viernes, 10 de febrero de 2012

Otra mirada del castillo de Molina


AROCA, Ricardo, La historia secreta de los edificios, Madrid, Espasa Libros, S.L.U., 2011, 248 pp.

Ricardo Aroca Hernández-Ros, director entre 1991 y 1999 de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Madrid y decano del Colegio de Arquitectos de Madrid (COAM), ha escrito un interesante libro sobre eso que podríamos llamar “el mundo oculto” (o secreto) de dieciséis monumentos arquitectónicos españoles, entre los que ha elegido el castillo de Molina de Aragón (páginas 87-97).
Según señala en el prólogo, ha tenido plena libertad para elegir los edificios y por ello ha seleccionado un grupo, o mejor, una secuencia, que sirviera al mismo tiempo de acercamiento a esa “otra” historia, a veces tan distinta de la que nos hicieron aprender, o nos enseñaron.
Algunos edificios, añade, eran inevitables, pero otros no, y, por eso, dejándose llevar por el tirón profesional, por su gusto personal o por el intrigante contenido del propio monumento, ha optado por los siguientes: la “Cueva de Menga”, el Acueducto de Segovia, la Mezquita de Córdoba, San Miguel de Escalada, la Catedral de Santiago de Compostela, el ya mencionado Castillo de Molina de Aragón, la Catedral de León, la Alhambra de Granada y el palacio de Carlos V, el Hospital de las Cinco Llagas (Sevilla), el Monasterio del Escorial, el Museo del Prado, la Estación de Atocha, la Sagrada Famila, el Frontón Recoletos, Torres Blancas y el Museo Gugghenheim.

En lo que se refiere a los “secretos”, señala no haber tenido muchos problemas, dado que ante la contemplación de cualquier edificio son muchas las preguntas que pueden surgir, cuyas respuestas no parecen evidentes, puesto que en ocasiones son producto de la decisión que dio lugar a su construcción, otras veces corresponden a determinados momentos históricos concretos y en otros casos son meras peculiaridades de los propios procesos constructivos.
Pero el autor se ha concentrado en dos tipos de preguntas: unas han surgido del enfrentamiento con el edificio, vis a vis, y ha tratado de respondérselas mediante la búsqueda de información complementaria, sazonada con buenas dosis de lógica; “otras son más bien del tipo “me alegro que pregunte eso”, inevitables cuando uno controla ambos extremos de la dualidad pregunta-respuesta”.
Lo que da pie a pensar que nuestro autor se toma la cosa -lo que escribe- en serio, sin que ello quiera decir que no le pueda añadir unos granicos de sal a través de cierta notoria ironía y desenfadado humor que el lector ira comprobando conforme avance en la lectura de esta historia secreta.
De ahí el empleo del “principio de la parsimonia” a la hora de contestar a cualquiera de las preguntas que le han surgido, es decir, que de “entre todas las explicaciones posibles de algo, la más probable es la más sencilla”, por eso añade a renglón seguido: “En este sentido, no pocas de las explicaciones contenidas en el texto, como, por ejemplo, la razón del arco ojival o del de herradura, no son universalmente admitidas, pero mi explicación es más sencilla y, por tanto, más verosímil que cualquier otra que haya leído”.
También interesa señalar que la “carga de secreto” va disminuyendo conforme los edificios que comenta se van acercando a los tiempos actuales. A mayor cercanía, menor secreto o misterio de la obra, en relación inversa.

