recogidos de cinco hombres y diez mujeres del pueblo, nacidos entre los años 1917 y 1942, a los que reunió y dejó hablar libremente, de modo que a las palabras de unos se añadían los recuerdos de otros, de forma fluida. Viene a ser, por tanto, un libro hablado entre todos ellos, pero pulido y “formateado” por la autora del trabajo.
Las ideas, los recuerdos, son muchísimos. Algunos ya los esperábamos antes de leerlo, puesto que la vida en el medio rural -agrícola y ganadero, mayoritariamente- venía a ser muy parecido al de otros muchos pueblos; otros nos son nuevos y distintos. Y ese puede que sea el mérito del libro, además de que siempre está bien recordar viejas formas de ver las cosas, de vivirlas y, en muchos casos, hasta de sufrirlas, como en estas hojas queda patente.
El primer apartado se dedica a la propia comunidad social y a sus infraestructuras, situando en sus coordenadas histórico-geográficas a Valhermoso, en la sesma del Sabinar. En él se habla de la convivencia entre sus gentes, desde el alcalde y demás autoridades, hasta la vida en familia, que se caracterizaba por tres valores a los que siempre se les dio (y debe darse) la mayor importancia: nobleza, humildad y armonía, como ponen de manifiesto algunas las siguientes expresiones: “los vecinos se ayudaban en las tareas del campo”, “la palabra de entonces era sagrada”, “existía mucha armonía”… Todo lo que contribuía a que las labores comunales, como la “zofra” o “azofra” (es decir, la prestación personal de trabajo no remunerada, por ejemplo para limpiar las fuentes y arreglar los caminos), se llevaran generosamente -“sin escurrir el bulto”-. Llama la atención la variedad de usos que se le daba al edificio del Ayuntamiento, en el que se albergaba la carnicería, se hacía el baile dominical, o se celebraban las bodas, además de sus propias funciones administrativas. Un apartado especial se dedica a describir la casa tradicional y, otro más, a la denominada Casa Grande, para finalizar con los abastecimientos de agua, leña y electricidad que, como recordarán muchos lectores, llegaba con total deficiencia, teniendo que apagar una bombilla para encender otra. Un gran alivio fue cavar el pozo del tío Román, cuya agua se utilizaba principalmente para dar de beber a las bestias, pagando el correspondiente canon o iguala, hasta que más tarde el Ayuntamiento costeó el pozo de la plaza. Otro aspecto singular, aunque no exclusivo de Valhermoso, era la existencia de la Fuente de los Enfermos, donde se lavaba la ropa de los enfermos y de los fallecidos. Curiosamente el cartero, que era un vecino de Teroleja, llegaba diariamente y el correo, más bien escaso, consistía por lo general en la prensa que recibía el señor maestro.
Un segundo apartado se dedica a la vida cotidiana, centrándose en la alimentación y en la matanza, también al cuidado de la salud.
Las mujeres solían dar a luz seis o siete veces; la que menos tenía tres hijos y la que más nueve. Luego, los niños se mandaban a la escuela -si era invierno con una pequeña contribución de leña-. Los relatores hacen mucho hincapié en lo bien o mal que enseñaba el maestro o maestra, recordando que el libro de lecturas era nada menos que El Quijote, motivo por el después, con el paso de los años, muchos perdieron las ganas de leer.
Se describen juegos infantiles de niños y de niñas, que en muchos casos terminaban en métodos para enseñarlas costura y bordados. No podía faltar el vestido femenino, que se describe con mayor minuciosidad que el masculino, casi siempre lleno de remiendos, a no ser que fuera el de los domingos y fiestas de guardar. Destaca la confección y uso de abarcas o albarcas.
El culto religioso y las ceremonias también aparecen representados: el lugar que cada uno tenía en la iglesia era muy importante:
“Antiguamente, cuando había muchos vecinos, las mujeres ocupaban reclinatorios o sillas a ambos lados del pasillo central. Se agrupaban por familias, y eran las encargadas del mantenimiento de la sepultura de su familia, nombre que se le daba al lugar donde se colocaban las velas de sus difuntos”.
Los hombres y los mozos se ponían en el coro y los niños y niñas, delante de las mujeres.
Cómo eran los bautizos, las primeras comuniones, las bodas y los entierros también se recoge, hasta llegar a ese “rito de paso”, que entonces alteraba la economía doméstica y que no era otro que el Servicio Militar, la “mili”.
El campo, los oficios y otras tareas componen el tercer apartado, que se en tantas cosas se asemejaba a los mismos trabajos de otros lugares: la siembra, la siega, la trilla, los pesos y medidas, la cría de animales, especialmente de las ovejas, con el consiguiente esquileo en la fecha acostumbrada, y el estudio, somero pero interesante, de las “paideras” y, después, los oficios comunales: el alguacil, el sacristán, el hornero, el carnicero (y el uso de la “tarja”), la fragua, el dulero -“que se encargaba de llevar a comer al campo a las caballerías de los vecinos que no tenían suficiente para los animales en su pesebre, en los días que no tenían faena”-.
En otros trabajos se alude a los camineros y burreros, jornaleros y alarifes locales, carpinteros, a la tienda, la posada, el bar de la Checana, y a los trabajos ambulantes: albardero, cacharrero, resinero, carbonero, y otros como el de los encargados de hacer cal, el yeso, transformar el cáñamo, cestería y cordelería, el espliego, la caza y la miel.
El cuarto capítulo, que lleva por título “Los niños de la guerra”, es un amplio recorrido por el periodo bélico 36-39 y años posteriores. En él se habla del ambiente previo a la sublevación militar, la persecución política, las llamadas a filas, el propio tiempo de ocupación -en que los soldados se instalaban en casas y pajares…- y cuando acabado todo, los niños arrojaban las balas y alguna que otra granada de mano al fuego, con evidente peligro de sus vidas. Luego llegarían las cartillas de racionamiento, hasta el año 52, y aquel queso amarillento y la leche en polvo que trajeron los americanos.
Finaliza el libro con un quinto apartado dedicado a las fiestas, juegos y tradiciones. La animación del grupo musical, el único que actuaba en el baile de los domingos: laúd, violín, guitarras e incluso una flauta (que no combinaba nada bien con el resto de  instrumentos). Y el deporte por excelencia que era el frontón o pelota a mano. Y ya entre las fiestas más señaladas, las de Santa Águeda, Carnaval, Cuaresma, el Corpus, los mayos, la Cruz de Mayo y San Antonio, sin olvidar el fervor a la Virgen de la Hoz, a cuyo santuario  se acudía en romería el sábado siguiente a San Antonio abad, entre otras más que solían disfrutarse de lo lindo.
Un libro ameno en todas su páginas, grato por cuanto nos recuerda y que no deja de ser una contribución al mejor conocimiento de esta parcela cultural que es el costumbrismo tradicional popular. Un libro que los vecinos de Valhermoso verán con alegría, al igual que los amantes del Señorío, aunque quizá no puedan leer todos los aficionados a la Etnología provincial puesto que mucho nos tememos que su tirada no haya sido todo lo larga que sería deseable. Pero de todos modos, nuestra más calurosa bienvenida a este libro, que bien podría servir de ejemplo para la edición de otros de similares características y contenido de otros lugares de tan extensa provincia como gozamos.

José Ramón López de los Mozos

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