Lleva un año en la calle, y sigue teniendo el éxito de público que concitó desde el primer momento, este libro que lleva por título “Arquitectura popular en Tierra Molina. Destrucción y Conservación” y son sus autores Teodoro Alonso Concha, Diego Sanz Martínez, Elena Sanz Gutiérrez y Alvaro Hernández Herranz. Forma parte de la colección “Monografías” como número 26, y está editado por el Servicio de Publicaciones de la Junta de Comunidades. Lleva un prólogo de Blanca Calvo, consejera de Cultura cuando se editó, y consta de 454 páginas, todas ellas impresas a color, con casi 500 fotografías que reflejan, pueblo por pueblo, los elementos más interesantes de las edificaciones populares del señorío molinés.
Una arquitectura popular que se debate
Entre la destrucción y la conservación. Ese es el estado actual de la arquitectura popular en Tierra Molina, en que por la despoblación progresiva de la comarca, muchas construcciones han ido hundiéndose, o han quedado abandonadas, mientras que el fenómeno de las “vueltas” de sus antiguos habitantes, o de sus hijos y nietos, para utilizarlas como residencias de vacaciones, han propiciado el cambio de aspecto y de estructura, llegando a quedar algunos pueblos irreconocibles de cómo eran hace una o dos generaciones.
En este sentido, es muy elocuente la frase que nos da Alonso Concha como causa de la progresiva destrucción de la arquitectura molinesa (y que es común a lo que ocurre en las otras comarcas de nuestra provincia): “Más injustificable, por gratuita y masiva, es la alteración producida por propietarios absentistas que, una vez aumentado su poder adquisitivo tras su emigración, regresan en periodos vacacionales a sus antiguas casas familiares y, sin criterios (o con criterios subconscientes en los que lo antiguo les suena a pobreza) deciden renovar por completo su segunda residencia. En este sentido, y debido a la escasa o nula vigilancia de municipios e instancias superiores, se generan tantas tipologías de vivienda como propietarios existen en un pueblo. El resultado es obvio: un mosaico indescriptible de casas que nada tienen que ver con lo preexistente”.
Los elementos más característicos de la arquitectura molinesa son los siguientes: construcciones propias de tierras altas y por lo tanto frías, con gruesos muros, pequeños vanos, tejados a dos o cuatro aguas, para que escurra el agua y no se amontone la nieve. Propia de economías de pastores y ganaderos, más que de agricultores. Todas ellas acumuladas en núcleos aglutinados, pequeños y no muy lejanos unos de otros, siempre construido en piedra, aunque en el valle del Valle se utiliza mucho el adobe y la argamasa, usando también la madera y la teja como elementos auxiliares, entre los que destacan como piezas expresivas las rejas (tan hermosas y variadas en Alustante) los dinteles (tan solemnes y cantarines como en Aragoncillo y Concha) los aleros (como se ven en Corduente) y las chimeneas (Armallá, etc.).
Las portadas, expresión de un pueblo
En la arquitectura popular molinesa, como suele ocurrir en toda Castilla, la fachada habla del carácter de las gentes que habitan la casa. Es como el ser humano, que puede ser alto, gallardo, veloz, pero donde está el alma de la persona es en el rostro. En las portadas de las casas, grandes y pequeñas, de Molina, aparecen los detalles que identifican y transmiten almas. En unas aparecen grandes arcos de piedra tallada, y en su dovela angular una talla sencilla, una cruz, una flor, una fecha, unas iniciales, una frase bíblica quizás…. En otras, al centro del muro, surge el escudo del hidalgo. Todos saben que Molina fue siempre tierra de blasones y de caballeros, de prosapias antiguas y de dinero. El emblema de los apellidos, las piedras armeras con las imágenes de sus linajes, cubren muchas de estas fachadas. También aparecen rejas, espléndidas a veces, y aleros pintados y decorados. Otras veces la fachada entera está esgrafiada con dibujos hechos a compás, o con simples trazos hechos con peines o punzones sobre el barro cuando aún estaba tierno. Son formas de decir lo alegre, lo próspero, lo más definitorio de su dueño.
En las “casas grandes” de Molina es donde mejor se expresa esta teoría de la imagen. Desde ahora tomamos este nombre por definitivo, frente al que hemos utilizado desde antiguo de “casonas” que realmente era un apelativo importado de regiones más norteñas.
