domingo, 26 de abril de 2009

Letras molinesas desde Suiza




Algunos de mis amigos, como por ejemplo Juan Antonio Valero, Fernando Riquelme, Jaime Martínez o Pedro Herranz, han publicado libros recientemente. Todos sus textos han caído en mis manos y he podido gozar de su lectura. El último de ellos, cuya portada es la que los lectores ven en la ilustración, acaba de publicarse hace unas horas, exactamente el 23 de abril de 2009, Día del Libro, y lo he tomado como si cogiera un chusco de buen pan recién salido del horno, crujiente, oloroso, y no ha habido manera de evitar la tentación de clavarle el diente. Sabrá perdonarme su autor el hecho de que no sea yo un especialista en crítica literaria, y que, por tanto, se me pasen por alto una serie de detalles y claves que habría sido conveniente señalar para una valoración más cabal de la obra. He oído decir que los comentarios deberían centrarse exclusivamente en la obra que tenemos entre las manos, como si fuera un elemento objetivo que, al publicarse, hubiera cortado, brutalmente y para siempre, el cordón umbilical que la unía a la mente que la concibió y la parió. Yo intentaré hacerlo así, pero he de decir que el hecho de conocer al autor y gozar de su amistad ha dado a mi lectura un sabor especial.

Empecemos por la inesperada pregunta que sirve de título. Todos sabemos que la ciudad de Hamelín (metáfora, en este caso, de algún pueblo perdido en los páramos de Molina de Aragón, como por ejemplo Montefierro) es el escenario de un cuento celebérrimo. Todos conocemos la primera parte de su argumento: una plaga de ratones amenaza el bienestar de los habitantes de este apacible pueblo. El ayuntamiento contrata los servicios de un flautista, el cual, gracias a una maravillosa melodía, se lleva tras sí a todos los roedores, los extermina y consigue que el bienestar y la prosperidad vuelvan a Hamelín. La segunda parte del cuento es menos conocida, pero no menos instructiva: el flautista regresa algunos días después para cobrar los honorarios convenidos y las autoridades del pueblo no quieren pagarle. El flautista, en castigo, hace de nuevo uso de su flauta mágica y se lleva a todos los niños del pueblo. Así termina la historia. Hamelín se ha convertido en un pueblo triste, muerto, sin futuro. Y todo por la estulticia y la avaricia de sus dirigentes.

El autor, naturalmente, no quiere conformarse con el dramático final de la historia del flautista de Hamelín-Montefierro. Hay que volver a Hamelín, alguien debe decirnos cómo podremos encontrar al flautista, hay que pagarle lo debido, con sus intereses, y suplicarle que perdone la avaricia y la incompetencia de unas autoridades ciegas. Tal vez así el flautista nos muestre el lugar donde están los niños y se digne traerlos de nuevo al pueblo para recobrar así la alegría y la esperanza de un futuro posible. ¿Y cómo se hace esto? Tal es, en mi opinión, el sentido que el autor ha querido dar al título de su relato.

Pero, si me lo permiten, hablemos también del dibujo de la portada, cuyo culpable es el que firma estas líneas. Tiene algunas incongruencias: en primer lugar, el flautista de Hamelín, según el cuento, era más bien un personaje muy delgado, casi hético. Nada que ver con este gordinflón de anchos mofletes. Además, los personajes que se ven detrás deberían ser solamente niños, no toda esa panoplia de cuerpos retorcidos en confusas posturas y objetos multiformes. Además, la marcha del flautista y los niños debería producirse a través de unas risueñas praderas, a orillas de algún frondoso bosque centroeuropeo, no por esos peligrosos precipicios desde los que se ve (bueno, eso no se ve en la ilustración, porque está en la portada de atrás) una planicie desértica, donde se insinúan siluetas de construcciones y ruinas de algún pueblo abandonado. De hecho, la ilustración ha pretendido presentar dos realidades contrapuestas: el desierto, el páramo deshabitado y muerto (tapa de atrás) y la vida, simbolizada por esa amalgama de personajes, gestos, objetos y ademanes que no siguen al flautista, sino que se confunden con él.

