FERRERO BOYA, Antonio, Recetario del dulce artesano en Guadalajara,
Guadalajara, M. Ferrero Calvo / Aache Ediciones, (col. Tierra de Guadalajara,
90), 2015, 254 pp. (I.S.B.N. 978-84-15537-68-7).
Ahora que parecen estar
de moda los libros de gastronomía se echaba en falta uno como el presente, que va directamente al
grano. Un libro, o mejor dicho, recetario, ha sido editado para disfrutar con
los dulces más conocidos y acreditados de Guadalajara, aunque también incluya
algunos menos conocidos, puesto que ese ha sido el fin perseguido por los
herederos de Antonio Ferrero, maestro
pastelero durante más de cincuenta años, a la vez que servir de homenaje al
padre que tan buena memoria dejó entre quienes tuvimos la suerte de conocerlo,
siempre de blanco inmaculado, en el obrador de la confitería de Villalba.
Y, digo recetario,
puesto que de eso se trata, que viene a mantener viva la artesanía del dulce en
tierras de Guadalajara. Ese es uno de los grandes méritos del libro, servir de
guía a quienes quieran seguir sus pasos en este dulce mundo de la pastelería
creativa; el otro mérito que yo veo en esta obra es el gran aporte, impagable,
que las nuevas generaciones van a recibir, puesto que con esta colección de
recetas es evidente que la tradición podrá ser más y mejor conocida y por
tanto, mantenida durante más tiempo. La edición de un libro contribuye
eficazmente a su mantenimiento a través del tiempo… porque, de momento, no es
muy conveniente confiar nuestros recuerdos a las “nuevas tecnologías” que, el
día menos pensado, con un simple apagón se pueden ir al garete.
Tres aspectos, por
tanto, en un sólo libro: homenaje familiar -como así consta a través de las
emotivas palabras de declaración y reconocimiento de sus hijos en las páginas
preliminares-, recetario que gentilmente se ofrece al público interesado y
herencia cultural que se transmite a las generaciones venideras. Acaso haya
algún aspecto más a tener en cuenta.
Antonio Ferrero Boya
(1921-2005) fue ampliamente reconocido por sus contribuciones a la artesanía
del dulce en Guadalajara, especialmente por sus conocidos “feos”, elaborados
con infinita paciencia, así como por sus pastas de almendras y piñones, el
turrón de yema, los merengues de café, el huevo hilado, los bizcochos borrachos
-tan diferentes a los actuales-, las trenzas de hojaldre y el roscón de Reyes,
que los niños de entonces comíamos con cuidado para no rompernos los dientes
con la “sorpresa” que solían poner en su interior y que, a veces, eran billetes
de banco de curso legal, que iban desde los de peseta y cinco pesetas, hasta
los de quinientas y de mil, que por aquellas posibles clientes. Una vez
jubilado, era Antonio el que recibía la mayor satisfacción al ver que los
chicos y chicas de Guadalajara comían “sus dulces” mientras paseaban por la
calle Mayor, especie de “tontódromo” por aquellas fechas.