Las casas grandes molinesas son estudiadas por este grupo de autores a conciencia, con unos planos perfectos, y unos alzados muy elocuentes, hechos por el arquitecto Alvaro Hernández. De sus grandes portalones y sus amplias escaleras se da cuenta en este libro. Y de ellas se estudian todos sus componentes, que son comunes al resto de las edificaciones populares del Señorío: además de esos portales, que a veces se ven cubiertos de empedrados preciosos y pacientes, se ascienden por escaleras a las salas altas, donde están las alcobas, y desde allí por escalera normalmente más estrecha a la cámara. Antes en la planta baja hemos visitado la cocina, amplia y con su chimenea en un lateral, donde se vive en invierno, y se preparan las comidas o se recitan los poemas antiguos, los cuentos de miedo, las memorias de las guerras… Siempre que he ido a Molina, y he entrado en esas casas sencillas, hermosas y llenas de humanidad y recuerdos, sus habitantes me las han enseñado de cabo a rabo. Es siempre (enseñar la casa a un visitante) la forma más clara de abrir una amistad, que suele ser de por vida. En ese gesto está la clave de una forma de ser, que siempre pienso es ancestral y celtibérica: enseñar la casa y sus recovecos es dar amistad, verdadera, sin decir otra palabra.
Edificios públicos y comunales
En todos los pueblos de Molina, en los 80 pueblos que le quedan al Señorío, en herencia de las cuatro sesmas divididas en veintenas, y por lo tanto en veinte pueblos que hoy casi puntualmente permanecen vivos, surgen los elementos públicos que engarzan en la línea de lo popular. Quizás lo menos popular, aún teniendo una pátina de vida densa, son las iglesias, porque fueron diseñadas por maestros constructores, por canteros, por arquitectos, que tenían sus ideas heredadas de otros lugares y de otras normas más académicas. Hay iglesias románicas (Labros, sin ir más lejos) o barrocas (la de Terzaga es impresionante) pero el espíritu popular se centra en otras cosas más directamente relacionadas con la vida diaria, o con los símbolos más antiguos, y entre ellos destacan los pairones, esos hitos de piedra que aparecen en las confluencias de los caminos, en los límites de los términos, en las plazas a veces o en los ejidos. Los pairones son, o eran en aquellos tiempos en que el Señorío permanecía nevado los tres meses del invierno, como faros en medio del desierto helado. Las lucecitas que se ponían para dar calor a la memoria de las ánimas del purgatorio, se verían en la noche como en el día los pilares pétreos sobre la llanada blanca.
Además hay juegos de pelota y trinquetes, hay fraguas y neveras, hay tabernas y tiendas. Hay fuentes hermosas, solemnes, como las de La Yunta (la fuente vieja) o la del obispo Martínez en Tartanedo, o la de Prados Redondos, ufana y barroca, o la de Hombrados, en la salida del pueblo, acostada en la colina, o esa de Fuentelsaz tan esbelta y coqueta, o esa moderna del caracol en Alustante… por ahí anda el duende de la gente molinesa, por el adorno que alegra tanta severidad paisajística.
Finalmente, otro de los elementos tradicionales que estudian estos autores, que se han dejado muchas horas, días y meses, en estudiar a conciencia el fenómeno arquitectónico popular molinés, es el de las Casas de la Villa, o “Casa-Lugar” que llaman en los sitios pequeños. Es el asiento del Concejo, la casa de todos, que en lugares de las sesmas norteñas tiene un inconfundible aire aragonés, pero siempre manifiestan su capacidad de hermanamiento, como la recién restaurada de Alustante, que mantiene su vieja distribución, con el espacio cerrado de sala de reuniones y posible trinquete en la planta baja, reservando los nobles salones para la altura.
Frente a las solemnes imágenes (y hay cientos de ellas, todas a color) de las casas, los palacios, las fuentes y los torreones de los pueblos molineses, están las descripciones meticulosas de su estructura, sus funciones, sus méritos y deméritos. Y la denuncia suave pero visible siempre, de haber permitido entre todos que la esencia de una maravillosa raíz popular como es la forma y composición de sus edificios, se haya ido perdiendo y casi olvidando. Del todo no, porque para eso está el libro que el lunes presentaban en el Infantado Alonso Concha, Sanz Martínez y Sanz Gutiérrez: para rescatar y dejar siempre en nuestra manos y retinas, la memoria de esas formas y esas funciones.
