AROCA, Ricardo, La historia secreta de los edificios,
Madrid, Espasa Libros, S.L.U., 2011, 248 pp.
Ricardo Aroca Hernández-Ros,
director entre 1991 y 1999 de la Escuela Técnica Superior
de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Madrid y decano del
Colegio de Arquitectos de Madrid (COAM), ha escrito un interesante libro sobre
eso que podríamos llamar “el mundo oculto” (o secreto) de dieciséis monumentos
arquitectónicos españoles, entre los que ha elegido el castillo de Molina de
Aragón (páginas 87-97).
Según señala en el prólogo, ha
tenido plena libertad para elegir los edificios y por ello ha seleccionado un
grupo, o mejor, una secuencia, que sirviera al mismo tiempo de acercamiento a
esa “otra” historia, a veces tan distinta de la que nos hicieron aprender, o
nos enseñaron.
Algunos edificios, añade, eran
inevitables, pero otros no, y, por eso, dejándose llevar por el tirón
profesional, por su gusto personal o por el intrigante contenido del propio
monumento, ha optado por los siguientes: la “Cueva de Menga”, el Acueducto de Segovia, la
Mezquita de Córdoba, San Miguel de Escalada, la Catedral de Santiago de
Compostela, el ya mencionado Castillo de Molina de Aragón, la Catedral de León,
la Alhambra de Granada y el palacio de Carlos V, el Hospital de las Cinco
Llagas (Sevilla), el Monasterio del Escorial, el Museo del Prado, la Estación
de Atocha, la Sagrada
Famila , el Frontón Recoletos, Torres Blancas y el Museo Gugghenheim.
En lo que se refiere a los
“secretos”, señala no haber tenido muchos problemas, dado que ante la
contemplación de cualquier edificio son muchas las preguntas que pueden surgir,
cuyas respuestas no parecen evidentes, puesto que en ocasiones son producto de
la decisión que dio lugar a su construcción, otras veces corresponden a
determinados momentos históricos concretos y en otros casos son meras
peculiaridades de los propios procesos constructivos.
Pero el autor se ha concentrado
en dos tipos de preguntas: unas han surgido del enfrentamiento con el edificio,
vis a vis, y ha tratado de respondérselas mediante la búsqueda de información
complementaria, sazonada con buenas dosis de lógica; “otras son más bien del
tipo “me alegro que pregunte eso”, inevitables cuando uno controla ambos
extremos de la dualidad pregunta-respuesta”.
Lo que da pie a pensar que
nuestro autor se toma la cosa -lo que escribe- en serio, sin que ello quiera
decir que no le pueda añadir unos granicos de sal a través de cierta notoria
ironía y desenfadado humor que el lector ira comprobando conforme avance en la
lectura de esta historia secreta.
De ahí el empleo del “principio
de la parsimonia” a la hora de contestar a cualquiera de las preguntas que le
han surgido, es decir, que de “entre todas las explicaciones posibles de algo,
la más probable es la más sencilla”, por eso añade a renglón seguido: “En este sentido, no pocas de las
explicaciones contenidas en el texto, como, por ejemplo, la razón del arco
ojival o del de herradura, no son universalmente admitidas, pero mi explicación
es más sencilla y, por tanto, más verosímil que cualquier otra que haya leído”.
También interesa señalar que la
“carga de secreto” va disminuyendo conforme los edificios que comenta se van
acercando a los tiempos actuales. A mayor cercanía, menor secreto o misterio de
la obra, en relación inversa.
El castillo de Molina de Aragón
Un escueto y definitivo párrafo
inicial sirve para describir la ubicación del castillo, que sorprende por su
aparente buen estado de conservación, y dar noticia al tiempo del caserío
molinés, situado en tierra fría y poco fértil.
Aquí surgen ya las primeras
preguntas: “Qué impulsó la construcción
de semejante fortaleza en un paraje tan desolado?¿Por qué las torres son
cuadradas?¿Por qué se llama castillo de Molina de Aragón se está en la
provincia de Guadalajara, tierra de Castilla?”
Y para darles contestación se
remonta, mediante sutiles trazos, a la “historia que me hicieron aprender de
pequeño”, acerca de la conquista de Iberia por los romanos, “gente horrible que echaba cristianos a los
leones como espectáculo -aunque luego acabaron siendo buenos y haciéndose ellos
mismos cristianos-, fueron barridos de la península por la invasión de los
bárbaros, a su vez expulsados por los visigodos, que al principio eran malos,
ya que eran arrianos...”, así hasta llegar el momento de la reconquista
(que se dice pronto), y la muerte de Almanzor, a principios del siglo XI, con
la posterior desintegración del califato cordobés y la formación de numerosas
“taifas”, en las que los bandos no estaban suficientemente definidos según los
intereses de los denominados “señores de la guerra”, cuyos cambios de lealtad
solían ser harto frecuentes. Véase el poema de Mío Cid, donde “una herencia de
casi cuatro siglos de una economía de guerra” dejó una herencia léxica basada
en extorsiones y saqueos, botines y pagos de parias, cuya base física era los
castillos, generalmente situados en lugares elevados, estratégicos, fácilmente
defendibles con escasa guarnición y gruesas murallas que, en muchas ocasiones
encerraban un gran patio interior destinado a las tropas del señor y su
caballería.