Una maestra rural, Henar, tiene conciencia de que la escuela donde trabaja se va a quedar sin alumnos, lo que implicará su cierre y la muerte ineluctable del pueblo. A pesar de la pasividad y la incomprensión de las autoridades, a pesar de la desconfianza de los vecinos, la maestra lucha con todas sus energías para que se asienten en el pueblo familias de inmigrantes. Asistimos en la primera parte del relato al combate de esta mujer, al fracaso de los asentamientos de las familias y al cierre de la escuela. Henar reparte los muebles y materiales didácticos de la escuela entre las escuelas de pueblos cercanos, se marcha del pueblo y trabaja durante muchos años en una editorial de Madrid. Ha guardado, sin embargo, estrechos contactos con antiguos compañeros de la enseñanza, y en especial con Adela, una catalana enérgica y emprendedora, hábil animadora de encuentros y seminarios. Uno de los encuentros que organiza tratará precisamente de la promoción de zonas rurales, e invita a su amiga Henar para que participe en él. El desarrollo de este seminario se trata en la segunda parte. Henar se encontrará en el curso de ese encuentro con una antigua alumna suya que asistió al doloroso cierre de la escuela. Aranzazu, que así se llama la alumna, termina por entonces los estudios de magisterio y parece compartir con Henar su inquietud ante el despoblamiento y la muerte de los pueblos de las tierras altas de Guadalajara.

¿El estilo de Pedro Herranz? Exactamente el mismo que hemos encontrado en otros libros suyos: “breve y al grano, nada de enredarse en subordinadas”, como leemos en algún momento del relato, cuando se critica la floritura estilística de algunos de los trabajos aportados al seminario organizado por Adela. Naturalmente esto es una simplificación. El lenguaje del texto es rico lo mismo en vocabulario (he visto incluso alguna palabra de uso local) que en signos de elegancia sintáctica. Tiene la difícil belleza de lo breve. Y, por supuesto, el autor también se adentra en subordinadas cuando es necesario.

Si se me permite usar un término químico, diré que el texto de P.H. tiene un ph ácido y corrosivo cuando se refiere a la desidia de los habitantes y a la incompetencia de sus autoridades, que no solamente no toman iniciativas para paliar el fenómeno de la despoblación, sino que, además, estorban las gestiones que otros realizan. Pero ese mismo lenguaje se torna delicado, emotivo, poético, en otras ocasiones, como, por ejemplo, cuando acompañamos a Henar en ese dramático reparto de los enseres de la escuela que se cierra. No me resisto a la tentación de copiar estas líneas que siguen, tomadas de la página 23. Henar ha llegado al fondo de su desánimo: “Me lío a patadas con unos guijarros. Comienzan a pitarme los oídos y un montón de palabras aguantadas se me viene a la boca. Vomito sobre unos retoños de marojo. El hardacho recupera la movilidad y se escabulle al otro lado del camino. Se me llena la furgoneta del tomillo que llevo en las zapatillas”.

Con independencia de que los personajes evolucionen en el marco preciso de las tierras altas de Guadalajara, lo cierto es que la despoblación es un fenómeno que obedece a determinadas leyes sociopolíticas y económicas que actúan inexorablemente en otras partes de España, y por eso esta novela trasciende su marco originario y puede ser leída por cualquiera. El mensaje final que yo he sacado de la lectura del libro es éste: que se puede y se debe combatir contra lo inexorable. En todo caso, a mí no me cabe ninguna duda de que este combate, a la vez alegre y triste, hecho al mismo tiempo de ilusionadas victorias y de amargas derrotas, este combate constante es, sin duda, algo de eso que el autor llama “la resistente memoria de mis sueños”.


Manuel Grau
Berna, 24 de abril de 2009

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