El Señorío de Molina está, con esta memoria, un poco más vivo y palpitante. Es como una saludable oxigenación que bien necesitaba y que debe ser motivo de nuevos impulsos, como los que le están llegando de estos grupos estudiosos, o de los más reivindicativos que proponen a las autoridades unas comunicaciones, unos servicios y un interés que les posibiliten sobrevivir en este país en el que solo carbura Madrid y las costas.
Una arquitectura popular que se debate
Entre la destrucción y la conservación. Ese es el estado actual de la arquitectura popular en Tierra Molina, en que por la despoblación progresiva de la comarca, muchas construcciones han ido hundiéndose, o han quedado abandonadas, mientras que el fenómeno de las “vueltas” de sus antiguos habitantes, o de sus hijos y nietos, para utilizarlas como residencias de vacaciones, han propiciado el cambio de aspecto y de estructura, llegando a quedar algunos pueblos irreconocibles de cómo eran hace una o dos generaciones.
En este sentido, es muy elocuente la frase que nos da Alonso Concha como causa de la progresiva destrucción de la arquitectura molinesa (y que es común a lo que ocurre en las otras comarcas de nuestra provincia): “Más injustificable, por gratuita y masiva, es la alteración producida por propietarios absentistas que, una vez aumentado su poder adquisitivo tras su emigración, regresan en periodos vacacionales a sus antiguas casas familiares y, sin criterios (o con criterios subconscientes en los que lo antiguo les suena a pobreza) deciden renovar por completo su segunda residencia. En este sentido, y debido a la escasa o nula vigilancia de municipios e instancias superiores, se generan tantas tipologías de vivienda como propietarios existen en un pueblo. El resultado es obvio: un mosaico indescriptible de casas que nada tienen que ver con lo preexistente”.
Los elementos más característicos de la arquitectura molinesa son los siguientes: construcciones propias de tierras altas y por lo tanto frías, con gruesos muros, pequeños vanos, tejados a dos o cuatro aguas, para que escurra el agua y no se amontone la nieve. Propia de economías de pastores y ganaderos, más que de agricultores. Todas ellas acumuladas en núcleos aglutinados, pequeños y no muy lejanos unos de otros, siempre construido en piedra, aunque en el valle del Valle se utiliza mucho el adobe y la argamasa, usando también la madera y la teja como elementos auxiliares, entre los que destacan como piezas expresivas las rejas (tan hermosas y variadas en Alustante) los dinteles (tan solemnes y cantarines como en Aragoncillo y Concha) los aleros (como se ven en Corduente) y las chimeneas (Armallá, etc.).
Las portadas, expresión de un pueblo
En la arquitectura popular molinesa, como suele ocurrir en toda Castilla, la fachada habla del carácter de las gentes que habitan la casa. Es como el ser humano, que puede ser alto, gallardo, veloz, pero donde está el alma de la persona es en el rostro. En las portadas de las casas, grandes y pequeñas, de Molina, aparecen los detalles que identifican y transmiten almas. En unas aparecen grandes arcos de piedra tallada, y en su dovela angular una talla sencilla, una cruz, una flor, una fecha, unas iniciales, una frase bíblica quizás…. En otras, al centro del muro, surge el escudo del hidalgo. Todos saben que Molina fue siempre tierra de blasones y de caballeros, de prosapias antiguas y de dinero. El emblema de los apellidos, las piedras armeras con las imágenes de sus linajes, cubren muchas de estas fachadas. También aparecen rejas, espléndidas a veces, y aleros pintados y decorados. Otras veces la fachada entera está esgrafiada con dibujos hechos a compás, o con simples trazos hechos con peines o punzones sobre el barro cuando aún estaba tierno. Son formas de decir lo alegre, lo próspero, lo más definitorio de su dueño.
En las “casas grandes” de Molina es donde mejor se expresa esta teoría de la imagen. Desde ahora tomamos este nombre por definitivo, frente al que hemos utilizado desde antiguo de “casonas” que realmente era un apelativo importado de regiones más norteñas.