En otros casos, como sucede con
el castillo de Molina de Aragón, existía un segundo cerco o albacar, que servía
para defender a la población civil, puesto que la defensa seguía un proceso
escalonado.
En fin, el caso del castillo
molinés, de origen musulmán, aunque construido sobre un castro celtíbero, tiene
importancia gracias a su privilegiada situación estratégica, entre Castilla,
Aragón y Valencia, lo que favoreció el establecimiento de una taifa que, además
de fortaleza, sirvió también de residencia de Ibn Galbun o Aben Galbon, señor
de dicha taifa, que ocupaba una gran extensión y que, por ser lugar pasajero,
permitía obtener pingües beneficios a través de los tributos de los viajeros.
Fortaleza que sirvió de
descanso a don Rodrigo Díaz de Vivar en sus numerosas algaradas como señor de
la guerra en tierras de moros, “por más
que el poema, bastante posterior a los hechos, resalte constantemente
(excusatio non petita...) su cristianismo y su inquebrantable lealtad a Alfonso
VI de Castilla, a quien mandaba parte de los botines, pero al que nunca
consideró conveniente declarar rey de las tierras que conquistaba”.
Así hasta el siglo XII en que
Alfonso el Batallador de Aragón conquista
la fortaleza que después pasa a manos de la familia de los Lara, como señorío
independiente, hasta que Sancho el Bravo , tras su
matrimonio con María de Molina, reintegra “Molina de los Caballeros” al reino
de Castilla, al que pertenece hasta que Enrique II el de las Mercedes, se la regala a Bertrand Duguesclin, ante lo que
el pueblo molinés, disconforme con su nuevo señor y en uso las atribuciones que
le concede su fuero, elige pasar a la corona de Aragón, cambiando el nombre de
Molina de los Caballeros por el de Molina de Aragón, que aún perdura.
Pero aquello duró pocos años,
aunque también Enrique IV el Impotente,
intentó donar la fortaleza a su valido Beltrán de la Cueva, a lo que de la
misma manera que había sucedido anteriormente se opuso la población, cosa que
le volvería a ocurrir a finales del siglo XVIII para no caer en las ávidas
manos Godoy.
A este proceso histórico sigue
una meticulosa descripción del castillo.
La fortaleza es enorme y
compleja -dice-, el alcázar encierra un espacio destinado a la gente de armas
de 80 por 40 metros ,
y estaba defendido por seis torres de 30 metros de altura y 10 por 10 de planta,
unidas por unos lienzos de 10
metros de elevación y casi 4 de grueso, con un adarve
defendido por almenas.
El ángulo noreste está ocupado
por el albacar, la alcazaba propiamente dicha, que mide 170 metros de longitud
por unos 60 metros
de anchura (media) igualmente amurallado y defendido por cuatro torres. De las
esquinas de la alcazaba arrancaba otra muralla menor que envolvía la oblación.
Otros datos más, acerca de los
restos que actualmente se conservan, completan este apartado, cuyo final no
deja de ser interesante: “El escaso
crecimiento de la población de Molina de Aragón, alejado de las actuales vías
de comunicación, ha evitado que la paz, más destructiva que muchas guerras,
acabe con la fortaleza, que solo ha perdido, por la limitada expansión del
casco urbano, el recinto exterior”.
El magnífico y ameno texto se
acompaña de dos dibujos realizados a lápiz por el propio autor: el castillo con
sus cuatro torres y, a su izquierda, sobresaliendo, la Torre de Aragón (“En una ladera orientada al sur, dominando
el valle del río Gallo...”), (página 88) y dos torreones con unas almenas
en primer plano (“... altas y esbeltas
torres de planta cuadrada con las esquinas remarcadas por unos grandes sillares
de piedra roja”) -que allí llaman piedra “rodena”-, (página 90), además de
un plano de situación a escala (“Todo
ello da idea del tamaño y complejidad de la fortificación”), (página 96),
que nos recuerda los realizados por Layna Serrano.
¿Quiere el lector que le diga
algo más acerca de este libro?
Pues, sí, la verdad es que me
he divertido mucho con su lectura. Se lo recomiendo. Es uno de esos libros que
dejan huella. Sencillo, ameno, irónico en algunas interpretaciones de la
historia, serio, clarificador...
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