El libro, que es
bastante amplio, -poco más de doscientas cincuenta páginas-, contiene una
“Breve reseña histórica de la artesanía del dulce en Guadalajara y sus
influencias culturales pretéritas”, en la que se ofrecen una serie de datos
históricos cerca de la dulcería en general y de la de Guadalajara en
particular, que giraba, fundamentalmente, alrededor de la miel: alajú, arrope,
mostillo, etcétera, además de los tradicionales bizcochos borrachos en sus
distintas versiones de Guadalajara, Tendilla y Budia, donde debidamente
polvoreados con canela recibían el nombre de “crispines”. Aunque,
evidentemente, había otros dulces típicos de cada comarca como los melindres,
monillas, mostachones, cañas y canutillos, además de las tortas de la Virgen,
mantecados, tortas de chicharrones y rosquillas que tanta fama dieron a
Brihuega. También hubo los suyos en Sigüenza: yemas, doncelitos y seguntinos y
en Molina de Aragón, como sus conocidísimas patas de vaca que todavía produce
el Manolongo y los huevos (de dulce) anisados. “Dormidos” los hay en Alcoroches
y en Pastrana también hay otro tipo de yemas teresianas y bizcochos, aunque
ahora sobresalen los chocolates de la pastelería Éboli, pero, desde luego, el
producto típico, tradicional, más popular de la Alcarria son sus bizcochos
borrachos, a pesar de no ser de origen muy antiguo, puesto que su nacimiento
tuvo lugar a mediados del siglo XIX que tanta difusión alcanzó a través de los
cadetes de la Academia de Ingenieros del Ejército. Se dice que hubo una
confitería-repostería en la plaza de San Gil y que, en el siglo XIX la calidad
de los bizcochos de Guadalajara fue recompensada con un premio en la Exposición
Provincial de Guadalajara de 1878 lo que le valió ser considerada como
proveedora de la Real Casa, puesto que los Borbones solían ser buenos catadores
de dichos manjares en cada uno de los viajes que hacían por estas tierras, de
modo que en marzo de 1879, con motivo de la inauguración de Colegio de
Huérfanos de la Guerra en el palacio del Infantado, el rey Alfonso XII y su
séquito fueron obsequiados con “… unas libras de bizcochos borrachos de
superior calidad que, colocadas en dos bandejas de plata, se conducirán a aquel
sitio por una comisión de este Municipio”.
Por aquellas mismas
fechas de finales del XIX se fundó la Confitería “María Rosa” que tenía su sede
en la Calle Mayor, cuyos “borrachos”, que se vendían en artísticas cajas de
hojalata, ya habían sido galardonados con anterioridad.
Pero fue en el siglo
siguiente cuando nació una nueva generación de artesanos pasteleros, nuevos
empresarios, que se encargaron de sacar adelante los negocios anteriormente
establecidos por sus maestros: Víctor Saldaña, se ocupó de María Rosa, que después
pasaría a regentar Tomás Martínez Moreno, de cuya manó llegó desde Benavente,
Antonio Ferrero, protagonista de este libro, jefe de obrador en la confitería
Villalba, quien llegó a asesorar a su hija y fundar la Confitería Ferrero,
encargándose en los años noventa de recopilar las recetas que ahora se
presentan.
Hubo, además otras
confiterías de postín: Antonio Hernando Guajardo, que llegó de Alhama de
Aragón, se hizo cargo de la pastelería de la plaza de San Gil, y después de él,
Rafael Moya se estableció en la Calle Miguel Fluiters, en “La Madrileña”,
donde, poco más arriba se encontraba “La Favorita” de Jesús Campoamor. De modo
que fue tal el éxito logrado por los “borrachos” de Guadalajara que se vendían
en la mayor partnatillas y flanese de la provincia, vendiéndose en la
confitería de Escolano, en Alcolea del Pinar, “La Mariposa” de Tendilla, y en
la sucursal seguntina de Hernando.
La segunda y más extensa
parte del libro se destina a al “Recopilatorio del legado escrito del maestro
artesano repostero don Antonio Ferrero Boya (1921 Benavente-2005 Guadalajara),
que se divide en tres partes, la primera destinada a generalidades (materias
primas, operaciones y preparados); la segunda a pastelería (cremas, natillas y
flanes, pastas y almendrados, bizcochos, pasteles y tartas, mazapanes y
empiñonados, polvorones y mantecados, roscones y rosquillas y bollos y
buñuelos), y la tercera a confitería (frutas confitadas, cristalizadas y
acarameladas, confituras y mermeladas, merengues y yemas y turrones). Cada receta
contiene una fotografía a color del producto realizado, los ingredientes de que consta con sus
correspondientes cantidades y la elaboración que debe seguirse en cada caso.
Se trata, en fin, de unlibro interesante que concilia dos aspectos: por una parte nos da idea de la
importancia que la dulcería, repostería y pastelería tienen en el momento
actual en Guadalajara y por otra, el importante legado que su autor, a través
de sus herederos, deja al mañana de la cultura gastronómica, como muestra desinteresada
de amor a la tierra que lo acogió, en la que vivió y en la que dejó su
descendencia.
José Ramón López de los Mozos
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