El castillo de Molina de Aragón

Un escueto y definitivo párrafo inicial sirve para describir la ubicación del castillo, que sorprende por su aparente buen estado de conservación, y dar noticia al tiempo del caserío molinés, situado en tierra fría y poco fértil.
Aquí surgen ya las primeras preguntas: “Qué impulsó la construcción de semejante fortaleza en un paraje tan desolado?¿Por qué las torres son cuadradas?¿Por qué se llama castillo de Molina de Aragón se está en la provincia de Guadalajara, tierra de Castilla?”
Y para darles contestación se remonta, mediante sutiles trazos, a la “historia que me hicieron aprender de pequeño”, acerca de la conquista de Iberia por los romanos, “gente horrible que echaba cristianos a los leones como espectáculo -aunque luego acabaron siendo buenos y haciéndose ellos mismos cristianos-, fueron barridos de la península por la invasión de los bárbaros, a su vez expulsados por los visigodos, que al principio eran malos, ya que eran arrianos...”, así hasta llegar el momento de la reconquista (que se dice pronto), y la muerte de Almanzor, a principios del siglo XI, con la posterior desintegración del califato cordobés y la formación de numerosas “taifas”, en las que los bandos no estaban suficientemente definidos según los intereses de los denominados “señores de la guerra”, cuyos cambios de lealtad solían ser harto frecuentes. Véase el poema de Mío Cid, donde “una herencia de casi cuatro siglos de una economía de guerra” dejó una herencia léxica basada en extorsiones y saqueos, botines y pagos de parias, cuya base física era los castillos, generalmente situados en lugares elevados, estratégicos, fácilmente defendibles con escasa guarnición y gruesas murallas que, en muchas ocasiones encerraban un gran patio interior destinado a las tropas del señor y su caballería.
En otros casos, como sucede con el castillo de Molina de Aragón, existía un segundo cerco o albacar, que servía para defender a la población civil, puesto que la defensa seguía un proceso escalonado.
En fin, el caso del castillo molinés, de origen musulmán, aunque construido sobre un castro celtíbero, tiene importancia gracias a su privilegiada situación estratégica, entre Castilla, Aragón y Valencia, lo que favoreció el establecimiento de una taifa que, además de fortaleza, sirvió también de residencia de Ibn Galbun o Aben Galbon, señor de dicha taifa, que ocupaba una gran extensión y que, por ser lugar pasajero, permitía obtener pingües beneficios a través de los tributos de los viajeros.
Fortaleza que sirvió de descanso a don Rodrigo Díaz de Vivar en sus numerosas algaradas como señor de la guerra en tierras de moros, “por más que el poema, bastante posterior a los hechos, resalte constantemente (excusatio non petita...) su cristianismo y su inquebrantable lealtad a Alfonso VI de Castilla, a quien mandaba parte de los botines, pero al que nunca consideró conveniente declarar rey de las tierras que conquistaba”.
Así hasta el siglo XII en que Alfonso el Batallador de Aragón conquista la fortaleza que después pasa a manos de la familia de los Lara, como señorío independiente, hasta que Sancho el Bravo, tras su matrimonio con María de Molina, reintegra “Molina de los Caballeros” al reino de Castilla, al que pertenece hasta que Enrique II el de las Mercedes, se la regala a Bertrand Duguesclin, ante lo que el pueblo molinés, disconforme con su nuevo señor y en uso las atribuciones que le concede su fuero, elige pasar a la corona de Aragón, cambiando el nombre de Molina de los Caballeros por el de Molina de Aragón, que aún perdura.
Pero aquello duró pocos años, aunque también Enrique IV el Impotente, intentó donar la fortaleza a su valido Beltrán de la Cueva, a lo que de la misma manera que había sucedido anteriormente se opuso la población, cosa que le volvería a ocurrir a finales del siglo XVIII para no caer en las ávidas manos Godoy.
A este proceso histórico sigue una meticulosa descripción del castillo.
La fortaleza es enorme y compleja -dice-, el alcázar encierra un espacio destinado a la gente de armas de 80 por 40 metros, y estaba defendido por seis torres de 30 metros de altura y 10 por 10 de planta, unidas por unos lienzos de 10 metros de elevación y casi 4 de grueso, con un adarve defendido por almenas.
El ángulo noreste está ocupado por el albacar, la alcazaba propiamente dicha, que mide 170 metros de longitud por unos 60 metros de anchura (media) igualmente amurallado y defendido por cuatro torres. De las esquinas de la alcazaba arrancaba otra muralla menor que envolvía la oblación.
Otros datos más, acerca de los restos que actualmente se conservan, completan este apartado, cuyo final no deja de ser interesante: “El escaso crecimiento de la población de Molina de Aragón, alejado de las actuales vías de comunicación, ha evitado que la paz, más destructiva que muchas guerras, acabe con la fortaleza, que solo ha perdido, por la limitada expansión del casco urbano, el recinto exterior”.
El magnífico y ameno texto se acompaña de dos dibujos realizados a lápiz por el propio autor: el castillo con sus cuatro torres y, a su izquierda, sobresaliendo, la Torre de Aragón (“En una ladera orientada al sur, dominando el valle del río Gallo...”), (página 88) y dos torreones con unas almenas en primer plano (“... altas y esbeltas torres de planta cuadrada con las esquinas remarcadas por unos grandes sillares de piedra roja”) -que allí llaman piedra “rodena”-, (página 90), además de un plano de situación a escala (“Todo ello da idea del tamaño y complejidad de la fortificación”), (página 96), que nos recuerda los realizados por Layna Serrano.
¿Quiere el lector que le diga algo más acerca de este libro?
Pues, sí, la verdad es que me he divertido mucho con su lectura. Se lo recomiendo. Es uno de esos libros que dejan huella. Sencillo, ameno, irónico en algunas interpretaciones de la historia, serio, clarificador...











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