Las casas grandes molinesas son estudiadas por este grupo de autores a conciencia, con unos planos perfectos, y unos alzados muy elocuentes, hechos por el arquitecto Alvaro Hernández. De sus grandes portalones y sus amplias escaleras se da cuenta en este libro. Y de ellas se estudian todos sus componentes, que son comunes al resto de las edificaciones populares del Señorío: además de esos portales, que a veces se ven cubiertos de empedrados preciosos y pacientes, se ascienden por escaleras a las salas altas, donde están las alcobas, y desde allí por escalera normalmente más estrecha a la cámara. Antes en la planta baja hemos visitado la cocina, amplia y con su chimenea en un lateral, donde se vive en invierno, y se preparan las comidas o se recitan los poemas antiguos, los cuentos de miedo, las memorias de las guerras… Siempre que he ido a Molina, y he entrado en esas casas sencillas, hermosas y llenas de humanidad y recuerdos, sus habitantes me las han enseñado de cabo a rabo. Es siempre (enseñar la casa a un visitante) la forma más clara de abrir una amistad, que suele ser de por vida. En ese gesto está la clave de una forma de ser, que siempre pienso es ancestral y celtibérica: enseñar la casa y sus recovecos es dar amistad, verdadera, sin decir otra palabra.
Edificios públicos y comunales
En todos los pueblos de Molina, en los 80 pueblos que le quedan al Señorío, en herencia de las cuatro sesmas divididas en veintenas, y por lo tanto en veinte pueblos que hoy casi puntualmente permanecen vivos, surgen los elementos públicos que engarzan en la línea de lo popular. Quizás lo menos popular, aún teniendo una pátina de vida densa, son las iglesias, porque fueron diseñadas por maestros constructores, por canteros, por arquitectos, que tenían sus ideas heredadas de otros lugares y de otras normas más académicas. Hay iglesias románicas (Labros, sin ir más lejos) o barrocas (la de Terzaga es impresionante) pero el espíritu popular se centra en otras cosas más directamente relacionadas con la vida diaria, o con los símbolos más antiguos, y entre ellos destacan los pairones, esos hitos de piedra que aparecen en las confluencias de los caminos, en los límites de los términos, en las plazas a veces o en los ejidos. Los pairones son, o eran en aquellos tiempos en que el Señorío permanecía nevado los tres meses del invierno, como faros en medio del desierto helado. Las lucecitas que se ponían para dar calor a la memoria de las ánimas del purgatorio, se verían en la noche como en el día los pilares pétreos sobre la llanada blanca.
Además hay juegos de pelota y trinquetes, hay fraguas y neveras, hay tabernas y tiendas. Hay fuentes hermosas, solemnes, como las de La Yunta (la fuente vieja) o la del obispo Martínez en Tartanedo, o la de Prados Redondos, ufana y barroca, o la de Hombrados, en la salida del pueblo, acostada en la colina, o esa de Fuentelsaz tan esbelta y coqueta, o esa moderna del caracol en Alustante… por ahí anda el duende de la gente molinesa, por el adorno que alegra tanta severidad paisajística.
Finalmente, otro de los elementos tradicionales que estudian estos autores, que se han dejado muchas horas, días y meses, en estudiar a conciencia el fenómeno arquitectónico popular molinés, es el de las Casas de la Villa, o “Casa-Lugar” que llaman en los sitios pequeños. Es el asiento del Concejo, la casa de todos, que en lugares de las sesmas norteñas tiene un inconfundible aire aragonés, pero siempre manifiestan su capacidad de hermanamiento, como la recién restaurada de Alustante, que mantiene su vieja distribución, con el espacio cerrado de sala de reuniones y posible trinquete en la planta baja, reservando los nobles salones para la altura.
Frente a las solemnes imágenes (y hay cientos de ellas, todas a color) de las casas, los palacios, las fuentes y los torreones de los pueblos molineses, están las descripciones meticulosas de su estructura, sus funciones, sus méritos y deméritos. Y la denuncia suave pero visible siempre, de haber permitido entre todos que la esencia de una maravillosa raíz popular como es la forma y composición de sus edificios, se haya ido perdiendo y casi olvidando. Del todo no, porque para eso está el libro que el lunes presentaban en el Infantado Alonso Concha, Sanz Martínez y Sanz Gutiérrez: para rescatar y dejar siempre en nuestra manos y retinas, la memoria de esas formas y esas funciones.
El Señorío de Molina está, con esta memoria, un poco más vivo y palpitante. Es como una saludable oxigenación que bien necesitaba y que debe ser motivo de nuevos impulsos, como los que le están llegando de estos grupos estudiosos, o de los más reivindicativos que proponen a las autoridades unas comunicaciones, unos servicios y un interés que les posibiliten sobrevivir en este país en el que solo carbura Madrid y las costas.
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